Los comportamientos mafiosos no solo son achacables a gánsteres y corruptos; muchas veces se ha advertido aquí de que la peor de las corrupciones es la de la propia lucha contra la corrupción
El ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido (i), junto a su antecesor en el cargo, Jorge Fernández Díaz. (EFE)
Informes falsos, grabaciones ilegales, ataques a jueces y fiscales, extorsiones mediáticas, chantajes soterrados, sutiles maniobras de cambios de destino y cínicas recompensas… Esa espuma negra cuando aparece solo significa una cosa, que las alcantarillas del Estado han comenzado a rebosar. Y eso es lo que está ocurriendo en estos días con los episodios constantes que hablan de enfrentamientos entre grupos policiales, de investigaciones que se desploman después de haber ocupado durante meses las portadas de todos los periódicos, del cabreo sordo de muchos jueces y fiscales que se han sentido utilizados o burlados, de informes que no aparecen porque se inventaron o se realizaron al margen de toda legalidad.
Que nadie piense que se trata de casos aislados entre sí, porque forman parte de la misma espuma, la espuma negra de las mafias que operan en los bajos fondos del Estado y que, como el humo, sale por todas las rendijas de puertas y ventanas cuando el incendio se ha descontrolado. Todo se debe agrupar en una misma práctica mafiosa, porque se realiza sin respeto al Estado de derecho, ni a la decencia profesional ni a la transparencia exigida a todo Gobierno. Como una hidra, los tentáculos de esa mafia son tres, la policía, la prensa y el poder. Obviamente, en esos tres sectores, la inmensa mayoría de los actores no solo no tienen nada que ver con esas prácticas, sino que son los primeros interesados en desmontarlas porque les arde el estómago cuando aparecen. La que sigue es solo una hipótesis para tratar de unir en una misma práctica todos los episodios que se van conociendo.
El ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, debió sentir una sacudida eléctrica nada más sentarse en el sillón del despacho. Es posible que tanto el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, como su protectora política, María Dolores de Cospedal, le hubieran advertido de la tarea inmensa que se le encargaba, consistente nada menos que en desmontar toda la cúpula de Interior que dominan las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, fundamentalmente la Policía. Durante el mandato de su predecesor, Jorge Fernández Díaz, todas la alarmas saltaron y el temor del presidente del Gobierno era que, en la compleja legislatura actual, sin mayoría absoluta, le reventara el descontrol de brigadas policiales enfrentadas, el desbarajuste de informes falsos y el escándalo de instrucciones judiciales amañadas.
Fernández Díaz, el hombre que contemplaba su paso por la política como “un magnífico campo para el apostolado, la santificación y el servicio a los demás, el lugar donde Dios quiere que esté”, había dejado el ministerio convertido en una olla podrida a punto de estallar en una sucesión de escándalos, filtraciones y grabaciones que nadie controlaba. Por mucho que le hubieran contado a Zoido, lo que no se podía esperar el ministro es que se burlarían de él nada más llegar. Para que se fuera enterando de lo que había.
A principios de noviembre tomó posesión como ministro y al poco la Policía le sirvió en bandeja una operación policial sobresaliente: en vísperas de la Navidad habían desmantelado a fanáticos del Estado Islámico dispuestos a cometer un atentado terrorista. Zoido estaba exultante. Pero pronto comenzaron a suceder cosas raras. ¿Cómo es que se dijo que los terroristas tenían un kalashnikov y ahora resulta que no aparece? ¿Y las demás pruebas contundentes?
En enero, Zoido admitió la pifia y el juez, Santiago Pedraz, dejó en libertad a los detenidos porque todo se debía a un extraño montaje perpetrado, además, por un confidente de la propia policía. Ni existía kalashnikov ni la más mínima evidencia de que se estuviera preparando un atentado. La primera en la frente, debió pensar Zoido. Después desaparecían informes policiales y pruebas judiciales, lo mismo un 'pen drive' que un kalashnikov. En definitiva, como se temía, todo aquel magma ingobernable podía estallarle en la cara al Gobierno. Las reestructuraciones de la cúpula policial, que ya venían demorándose, no podían esperar más. Es en esa fase en la que salen de Interior dos de los principales apoyos del anterior ministro, el director adjunto operativo del cuerpo, Eugenio Pino, y el jefe de la Unidad Central de Apoyo Operativo, Enrique García Castaño.
Detrás de actuaciones como la de los comisarios sacrificados existe siempre una directriz política o un uso político de la información viciada
El primero, Eugenio Pino, montó la delirante Brigada de Análisis y Revisión de Casos, y García Castaño era el responsable de seguimientos, escuchas y videovigilancias. Entre los dos, en definitiva, guardan los secretos de actuaciones tan deplorables como las escuchas ilegales (la grabación de Fernández Díaz), informes críticos sobre casos ya juzgados que solo podrían utilizarse para desacreditar a jueces y fiscales, los montajes para forzar instrucciones judiciales sin el respaldo probatorio exigible en un Estado de derecho (el caso Pujol) o las investigaciones inventadas que contenían falsas imputaciones contra dirigentes (la cuenta fantasma de Xavier Trías) y contra partidos políticos adversarios (la financiación de Podemos). De forma paralela, se conocen otros episodios oscuros en algunos procedimientos, como el caso del pequeño Nicolás y la trama del chino Gao Ping, en los que aparecen de fondo enfrentamientos internos, enemistades y venganzas entre mandos policiales y agentes secretos del CNI.
Ese es, en teoría, el contenido esquemático de la podredumbre que se ha ido acumulando en el Ministerio del Interior y que, al desbordarse, ha comenzado a rebosar por las alcantarillas. Pero, como se decía al principio, ese magma tiene más responsables que los directos protagonistas. Detrás de actuaciones como la de los comisarios sacrificados existe siempre una directriz política o un uso político de la información viciada. Y, por supuesto, nada de eso sería posible sin la confabulación de periodistas y medios de prensa que se prestan a ese juego sucio.
La mafia y los comportamientos mafiosos no solo son achacables a los gánsteres y a los corruptos; muchas veces se ha advertido aquí de que la peor de las corrupciones es la de la propia lucha contra la corrupción. Esa es la corrupción más dañina de todas, porque afecta a los pilares de un Estado de derecho, las instituciones y la Justicia. Cada cual en su nivel de responsabilidad, debemos tener claro que esa hidra tiene tres cabezas. La obligación democrática de estos días es acabar con esas prácticas y ponerles nombres y apellidos a las cabezas de la hidra.
JAVIER CARABALLO Vía EL CONFIDENCIAL
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