Desde que empezó esta
crisis nacional -lo que no significa disputa de territorios, sino
agresión a nuestro vigor cívico y cohesión social-, miramos alrededor,
en busca de lo que siempre atemperó las turbaciones sufridas por
España: un mundo cultural ajeno a las pataletas corporativas, los
manifiestos oportunistas y las fotos de familia para medrar a la sombra
del poder.
En su memorable libro traducido como “La traición de los intelectuales” Julien Benda
denunció los hábitos perversos de la intelectualidad francesa en años
de una militancia más leal a las razones del partido que a la defensa de
la verdad. Hoy podría titularse una nueva evasión moral de quienes
deberían sentirse convocados para intervenir en los graves problemas de
España, como verdaderamente corresponde a quienes han hecho de la
meditación y el rigor del análisis su profesión.
Estos comienzos de siglo han reiterado las condiciones de fractura histórica e
interpelación sobre el significado de la nación española que se dieron
justamente cien años atrás. La diferencia es que, entonces, aquellos jóvenes que
ingresaban en un siglo XX de entusiasmo e incertidumbre acompasados, irrumpieron
decididos en la lógica más exigente de la historia. Todos ellos, llegando de
las estribaciones del 98 o presagiando las cumbres de la generación del 14,
fueron intelectuales en el sentido estricto que adquirió esta palabra tras el
caso Dreyfus.
Eran pensadores comprometidos, dispuestos a afrontar los
desafíos de su tiempo, líderes espirituales cuya reflexión desembocaba en una
severa toma de conciencia. Tejieron un espacio plural, en el que la lucha por
la primacía y la ambición de liderazgo nunca estuvieron ausentes del todo. Pero
incluso las debilidades humanas del egocentrismo y la soberbia jamás se
distanciaron de un lugar de alta graduación moral.
En él, las cosas no se
despachaban con apuntes superficiales de tertulia omniparlante, ni con el
griterío nervioso de algunos debates televisivos, ni mucho menos con la
satisfecha vacuidad de las llamadas redes sociales.
Era un
territorio fiel a una idea tradicional y permanente de la cultura, donde se
pensaba antes de hablar, y donde se escribía con una elegancia y un rigor que
todavía nos alecciona y nos conmueve.
Era la inteligencia que se percibía a sí
misma como lanzadera de la comprensión de una España en crisis. Era el gusto
por la complejidad y los matices alimentando aquella nación en vísperas de todo.
Era la rotundidad del compromiso bien documentado ofrecido a aquella patria a
punto de superar su languidez con un poderoso ímpetu regeneracionista.
Era la
dignidad de quienes se creían, más que en el derecho, en el deber de hablar, de
escribir, de agrupar opiniones, de sacudir los problemas en el territorio denso
de una gran pedagogía nacional.
Lo que caracterizaba a aquellas
personas era su patriotismo abierto, su irrenunciable amor a España, su
independencia de criterio, su entrega a una verdad atisbada desde diversas
perspectivas. Les identificaba su coraje cívico, su valentía intelectual y su
absoluta falta de frivolidad, que no es carencia de sentido del humor ni de
ironía.
Hoy disponemos de dignos columnistas, de colaboradores radiofónicos y de
eficaces proyectores de su propia imagen que se mueven en las aguas del conflicto inmediato, del apunte de coyuntura, del abordaje de una realidad
veloz y transitoria. Entre estos materiales brota, en ocasiones, el aroma
inconfundible de la tradición del gran periodismo al que nos asomamos los
historiadores con veneración y provecho.
Pero, salvo en
algunas excepciones meritorias, ¡cuánto se echa de menos aquella forma de hablar
para España no en voz alta, sino con palabras de altura! Y, cuando uno busca las
causas de este abandono, no hay más remedio que recordar cómo se pasó de la
defensa de la escuela de Joaquín Costa a la misión de la universidad de Ortega y
Gasset.
¿Alguien podría imaginar hoy que se hablara de la tarea docente y de la
formación de nuestros jóvenes universitarios con el nombre sagrado de «misión»?
Que no se me diga que la palabra suena ridícula. Porque algún dirigente que
quiere ganarse a pulso el prestigio de la provocación, y se considera portador
exclusivo de realismo político se refirió nada menos que a la «sonrisa del
destino» al hablar de una propuesta de coalición gubernamental.
Para
exageraciones alegóricas están, precisamente, quienes han crecido a la sombra de
esta arrogante algarabía verbal que algunos se empeñan en llamar discurso. No
hay pues, ni melancolía vana ni hueco lirismo en el recuerdo de aquella misión
de la universidad, que certificaba la existencia de un mundo en tensión
cultural, volcado en el análisis de la realidad y comprometido en la formación
profesional rigurosa de ciudadanos libres.
En efecto, para
aquellos críticos que deseaban edificar una España democrática y cohesionada;
para aquellos intelectuales empeñados en dotar a su patria de una conciencia que
le permitiera afrontar tiempos de peligro, había que empezar por la universidad.
¿Se hizo así en la España de la Transición?.
¿O se prefirió construir una
universidad sobre las aspiraciones corporativas, los intereses de clanes, la
impunidad clientelar, el temor a la crítica por miedo a perjudicarse en la
carrera docente e investigadora? ¿No se dejó una institución pública
indispensable para la nación en manos de pequeños círculos de profesores que
hicieron y deshicieron, contrataron o no contrataron, fijaron normas de estilo
académico y dispusieron a su antojo del futuro de sus alumnos con un descaro que
algún día tendría que ser condenado por la sociedad española, financiadora de
aquel espacio.
Nadie ha puesto objeciones a ese singular proceso de
privatización velada. Nadie quiere abrir ese melón, ni tampoco esos críticos
feroces de la Transición que han nadado a favor de una corriente que, como
siempre sucede, va hacia abajo, hacia los estuarios embarrados, y no trepa
remontando el curso recto de una decente sabiduría.
Nos
sorprende la conducta indebida, la debilidad cívica de quienes revientan
conferencias y fanfarronean de sus machadas contra la convivencia universitaria.
Y, curiosamente, no parece asombrar a la opinión pública que la ausencia de
conciencia nacional, de liderazgo cívico y de exigente compromiso social haya
impedido que una elite intelectual empuñe, en esta España desorientada, el
fervor de la cultura y del saber ejemplar.
Tales actitudes deberían haber salido
de una escuela de hombres y mujeres entrenados en el respeto a la inteligencia,
en la libertad de crítica, en el rechazo de toda intimidación corporativa y de
toda servidumbre de promoción. Deberían haber salido de una institución que
inculcara a sus alumnos las exigencias del deber intelectual para forjarlos en
la superación de la falsa neutralidad y la seducción del poder.
Para formarlos,
sobre todo, como materia crítica con la que España pueda recuperar la lealtad a
su naturaleza histórica y sobreponerse, así, a la liquidez moral y ligereza
política en las que vive. Para ejercer, en definitiva, esa misión universitaria
con la que algunos de nuestros mejores intelectuales del pasado justificaban su
existencia.
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR Vía ABC
No hay comentarios:
Publicar un comentario