Intento convencerme de que el mundo no cambia, que sólo se transforma despacio, y que hace falta mucho trabajo para avanzar en ello, muy poco a poco. Sin embargo me pregunto muchas veces si no habría que ser más exigente. Ir más deprisa. Ser consciente de que no es justo que se sucedan una generación tras otra esperando siempre una vida mejor que para la gran mayoría de los ciudadanos, no llega. Pero esa reflexión, al mismo tiempo, me recuerda una realidad mucho más preocupante, los cambios bruscos, siempre, a lo largo de la historia, han provocado revoluciones, y con ellas, inevitables muertes, destrucción y dolor y, en definitiva, la interrupción de de ese lento proceso de transformación y progreso de las sociedades.
Las revoluciones siempre han representado un paréntesis en la historia de los pueblos y las civilizaciones. En la evolución de aquellas o de esta Sociedad. Para al final, con la recuperación de la paz, continuar ese camino de progreso trágica y dramáticamente paralizado.
La obsesión de cambiar el mundo, por la fuerza, de las ideas y las armas, ha sido una constante en la historia de la humanidad. En ocasiones fatalmente justificadas, en otras, provocadas por visionarios de cualquier ideología, y en todas, o en una gran mayoría, por la ambición de poder y de sometimiento del hombre. De algún modo, generalmente, a las revoluciones, a esos cambios bruscos, les ha sucedido una contrarrevolución que ha retomado la historia, para finalmente constatar que la injusticia pervive y que seguimos reclamando acabar con ella o, al menos atenuarla exigiendo se adopten cuantas medidas sean necesarias para lograr, poco a poco, cambiar las cosas.
El pensamiento evoluciona y en el Siglo XVIII, surge la idea de vincular progreso y economía. De ligar la evolución de la Sociedad, en general, y del hombre en particular al desarrollo. La humanidad progresará en la medida de la expansión de las fuerzas productivas. Aquél significativo cambio conceptual del progreso, encarnado en la Revolución Francesa, también tuvo su contrarrevolución que de nuevo abrió otro paréntesis que ralentizaría la consolidación del cambio a un “nuevo orden” más justo e igualitario.
Durante el primer tercio del siglo XX toda Europa estaba en crisis. Como diría Antonio Gramsci, líder del viejo comunismo italiano, “lo viejo había muerto y lo nuevo no terminaba de nacer”. Y en lugar de dejar que cada sociedad buscara su salida, en muchos lugares se impuso, a sangre y fuego, una particular versión de lo “nuevo”. Hoy, 80 años después, estoy convencido que todo lo sucedido en Europa, durante aquellos años, no valió la pena. Creo, que hubiéramos llegado al mismo lugar dejando transcurrir en paz la historia.
Hilvano esta reflexión recordando también unas brillantes palabras de la escritora estadounidense Ayn Rand -seudónimo de Alissia Zinovievna Rosenbaum, nacida en Rusia y huída a Estados Unidos tras la revolución de 1917- que decía: “Cuando adviertas que para producir necesitas obtener autorización de quienes no producen nada, cuando compruebas que el dinero fluye hacia quienes no trafican con bienes sino con favores, cuando percibes que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por su trabajo, que las leyes no te protegen contra ellos sino, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra ti, cuando descubres que la corrupción es recompensa y la honradez se convierte en un auto-sacrificio, entonces podrás afirmar, sin temor a equivocarte, que tu sociedad está condenada.”
Reconociendo su acierto, me resisto a acepta que nuestra Sociedad esté condenada. Continúo creyendo en el ser humano, en que nuestra vida puede ser mejor, y que el mundo puede ser más justo. Pero ello, cambiar las cosas, siempre dependerá de nosotros, de todos y cada uno de nosotros. Aunque es evidente que la vida material de muchos ha mejorado en los últimos decenios, todavía estamos muy lejos de conseguir “una vida digna para los hombres de la Tierra”. En palabras del filósofo Ronald Inglehart, “no solo de pan vive el hombre, sobre todo cuando tiene pan en abundancia”.
Y para hacerlo realidad, es imprescindible la recuperación de valores, del pensamiento ético, de la recuperación de la conciencia y del sentido de lo que está bien y de lo que está mal, del espíritu cristiano, de la honradez, del trabajo, de la humildad, de la misericordia y de la fortaleza, y eso es muy difícil en una sociedad en la que muchos, haciendo un uso fraudulento de lo que significa la “libertad”, siguen diciéndonos que las creencias, lo valores, las normas y los sentimientos, son un obstáculo para la convivencia.
VICENTE BENEDITO FRANCÉS Vía VOZ PÓPULI
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