Manuel García-Pelayo, primer presidente del Tribunal Constitucional, advirtió, en 1986, en su libro El Estado de partidos,que
regímenes plenamente democráticos pueden evolucionar hacia un Estado de
partidos. El Estado de partidos es una forma oligárquica de gobierno en
la que unos pocos partidos políticos acumulan el poder en detrimento de
la libertad, la calidad democrática y la representación. Se caracteriza
por la deficiente separación de poderes, escasa representatividad y
controles y una más que holgada financiación pública, lo que les
convierte en órganos funcionales del Estado. La corrupción es un
síntoma, una resultante del deficiente funcionamiento de los controles y
de la división de poderes.
En España, el presidente del partido y
del Gobierno ejerce un poder muy superior al de cualquier primer
ministro europeo. El presidente del PP o el secretario general del PSOE
nombra el Gobierno, elabora las leyes y decretos leyes, las listas de
diputados de su partido y hace los nombramientos de infinidad de
instancias de poder gubernamental, parlamentario, judicial, económico y
de medios de comunicación. En la práctica, hasta 2016, la presidencia
del Gobierno, aunque tenga una mayoría minoritaria en el Congreso, ha
evolucionado en lo peor de un sistema presidencialista (sin tener sus
aspectos positivos) porque no está mediatizado por elecciones
independientes para el Congreso y Senado que pudieran equilibrarlo. En
1994 Javier Pradera señalaba en su libro La corrupción política
que “los partidos ya no son representantes de la sociedad dedicados a
defender los intereses de sus electores, sino instituciones autónomas
que protegen ante todo sus propios intereses”.
Debido a una amplia serie de leyes y
decretos, el hecho es que la centralidad política del Parlamento, añade
Pradera, “ha sido desplazada por los partidos como sede de la toma de
decisiones relacionadas con el poder”. Si comparamos el Parlamento
español con el británico, el danés o el sueco, solo formalmente España
es una monarquía parlamentaria. Lo que la élite política española ha
construido desde 1977 es un Estado de partidos, que es el que está en
crisis en el tiempo presente. La crisis se manifiesta en que ocho
millones de españoles han votado de forma que no es posible la
investidura del presidente de Gobierno inmediatamente después de
celebrarse las elecciones.
La Transición tuvo tres protagonistas:
S. M. el Rey, el estratega Torcuato Fernández Miranda y el presidente
Suárez, que hizo de puente entre los actores implicados. Por el
contrario, el Estado de partidos es el resultado de múltiples decisiones
políticas y del desarrollo legislativo. La evolución del régimen del
78, por acción o por omisión, es responsabilidad compartida,
inicialmente de la UCD, y después, del PSOE y del PP.
De un modo acumulativo y unidireccional,
los sucesivos presidentes del Gobierno han transformado la definición
constitucional de Monarquía parlamentaria en un Estado de partidos
escasamente representativo. Es como si el peso del franquismo —el poder
concentrado en una persona— gravitara en nuestra democracia a pesar del
indudable mérito y buenas intenciones de la Transición. La ley
electoral, el reglamento del Congreso, la Ley de Partidos, La Ley
General del Poder Judicial, la Ley de Financiación de Partidos Políticos
y otras han deteriorado la calidad de la democracia. Con ocasión de una
fuerte crisis económica, ha surgido un movimiento populista —Podemos— y
un nuevo partido reformista —Ciudadanos— que están poniendo en cuestión
la hegemonía de los dos partidos responsables de la emersión y vigencia
del Estado de partidos.
De la época de la UCD procede la ley
electoral de 1977 y la constitucionalización de la provincia como
circunscripción. En 1985, la ley orgánica electoral, elaborada por la
nueva mayoría socialista, lo que hizo fue convertir en ley lo que hasta
ese momento era un decreto-ley de la UCD. Las elecciones se convierten
en una suerte de plebiscito del nombre del líder y de la sigla del
partido. La circunscripción provincial reduce al mínimo la
representación de los ciudadanos y maximiza el poder del aparato por la
designación de los candidatos.
En febrero 1982 se aprobó el reglamento
del Congreso que facilita el dominio del Gobierno sobre el Parlamento y
limita por completo la iniciativa individual de los diputados. López
Santaolalla considera que el reglamento determina “una organización
extrema, en el sentido de excesivamente restrictiva, con sacrificio casi
completo de las posiciones individuales. Realmente lo que impera es una
concepción autoritaria”. El presidente del Congreso podría incluso ser
sustituido por un reloj. De ahí el aburrimiento de la presidenta Celia
Villalobos que, en vez de seguir el debate y atender las solicitudes de
palabra, se entretiene jugando con la tablet al Candy Crush.
Tanto la ley de partidos políticos de
1978 como la nueva ley orgánica de 2002 establecen que “la estructura
interna y el funcionamiento de los partidos políticos deberán ser
democráticos”. Como la ley no precisa qué entiende por “democracia”, las
élites políticas se han dedicado durante los 35 últimos años a reducir
los procedimientos de control de los dirigentes y, en muchos casos, a
impedir la elección democrática de sus líderes. En el caso del PSOE el
debate y la elección del líder en primarias marcan una diferencia
positiva en relación al PP, en el que la cooptación y ausencia de debate
y control de los órganos de dirección es total.
La justicia en la Constitución está
concebida como un tercer poder independiente pero, en la práctica, el
Consejo General del Poder Judicial está parlamentarizado. La
Constitución creó un nuevo y costoso organismo, el Tribunal
Constitucional, cuyos ritmos temporales de diligencia jurisdiccional
responden más a la conveniencia del Gobierno de turno que a una
protección efectiva de derechos. Lo que debilita más a esta institución
es su manifiesta politización y que sus miembros no son vitalicios. Su
mandato dura nueve años y se renuevan por tercios cada tres,
produciéndose una permanente negociación sobre los nombres de
magistrados cercanos a cada partido.
En el Estado de partidos la lucha
política se libra secretamente dentro del partido mucho más que en
debates abiertos de interés general ante la opinión pública. La
financiación anual de los partidos de 120 millones de euros de los
contribuyentes y la capacidad de elaborar las listas electorales son la
base del poder del aparato. La crisis del Estado de partidos puede tener
una salida positiva si se reforma hacia una Monarquía parlamentaria,
como establece la Constitución. Si se mantiene el continuismo, “como
siempre”, o se produce un ascenso del populismo rupturista, el régimen
del 78 tiene el riesgo de pasar pronto a ser historia.
GUILLERMO GORTÁZAR es historiador y abogado. Es militante del PP y fue diputado en la V, VI y VII legislatura. @guigortazar
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