La satisfacción de Rajoy en sus
intervenciones en el Congreso del PP, su interpretación de la solidez y
seguridad que vive España bajo su gobierno, choca con una realidad más profunda,
que la calle sí que advierte, y de la que Podemos o el independentismo
catalán son síntomas espectaculares, pero ni mucho menos los únicos. Se trata de la crisis de las instituciones. Ahora mismo, el caso de Bankia
nos muestra cuan profunda y aguda es. La inculpación de Rato ya
señalaba mucho en esta dirección, pero ahora las imputaciones del
expresidente del Banco de España, Fernández Ordóñez, y la de Segura,
presidente de un organismo regulador vital, la Comisión Nacional del
Mercado de Valores (CNMV), apunta al corazón mismo del Estado.
No es para menos. Los responsables del buen funcionamiento de la banca y
de la bolsa, las dos instituciones centrales de la canalización y
salvaguarda del ahorro y la inversión española, encausados por un gran
escándalo financiero. No es la primera vez. Durante el
periodo de Felipe González hubo más que sobrados casos de crisis
institucional que le llevaron a su derrota política. Se trata, por tanto, de algo que está en el sistema y no una anomalía ocasional.
Lo sucedido con Bankia tiene como principal responsable político a Rodríguez Zapatero, pero esto no excusa a todos los que con carácter secundario intervinieron en el proceso; el más destacado el PP, pero también, en menor medida, CC. OO. y UGT.
Existe un entramado de intereses público – privado- político-empresarial,
que corroe todo el estado y que afecta a la cohesión social, la
confianza política y la eficiencia económica. España estaría dentro del
marco del último análisis que el Banco Mundial ha realizado en Informe sobre el Desarrollo Mundial (la gobernanza y las leyes), que pone de relieve como el desarrollo se ve afectado cuando determinadas élites controlan las instituciones para utilizarlas en beneficio de sus intereses. Se produce entonces la captura del bien común transformado en ganancia de particulares, el clientelismo, las élites extractivas, que
viven, no de su eficiencia, sino de su posición dentro del sistema para
aprovecharse en beneficio propio y en perjuicio de la gran mayoría.
Es un régimen politico que practica la inversión del bien común. En
estas condiciones, es fácil el radicalismo político contra estas
minorías -y de paso, contra muchas más cosas- de Podemos, o la
atribución al estado de todos los males, del independentismo del
“Procès” catalán. Son los síntomas de la enfermedad del Estado que es necesario afrontar.
La prudencia que aduce Rajoy no es tal, porque esta virtud no significa no hacer nada, confundirse con el paisaje, lanzarse a la piscina y salir seco o esperar que amaine. Nada de eso. Prudente es aquel que posee la virtud de elegir el mejor camino para conseguir el fin propuesto. Y en el caso del gobierno, este solo puede ser necesariamente el bien común de España. En estas condiciones, Rajoy es un personaje imprudente hasta la temeridad. Claro que, si el fin es simplemente durar en el poder, es decir, su bien particular, entonces es posible que lo que hace y dice sea lo adecuado, porque después de mí, el Diluvio.
JOSEP MIRÓ i ARDÈVOL Vía FORUM LIBERTAS
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