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martes, 29 de noviembre de 2016

“Los presidentes del Gobierno han transformado la Monarquía parlamentaria en un sistema escasamente representativo. Es como si el peso del franquismo gravitara en nuestra democracia a pesar del mérito y las buenas intenciones de la Transición”


Manuel García-Pelayo, primer presidente del Tribunal Constitucional, advirtió, en 1986, en su libro El Estado de partidos,que regímenes plenamente democráticos pueden evolucionar hacia un Estado de partidos. El Estado de partidos es una forma oligárquica de gobierno en la que unos pocos partidos políticos acumulan el poder en detrimento de la libertad, la calidad democrática y la representación. Se caracteriza por la deficiente separación de poderes, escasa representatividad y controles y una más que holgada financiación pública, lo que les convierte en órganos funcionales del Estado. La corrupción es un síntoma, una resultante del deficiente funcionamiento de los controles y de la división de poderes.

En España, el presidente del partido y del Gobierno ejerce un poder muy superior al de cualquier primer ministro europeo. El presidente del PP o el secretario general del PSOE nombra el Gobierno, elabora las leyes y decretos leyes, las listas de diputados de su partido y hace los nombramientos de infinidad de instancias de poder gubernamental, parlamentario, judicial, económico y de medios de comunicación. En la práctica, hasta 2016, la presidencia del Gobierno, aunque tenga una mayoría minoritaria en el Congreso, ha evolucionado en lo peor de un sistema presidencialista (sin tener sus aspectos positivos) porque no está mediatizado por elecciones independientes para el Congreso y Senado que pudieran equilibrarlo. En 1994 Javier Pradera señalaba en su libro La corrupción política que “los partidos ya no son representantes de la sociedad dedicados a defender los intereses de sus electores, sino instituciones autónomas que protegen ante todo sus propios intereses”.

Debido a una amplia serie de leyes y decretos, el hecho es que la centralidad política del Parlamento, añade Pradera, “ha sido desplazada por los partidos como sede de la toma de decisiones relacionadas con el poder”. Si comparamos el Parlamento español con el británico, el danés o el sueco, solo formalmente España es una monarquía parlamentaria. Lo que la élite política española ha construido desde 1977 es un Estado de partidos, que es el que está en crisis en el tiempo presente. La crisis se manifiesta en que ocho millones de españoles han votado de forma que no es posible la investidura del presidente de Gobierno inmediatamente después de celebrarse las elecciones.
La Transición tuvo tres protagonistas: S. M. el Rey, el estratega Torcuato Fernández Miranda y el presidente Suárez, que hizo de puente entre los actores implicados. Por el contrario, el Estado de partidos es el resultado de múltiples decisiones políticas y del desarrollo legislativo. La evolución del régimen del 78, por acción o por omisión, es responsabilidad compartida, inicialmente de la UCD, y después, del PSOE y del PP.

De un modo acumulativo y unidireccional, los sucesivos presidentes del Gobierno han transformado la definición constitucional de Monarquía parlamentaria en un Estado de partidos escasamente representativo. Es como si el peso del franquismo —el poder concentrado en una persona— gravitara en nuestra democracia a pesar del indudable mérito y buenas intenciones de la Transición. La ley electoral, el reglamento del Congreso, la Ley de Partidos, La Ley General del Poder Judicial, la Ley de Financiación de Partidos Políticos y otras han deteriorado la calidad de la democracia. Con ocasión de una fuerte crisis económica, ha surgido un movimiento populista —Podemos— y un nuevo partido reformista —Ciudadanos— que están poniendo en cuestión la hegemonía de los dos partidos responsables de la emersión y vigencia del Estado de partidos.

De la época de la UCD procede la ley electoral de 1977 y la constitucionalización de la provincia como circunscripción. En 1985, la ley orgánica electoral, elaborada por la nueva mayoría socialista, lo que hizo fue convertir en ley lo que hasta ese momento era un decreto-ley de la UCD. Las elecciones se convierten en una suerte de plebiscito del nombre del líder y de la sigla del partido. La circunscripción provincial reduce al mínimo la representación de los ciudadanos y maximiza el poder del aparato por la designación de los candidatos.

En febrero 1982 se aprobó el reglamento del Congreso que facilita el dominio del Gobierno sobre el Parlamento y limita por completo la iniciativa individual de los diputados. López Santaolalla considera que el reglamento determina “una organización extrema, en el sentido de excesivamente restrictiva, con sacrificio casi completo de las posiciones individuales. Realmente lo que impera es una concepción autoritaria”. El presidente del Congreso podría incluso ser sustituido por un reloj. De ahí el aburrimiento de la presidenta Celia Villalobos que, en vez de seguir el debate y atender las solicitudes de palabra, se entretiene jugando con la tablet al Candy Crush.

Tanto la ley de partidos políticos de 1978 como la nueva ley orgánica de 2002 establecen que “la estructura interna y el funcionamiento de los partidos políticos deberán ser democráticos”. Como la ley no precisa qué entiende por “democracia”, las élites políticas se han dedicado durante los 35 últimos años a reducir los procedimientos de control de los dirigentes y, en muchos casos, a impedir la elección democrática de sus líderes. En el caso del PSOE el debate y la elección del líder en primarias marcan una diferencia positiva en relación al PP, en el que la cooptación y ausencia de debate y control de los órganos de dirección es total.

La justicia en la Constitución está concebida como un tercer poder independiente pero, en la práctica, el Consejo General del Poder Judicial está parlamentarizado. La Constitución creó un nuevo y costoso organismo, el Tribunal Constitucional, cuyos ritmos temporales de diligencia jurisdiccional responden más a la conveniencia del Gobierno de turno que a una protección efectiva de derechos. Lo que debilita más a esta institución es su manifiesta politización y que sus miembros no son vitalicios. Su mandato dura nueve años y se renuevan por tercios cada tres, produciéndose una permanente negociación sobre los nombres de magistrados cercanos a cada partido.

En el Estado de partidos la lucha política se libra secretamente dentro del partido mucho más que en debates abiertos de interés general ante la opinión pública. La financiación anual de los partidos de 120 millones de euros de los contribuyentes y la capacidad de elaborar las listas electorales son la base del poder del aparato. La crisis del Estado de partidos puede tener una salida positiva si se reforma hacia una Monarquía parlamentaria, como establece la Constitución. Si se mantiene el continuismo, “como siempre”, o se produce un ascenso del populismo rupturista, el régimen del 78 tiene el riesgo de pasar pronto a ser historia.



GUILLERMO GORTÁZAR es historiador y abogado. Es militante del PP y fue diputado en la V, VI y VII legislatura. @guigortazar

[Reproducimos por su interés el artículo de Guillermo Gortázar en El diario EL PAÍS del 12-10-2016].

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