Cualquier político en activo mayor de 40/45 años, por fijar una frontera plausible, y que a lo largo de su vida haya tenido alguna responsabilidad orgánica o ejecutiva, corre el riesgo cierto de que en cualquier momento un adversario, un ciudadano anónimo o un ex compañero de partido (esto último viene siendo lo más corriente) le denuncie por corrupción. Y a poco que aporte indicios, siquiera menores, habrá siempre un juez dispuesto, faltaría más, a aplicar la ley, y en algún caso, según sea el tamaño de la pieza, a mejorar su currículo y expectativas profesionales gracias a una fructífera colaboración con periódicos y televisiones.
El impacto público de la repentina muerte de Rita Barberá está siendo proporcional al grado de hostigamiento -dejémonos de eufemismos, por favor- al que fue sometida. Pero ojo, todos son responsables (compañeros, enemigos, medios de comunicación…); pero nadie es culpable. El estrés provoca más muertes en el amplio colectivo de los que las pasan canutas para llegar a fin de mes que entre los que apenas se preocupan por sus saldos bancarios. Así que mejor no señalar con el dedo, como estos días han hecho algunos correligionarios de la fallecida, aparentemente más preocupados por la higiene de sus conciencias que por consolidar mecanismos que eviten futuros “linchamientos”, como alguno ha llegado a denominar lo sucedido.
La exculpación post mortem de Barberá es cuando menos comprensible si nos atenemos a la ínfima relevancia penal -si la tuviera- de la acusación y la conectamos con el desdichado desenlace. Pero nos estaríamos quedando mucho más que a medias si no aprovecháramos el suceso para reflexionar sobre lo que, en términos estrictamente políticos, es realmente trascendente: la imperiosa necesidad de eliminar los riesgos de un sistema que favorece la corrupción, difumina en el ámbito de la política la línea divisoria entre indecencia y honestidad, desacredita las instituciones y consolida de forma intolerable la llamada “pena del telediario”, el arbitrario método que iguala ante la opinión pública a los que han utilizado la política para enriquecerse y a los que se comieron el marrón para pagar las nóminas de unas estructuras hipertrofiadas.
Limitación de mandatos
Por lo que sabemos, Rita Barberá pertenecía, en todo caso, a este segundo grupo, pero lo que acabó por convertirla en arquetipo de la corrupción del PP no fue la sospecha de que participara o autorizara una mecánica simplona de blanqueo para dotar de fondos la caja del partido, sino la certeza de que eso se venía haciendo con total descaro porque sí, porque se podía, porque el poder acumulado durante tres décadas había desmontado los pocos mecanismos existentes de control. De que sólo estábamos ante la punta del iceberg.
Y es que en un sistema que permite a la misma persona dirigir, sin límite temporal, la alcaldía de una gran ciudad, lo que resulta inverosímil, en un entorno de generalizada mangancia, es la imagen de una Barberá completamente ajena a las inadecuadas prácticas que, no sin dificultad, se fueron haciendo visibles en la Comunidad Valenciana. De todo lo dicho en las últimas horas sobre Barberá, destaca, entre lo positivo, el hecho de que conservara la alcaldía de Valencia durante 24 años. Y, sin embargo, esa es la principal causa de su declive, de su muerte política.
Mientras la limitación de mandatos no forme parte de nuestra legislación y de nuestra cultura política; mientras las normas que rigen el funcionamiento de los partidos políticos permitan la existencia de zonas oscuras en sus cuentas y en su funcionamiento; mientras los veteranos de los partidos sigan defendiendo que estos son propiedad de sus militantes y no de toda la sociedad; mientras todo eso siga siendo así, seguiremos asistiendo por mucho tiempo al espectáculo degradante del paseíllo judicial injustificado, al estalinista formato del ajusticiamiento preventivo y a la persistencia del populismo como fenómeno cotidiano.
Por último, y a la vista de ciertos comentarios que señalan de forma indecente a la nueva generación de dirigentes populares (Casado, Maroto, Levy…) casi como aceleradores del deceso, convendría advertir de que lo peor sería que la conmoción por la muerte de Barberá fuera utilizada para dar marcha atrás a cualquier atisbo de reforma, para volver a los cuarteles de invierno, para retrasar el proceso de saneamiento que algunos, protegidos por estructuras arcaicas, y que probablemente no cumplirían con las nuevas exigencias de pulcritud, se siguen resistiendo a asumir. Por el momento, la vieja guardia se ha cargado las primarias. Veremos a partir de ahora qué otra promesa entierran junto a Barberá.
AGUSTÍN VALLADOLID Vía VOZ PÓPULI
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