Si el Estado fuese una empresa regida por los obvios criterios de optimización de recursos, máxima productividad y justificación de cada euro, sería tal el oprobio que caería sobre sus gestores que deberían cruzar la frontera para no volver nunca.
Uno de los puntos más llamativos en los programas de los dos aspirantes de centro-derecha a la candidatura a la Presidencia de la República Francesa es la supresión a lo largo del próximo quinquenio 2017-2021 de un número sustancial de empleos públicos. La propuesta de François Fillon es reducir la abultada nómina de las Administraciones galas en 500000 puestos, lo que equivale al 10% del volumen de personal actual. Alain Juppé, más prudente, evalúa la disminución recomendable en 250-300000 empleos, la mitad de lo que pretende su competidor. Esta medida, en un país que idolatra el Estado desde que el cardenal Richelieu pusiera en el siglo XVII las bases de un Gobierno centralizado y de una nación política, jurídica y culturalmente homogénea regida desde Paris, ha causado una polémica muy viva y ha cubierto a Fillon de acusaciones de “ultraliberal”, cuando no de calificativos peores que no reproduzco por no herir sensibilidades. Una redimensión a la baja de este nivel representaría un ahorro de unos 25000 millones de euros sólo en sueldos y cotizaciones, que una vez añadidos los restantes gastos que acarrea cada trabajador en el desempeño de sus tareas -consumo de energía, espacio físico, material de oficina, mobiliario, teléfono, desplazamientos…- alcanzaría fácilmente los 30000 millones, cantidad nada despreciable, equivalente a casi el doble del déficit anual de la Seguridad Social española.
Pero los eventuales futuros primeros mandatarios del Hexágono no se han limitado a lanzar estas cifras a voleo, sino que han detallado cómo conseguirían el objetivo fijado cuantificando cada paso y dando un calendario de aplicación. Esencialmente, el proceso consistiría en establecer tasas de reposición inferiores al 100%, tanto a los funcionarios de carrera que se fuesen jubilando como al personal contratado al que se le terminase el período de contratación. También han entrado en el espinoso tema de los sectores a los que se aplicaría la tijera y de la forma de llevar adelante semejante programa respetando la autonomía de las administraciones regional y municipal, así como de otras entidades y organismos que disponen por ley de la capacidad de fijar su propia estructura. Un debate abierto, intenso, técnicamente complejo y políticamente delicado, que ha puesto a la sociedad francesa ante la realidad de un Estado que ha crecido demasiado y que ya no es sostenible. La publicación, por ejemplo, de la evolución del número de empleados públicos a largo de los últimos diez años ha puesto en evidencia que la mayor contribución ha venido de los estratos municipal y regional y no de las instancias centrales. Otra conclusión de los análisis que se han realizado y que la ciudadanía ha podido examinar es que una parte significativa de este crecimiento es de naturaleza “política” y no puede ser atribuido a servicios esenciales como la educación, la sanidad, la defensa o la seguridad.
Si nos vamos ahora a España y comparamos la intensidad y la amplitud de la discusión de un asunto tan crucial en los medios y en las redes en nuestro vecino del Norte con el desinterés con que se ha seguido aquí la labor realizada por la Comisión de Reforma de las Administraciones que, pilotada por la Vicepresidenta del Gobierno, ha intentado a lo largo de la anterior legislatura poner algo de orden en la selva inextricable de nuestra Administración paralela, nos damos cuenta de que la atención de los españoles está por desgracia concentrada en cuestiones banales de nula repercusión en la economía real. También hay que decir que lo único que ha hecho la CORA ha sido eliminar unos pocos entes y fusionar otros cuantos mientras el gasto dedicado al empleo público ha vuelto a superar el existente antes de la crisis.
Cuando sabemos que las pensiones están en inminente peligro, que la I+D+i es precaria, que el paro juvenil sigue, pese a la mejora, en cotas alarmantes, que nuestras fuerzas armadas malviven en la penuria y que la pobreza infantil se sitúa en cifras sonrojantes, no estaría de más que afrontáramos un estudio serio, objetivo, transparente e independiente del tamaño y la eficiencia de nuestro Estado y de las posibilidades de que cumpla sus cometidos de manera más satisfactoria y con un coste inferior al que sufragamos. Pues bien, de eso ningún partido con representación parlamentaria, salvo Ciudadanos con una voz bastante débil, habla ni quiere hablar. Eso sí, todos exigen más recursos, más impuestos y más obligaciones para las arcas públicas.
Si el Estado fuese una empresa regida por los obvios criterios de optimización de recursos, máxima productividad y justificación de cada euro, sería tal el oprobio que caería sobre sus gestores que deberían cruzar la frontera para no volver nunca. Sin embargo, ahí siguen, pontificando y dedicando sus energías a proyectos sin ninguna utilidad como la absurda aventura separatista catalana, que despilfarran el fruto del esfuerzo, el talento y la creatividad de sus votantes. Ojalá la sociedad civil reaccione, adquiera conciencia de este problema fundamental y promueva la clarificación en este terreno que la clase política rehúye irresponsablemente.
ALEJO VIDAL-QUADRAS Vía VOZ PÓPULI
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