El problema más grave que tiene el PSOE, sin contar el del liderazgo, es su incapacidad para combinar un proyecto nacional con un programa socialdemócrata. El pacto del PSE-EE con el PNV sin que los términos del acuerdo fueran aprobados por la Gestora ni el Comité Federal es una muestra no solo de la descomposición del PSOE, sino de dicha carencia. De hecho, entre la perplejidad y la frustración del equipo de Javier Fernández se pudieron escuchar los aplausos de Miquel Iceta, líder de lo que queda de PSC. Sin embargo, era un pacto que había adelantado Pedro Sánchez tras las elecciones vascas del 25-S, ofreciendo a Urkullu lo mismo que ahora se ha acordado: avanzar en el autogobierno, declaración del estatuto de “nación”, y un debate sobre el “derecho a decidir”, a cambio de consejerías de segundo orden. Era parte del “gobierno del cambio” que estaba pactando Sánchez con Podemos y los independentistas, y que provocó su defenestración. La Gestora no ha podido hacer otra cosa más que aceptar el acuerdo, en aras a no aumentar la imagen de división y debilidad.
La decadencia del PSOE es una de las claves de la crisis de régimen que vivimos. Hace décadas, el gran éxito de González fue unificar las distintas “sensibilidades” socialistas en torno al poder para construir una maquinaria electoral fuerte, donde el votante vinculaba unas siglas con una idea. El gran error lo cometió cuando contrapuso la red de barones territoriales a la estructura guerrista del partido entre 1997 y 2000, lo que dio más peso al discurso localista que al nacional.
Zapatero dio una vuelta de tuerca al error: el proyecto socialista debía pasar por defender la supuesta plurinacionalidad del Estado español, y dijo aquello de “la nación, concepto discutido y discutible” (solo la española, claro), y animó el catalanismo del PSC de Maragall. El PSOE trató entonces de pergeñar un proyecto federal, imposible desde un punto de vista constitucional y político, en un debate absurdo entre simetría y asimetría. Finalmente, llegaron a la “Declaración de Granada” en 2013 donde defienden pasar del Estado de las Autonomías a una Federación sin aclarar el procedimiento ni el contenido competencial o conceptual. Es más; Sánchez, al año siguiente dijo que el federalismo sería el resultado del pacto. La nada con sifón.
El último equilibrio ha sido la afirmación de Antonio Hernando, otrora sanchista, siempre patriota de partido, sobre el reconocimiento de la “nación cultural” vasca, pero no de la “nación política”. En realidad, es una idea que está en el sustrato socialista desde la postrera, y a veces sobrevenida, oposición al franquismo. Los socialistas quisieron entonces conquistar la hegemonía cultural sumando a su discurso las diatribas independentistas y del regeneracionismo arcaico: la nación española era opresora de otros sentimientos nacionales, la castellanización había sido impuesta y empobrecedora, y lo progresista era escuchar la voluntad de las “nacionalidades”.
El PSOE asumió el relato victimista de los nacionalistas, y se hizo así con un buen aliado en ayuntamientos y autonomías para alcanzar y conservar el poder. De esta manera funcionaron en Cataluña con el tripartito de Maragall, y también en el País Vasco. El PSE de Txiqui Benegas ganó las elecciones de 1986, y acordó un gobierno con el PNV y Eusko Alkartasuna –una facción nacionalista liderada por Carlos Garaikoetxea-. A pesar de la victoria, los socialistas dieron la presidencia al peneuvista José Antonio Ardanza a cambio de consejerías secundarias con presupuestos tutelados, como ahora Idoia Mendía.
El asesinato de Miguel Ángel Blanco en 1997 lo cambió todo, aparentemente. El PSE de Redondo Terreros se volvió hacia el PP de Mayor Oreja, plantó cara al Pacto de Estella entre nacionalistas, y abrió una etapa de colaboración. Sin embargo, Zapatero echó a Redondo Terreros, líder del PSE, y colocó a Patxi López, ahora furibundo anti-PP, que llegó a ser lehendakari con los votos populares en 2009. Hoy, los socialistas vuelven a sus fueros, a sumarse al proyecto nacionalista para llegar al poder con la excusa del “progreso” y de impedir un acuerdo con los pro-etarras.
Pero no se confundan: la izquierda no ha traicionado a la nación, sino que la idea de España es para ellos un complemento sustituible del discurso político –véase la foto de Pedro Sánchez con la bandera española, y recuérdese su posterior querencia a los independentistas-, y un elemento moldeable de la estrategia para conseguir el poder. Esa mezcla de oportunismo y tacticismo le ha llevado a perder lo único que le daba identidad: el ser un proyecto nacional, global, o general, con un programa socialista.
Al desprenderse de su idea nacional solo les queda competir por ser más nacionalistas que los independentistas, o más izquierdistas que los populistas de Podemos. A eso jugó Pedro Sánchez es sus últimos meses como Secretario General del PSOE, fracasó, y a partir del sábado volverá a intentarlo. Pero no se puede dar la razón al adversario constantemente y ganar las elecciones. En este consenso socialdemócrata en el que estamos enfangados, donde todos los partidos apuntan a lo mismo, un PSOE sin seña de identidad ni diferenciación solo puede desaparecer.
JORGE VILCHES Vía VOZ PÓPULI
No hay comentarios:
Publicar un comentario