Juan Rosell terminó por explotar este martes con un duro alegato contra el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, ese Savonarola que en los últimos tiempos le ha salido a las empresas españolas, particularmente a las grandes. Dijo Rosell que “el discurso de Montoro con las empresas es más agresivo que el de Podemos”, una frase que, al margen de lo que tiene de provocación pura y dura, encierra no pocas claves con las que describir el territorio inhóspito en que se desenvuelve la actividad empresarial en un país donde el empresario sigue siendo visto como un explotador despiadado por parte no ya de una sociedad cada vez más estatista, más convencida de que el empleo, como los niños, lo trae la cigüeña desde París, sino de unos partidos rendidos a los cantos de sirena del populismo. Claves, también, del fracaso del Gobierno a la hora de ajustar las cuentas públicas, y de las dificultades con las que, a corto plazo, va a tener que enfrentarse la economía para generar riqueza y empleo una vez perdido el viento de cola de los precios del crudo y los tipos de interés.
Las palabras de Rosell, convertido de nuevo en gran jefe de la patronal una vez desaparecido ese invento que fue el CEC, venían a cerrar el ciclo iniciado por el propio titular de Hacienda cuando, el pasado 25 de enero, se arremangó en el Congreso con una soflama contra la laxitud fiscal de la gran empresa. “No se explica que cualquiera de nosotros esté tributando por el IRPF o una pyme esté tributando un 18% y un grupo consolidado esté tributando el 7%” (…) “Cuando llegamos al Gobierno en 2012, el tipo efectivo de los grandes grupos era del 3%, lo que quiere decir que grandes grupos de España pagaban cero” (…) “Estamos hablando de que a los grandes grupos les conviene tributar más porque es que si no, esto de la cohesión social no se sostiene”. Conviene aclarar que la bronca del ministro venía a rubricar, a su vez, una serie de sonoros estacazos fiscales que ha dejado a más de una empresa temblando: el aumento “máximo” de los pagos fraccionados del Impuesto sobre Sociedades (IS) en octubre y su elevación en 4.650 millones en diciembre, de forma retroactiva además.
Semejante lenguaje en boca del ministro de Hacienda de un Gobierno de la derecha, siquiera en teoría, puede resultar peligroso en un país sumido en pleno sarampión izquierdista, en el que la actividad empresarial parece haber retrocedido en términos de valoración publica a tiempos anteriores a la Transición. Rosell refuta la mayor asegurando que “si fuesen ciertos esos porcentajes del 7%, estaríamos tributando por debajo de Irlanda y tendríamos un aluvión continuo y lógico de empresas multinacionales trasladándose a España, lo cual no es el caso”. Pues no. La polémica parece fruto de un error de partida, resultado de la aplicación de dos varas de medir, dos porcentajes, distintas a la hora de calcular la cuantía del impuesto: por un lado, el llamado “Tipo efectivo sobre Base Imponible”; por otro, el denominado “Tipo efectivo sobre Resultado Contable”, cuya utilización arroja aquel escandaloso 7% utilizado por el ministro.
La patronal, y la mayoría de los expertos, cree que el criterio utilizado es incorrecto, porque el IS no se paga sobre resultado contable (cuenta de pérdidas y ganancias), sino sobre la base imponible positiva, por lo que sería más adecuado utilizar el porcentaje del “Tipo efectivo sobre Base Imponible” que recoge la relación entre cuota y base imponible. A su tenor, y de acuerdo con los datos de recaudación de la AEAT para 2015, los grupos consolidados pagaron en 2014 (últimos datos disponibles) un 19,2% de impuesto. La base imponible se calcula aplicando al resultado contable los ajustes extracontables que establece la propia Ley del Impuesto, ajustes que suelen ser más altos en los grupos que en las sociedades individuales. En cuanto a las empresas que integran el Ibex 35, su tipo efectivo ronda el 21% del resultado contable mundial, considerando tanto los resultados obtenidos en los países en los que operan como los impuestos sobre beneficios pagados en el exterior.
A tenor del reciente informe 'EU Taxation Trends 2016' elaborado por Eurostat, la presión fiscal empresarial española en relación con el PIB es del 10,2%, solo ligeramente inferior a la media de la Eurozona, que es del 10,5%, lo que viene a confirmar una presión fiscal a las empresas equiparable a la media europea. De hecho, los ingresos públicos procedentes de las empresas respecto del total, es decir la parte de recaudación tributaria que las empresas aportan al Fisco en España es del 30,4%, mientras que la media de la Eurozona es del 26,2%. En relación al PIB, la recaudación media del IS entre 2007 y 2015 fue del 2,5%, en la media de la UE28, de acuerdo también con Eurostat 2016. Nos supera Suecia (3% del PIB), Holanda (2,7%) e Irlanda (2,7%), países que, con tipos inferiores o equiparables a los españoles, recaudan por encima de la media debido a que disponen de un mayor número de grandes y medianas empresas.
