El líder de Ciudadanos, Albert Rivera, y el de Podemos, Pablo Iglesias. EFE
Un suponer: imaginemos que en un futuro alguien presenta una querella contra Pablo Iglesias o Albert Rivera por algo que hicieron durante sus vidas anteriores, la profesoral en el primer caso y la bancaria en el segundo. Imaginemos que, aun careciendo las pruebas presentadas por los querellantes de solidez suficiente, un testigo de cargo convenientemente preparado ofrece un testimonio que inclina la balanza en favor de la admisión a trámite de la querella. Imaginemos también que, casualmente, algún medio de comunicación se hace eco de la denuncia ofreciendo a sus fieles lectores todos los detalles de la misma, por supuesto sin haber hecho el menor esfuerzo por contrastar su veracidad. Imaginemos todo eso y pongámonos por último en la piel de un juez más o menos inexperto (o demasiado experto, que también puede ser), y temeroso de que le acusen de no perseguir a los poderosos, y estaremos ante una casi inevitable imputación, ahora llamada investigación. ¿Demasiada imaginación? Me temo que no.
Este y otros esquemas similares, destinados a eliminar a políticos incómodos, se vienen repitiendo, cuando menos, desde que se puso en práctica con todo éxito en 1986, año en el que el entonces presidente de la Junta de Castilla y León, Demetrio Madrid, dimitió de su cargo tras haber sido procesado, en el ámbito de la Justicia laboral, por unas teóricas irregularidades cometidas en una empresa que fuera de su propiedad. Tres años después fue absuelto, pero ya habían destruido su carrera política. Por lo general, han sido los adversarios políticos los encargados de promover este tipo de persecuciones. En ocasiones, abiertamente; lo que llamamos, con ese concepto tan aseado, la “judicialización de la política”. Las más de las veces, a través de personajes interpuestos: léase empresarios locales vinculados al mundo de la construcción y servicios municipales varios que, previamente, han “tocado” a alguien del tribunal de turno y al medio del que, después de un arrebato incontrolable en defensa de la libertad de expresión, se convirtieron en accionistas.
No. Imaginación más bien poca. Lo de Demetrio Madrid, en los entornos municipal y autonómico, ha estado a la orden del día. Cierto que, en comparación con los casos reales de corrupción política, estos otros, que podríamos llamar prefabricados, son muchos menos. Pero más que suficientes, no obstante, para que el daño causado deba ser un factor determinante a la hora de contestar a la pregunta que hoy está en el centro del debate: ¿En qué momento de un procedimiento judicial hay que exigir la renuncia de un responsable político? ¿Cuándo un juez le cita como investigado (anteriormente imputado), o en el instante en el que, finalizada la instrucción, esto es, contrastadas y valoradas suficientemente las pruebas, un tribunal decide su enjuiciamiento y, por tanto, es carne de banquillo?
La sociedad española tiene sobradas razones para desconfiar. Es más, a la vista de ciertos comportamientos, sino ilegales sí colindantes con la indecencia, incluso es justificable cierto afán de revancha. Sin embargo, en el ámbito de la Justicia, los peligros derivados de renunciar a hacer pedagogía, asumiendo planteamientos populares y populistas, son tantos y tan nocivos como la demasiadas veces constatada falta de respuesta contundente de los poderes públicos ante una corrupción que, en determinados períodos y territorios, llegó a ser asfixiante.
La política es una actividad voluntaria, como cualquier otra. Como voluntaria es la aceptación de las exigencias que comporta su ejercicio, mayores que en otras ocupaciones. Pero en ningún país que valore su salud democrática, el catálogo de obligaciones de un diputado o un ministro debiera incluir la renuncia, siquiera parcial, a uno de los principios sagrados en un sistema de libertades: la presunción de inocencia. Y cuando, en casos parecidos al de Demetrio Madrid, se le hace a alguien la vida imposible hasta acabar forzando su renuncia, y dejando vía libre a la ocupación del poder por aquellos que colaboraron activamente en su caída, es la presunción de inocencia la que sufre un daño irreparable (algo que veremos repetirse en un futuro en algunos casos de gran repercusión mediática), al tiempo que se ahuyenta de la política a toda persona sensata y competente que realice una somera evaluación de riesgos y compare las compensaciones que ofrecen la vida pública y la privada en términos económicos y de prestigio social.
Establézcanse todas las cautelas que se quiera, pero si no queremos seguir depreciando el otrora noble ejercicio de la Política, los partidos debieran fijar en la decisión de sentar en el banquillo a un responsable político la “línea roja” a partir de la cual exigir la renuncia al ejercicio de cualquier responsabilidad pública. No antes. Salvo excepciones. O salvo que estemos dispuestos a echarnos definitivamente en manos de un populismo punitivo de vuelo rasante que parte de la presunción de culpabilidad de tirios y troyanos.
AGUSTÍN VALLADOLID Vía VOZ PÓPULI
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