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viernes, 3 de febrero de 2017

EL ORGULLO NACIONALISTA


Resultan, en verdad, estupefacientes las declaraciones de Santiago Vidal, ese senador de Esquerra Republicana que avizora un futuro en el que una Cataluña independiente proveerá de helicópteros a la OTAN (¡pero sólo para misiones humanitarias, oiga, que tampoco es plan que los helicópteros catalanes se pongan a disparar tomahawks!), a la vez que sus Mossos son adiestrados en materia de contraespionaje por un «país extranjero no europeo».
Aquí vuelve a probarse que, como afirmaba Jardiel, la política es la cafeína de los seres débiles; y que, puesto hasta el culo de cafeína, hasta un señor senador puede llegar a incubar los más abracadabrantes delirios de grandeza. Pero no debemos pensar que el senador Vidal sea un loco de remate, sino más bien un hombre muy cuerdo y discreto que sólo cuando habla de la independencia de Cataluña desbarra. Y todo por orgullo, que es lo que hace desbarrar a las madres más sensatas cuando ponderan las virtudes de sus hijos.
En cierta ocasión José María Pemán se declaró «contento, y no orgulloso, de ser español» y una señora exaltada se le encampanó y lo acusó de ser un mal patriota. Entonces Pemán escribió una Tercerita magistral (como todas las suyas) en la que aclaraba a la señora exaltada que el pecado del orgullo era, precisamente, lo que distinguía al patriota del nacionalista. Pues el amor a la patria se muestra con virtudes (sacrificio, abnegación, alegría) y no con pecados. A continuación, Pemán explicaba que santo Tomás había incluido el patriotismo en su tratado sobre la piedad, que es la virtud de reverencia que se profesa a las cosas que consideramos especialmente valiosas y superiores. Y que sería Lutero quien enturbiaría este amor piadoso a la patria tiñéndolo de orgullo, que fue la excusa para que naciesen las malhadadas naciones y los patriotas se convirtiesen en energúmenos que se pusieron a tirarse los trastos a la cabeza los unos a los otros.
«Lutero –afirmaba Pemán– fue el padre de las sectas, pero también el padre de las aduanas y de los pasaportes». Y advertía que la peligrosidad del orgullo nacionalista es «la misma que la del individuo en el liberalismo: el endiosamiento del sujeto autónomo». La fórmula de que cada pueblo se «autodetermine», aunque determine hacer atrocidades, es un liberalismo todavía más peligroso que el anterior. Con los derechos del hombre se hizo una revolución; con los «derechos de las naciones» se podrá provocar una catástrofe tanto mayor cuanto mayores sean la fuerza, escala y volumen del sujeto autónomo.
El nacionalismo es, en efecto, hijo político del libre examen. Si el libre examen, aplicado a la lectura de la Biblia, infundió a los «sujetos autónomos» la ilusión orgullosa y mentecata de estar inspirados por el Espíritu Santo (y, desde entonces, esta tercera persona de la Santísima Trinidad favoreció las exégesis más chorras que uno imaginarse pueda), aplicado a la política desembocó en el nacionalismo, que a la vez que mata nuestra reverencia piadosa hacia la patria nos infunde otra ilusión no menos orgullosa y mentecata, que consiste en creer que nuestra nación es la mejor de todas y en investirla con derechos que no le corresponden. Así, en volandas del orgullo nacionalista, uno puede imaginar al herrero de su aldea fabricando helicópteros para la OTAN, o al guardia municipal de su pueblo codeándose con los agentes del Mossad.
Este senador Vidal, a poco que suba su dosis de cafeína, acabará declarando la guerra nuclear a los Estados Unidos. Sólo nos resta rezar para que la catástrofe sea acorde a la fuerza, escala y volumen del sujeto autónomo.

                                                                      JUAN MANUEL DE PRADA         Vía EL OLIVO 

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