El 0,16% de las empresas pagan el 50% de la recaudación del IS
Conviene puntualizar que en 2014, el 50% de la recaudación del IS lo aportó el 0,16% de las empresas declarantes (2.300 sobre un total de 1.450.000), y que en dicho año solo el 42% de las sociedades declarantes obtuvieron beneficios (frente al 65% de antes de la crisis), lo que provocó que la base imposible consolidada cayera más de un 50% por la acumulación de pérdidas, pasando de 177.514 a 89.728 millones. En paralelo, el número de deducciones aplicadas sobre la misma ha disminuido más de la mitad, lo que explicaría que el tipo efectivo medio liquidado en 2014 fuera del 21,3%, frente al 20% en 2007. En cuanto a los beneficios fiscales del IS, decir que en 2016 ascendieron a 3.841 millones (un 2,8% menos que en 2015), representando apenas el 11,1% del total (34.498 millones), lo que permite afirmar que las exenciones y deducciones que reciben las grandes empresas a cuenta del IS son más bien modestas.
Inevitable resulta recordar que el IS no es el único impuesto que pagan las empresas ni el más elevado. Las cotizaciones empresariales a la Seguridad Social, que en 2015 ascendieron a 85.000 millones, más de un 8% del PIB, suponen un importe mucho mayor que el de Sociedades. Las empresas pagan un tipo de cotización del 31,13%, por un 6,25% del empleado (frente a una media para la UE28 de 22,2% y del 12,5%, respectivamente) y soportan más del 80% del total cotizado a la Seguridad Social, situación que supone un auténtico impuesto a la creación de empleo y que ningún Gobierno osa siquiera mencionar porque ya se sabe que hablar de empresas, no digamos ya comprender su labor y legislar para favorecer su proliferación, resta votos y está socialmente mal visto. Aquellos 85.000 millones fueron, en todo caso, inferiores en un punto de PIB a la media de la UE28, lo que se explica por los elevados niveles de paro, la economía sumergida, el salario medio español y un tejido empresarial poblado de micro y pequeñas empresas (hasta un 99,3% del total).
No parecen ser las empresas, pues, las responsables de las angustias fiscales de un Gobierno necesitado de aumentar los ingresos para tapar las brechas de un gasto público que no deja de crecer. Con la recaudación por IVA e IRPF por debajo de la media de la UE28 (6,5% frente al 7%, en el primer caso, y 7,4% frente al 9,4% del PIB, en el segundo), parece evidente que España necesita acabar de un plumazo con el galimatías en que se ha convertido la legislación tributaria mediante una nueva reforma fiscal dirigida a mejorar el control y la gestión del gasto público y aumentar la eficiencia del sistema fiscal. Una reforma destinada no sólo a garantizar la sostenibilidad del Estado del Bienestar, la tan cacareada equidad social, sino a impulsar el dinamismo y competitividad de la economía española, es decir, a potenciar el crecimiento como la clave del arco que sustenta la paz y la prosperidad colectivas, un debate al que es ajena nuestra clase política y del que nada se ha hablado en los Congresos que este fin de semana Podemos y el PP celebran en Madrid. Explicable en el primer caso, por cuanto la izquierda radical sigue anclada en el reparto de la pobreza que acompaña a sus recetas económica, pero injustificable en un partido de la derecha repentinamente afectado por un extraño frenesí igualitario.
Una ineludible reforma fiscal
Un reciente documento ('Un sistema fiscal para crecer en un entorno global') publicado por el Círculo de Empresarios describe en apenas unos folios las líneas maestras de esa reforma fiscal que “debería tener por objetivo aumentar la efectividad en la recaudación tributaria y situar los ingresos públicos en torno al 40% del PIB en 2020, ello mediante reformas estructurales y con la vista puesta en afianzar el crecimiento y la creación de empleo, garantizando al tiempo la protección y la cohesión social”, esa virtud pública tan exaltada por el ministro Montoro. Además de la reforma integral del sistema fiscal y la lucha contra el fraude y la economía sumergida, el think tank que con buen tino dirige Javier Vega de Seoane alude a la necesidad de “reordenar las potestades tributarias de Estado, CC.AA. y Entidades Locales; mejorar la eficiencia de la Administración Tributaria; fomentar el crecimiento del tamaño medio de la empresa española; simplificar el sistema tributario, y dotarlo de mayor estabilidad, transparencia y seguridad jurídica” frente al zarandeo al que el Ejecutivo lo somete a su particular conveniencia.
Demasiada tarea para un Gobierno ensimismado en la tarea de confundirse en el paisaje de populismo rampante que nos rodea. A falta de confirmación oficial, los ingresos tributarios habrán rondado los 188.000 millones en 2016, el segundo mejor año de la historia, superando en más de 8.500 millones la recaudación de 2006, el tercer mejor ejercicio, y sólo por detrás de 2007, año que, en el pico de la burbuja, fue excepcional. Parece, pues, que no tenemos un problema de ingresos tributarios. Tenemos, sí, un problema de control del gasto que proviene, en gran medida, de las ineficiencias producidas por las duplicidades administrativas, por el Estado y sus 17 Estaditos. Y tenemos también un grave problema de gestión. Porque seguimos gastando lo mismo que en la época del boom, ello a base de aumentar la deuda pública, y seguimos siendo incapaces de controlar el déficit a pesar de llevar ya dos años creciendo por encima del 3%. No hay ninguna visión general y de largo plazo, porque todo consiste en seguir la estela de las encuestas de opinión y la intención de voto. Este sí que sería un buen argumento para celebrar un gran Congreso nacional destinado a diseñar un futuro de prosperidad para los españoles.
JESÚS CACHO Vía VOZ PÓPULI
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