El filósofo gana el Mariano de Cavia con una Tercera en la que recordaba el atentado de las Ramblas de 2017
Gabriel Albiac, entre sus libros, durante la entrevista - MAYA BALANYÁ
Sobre la mesa tiene un ejemplar de los «Heterodoxos» de Menéndez Pelayo (edición BAC), con la que prepara una ponencia veraniega, y los manuscritos de Pascal. Nos permite husmear entre los títulos y nos muestra una edición de «La historia de los judíos» de Flavio Josefo, editada en París durante el periodo Jansenista.
La Tercera de Albiac premiada con el Cavia narra cómo se enteró del atentado de las Ramblas de Barcelona en 2017, mientras hacía turismo por las localizaciones de las películas de John Ford, «algo que había querido hacer desde joven». Allí no había cobertura. En un hotel del parque Yosemite (que en lengua Miwok significa «aquellos que matan») activó el móvil y entraron en cascada los mensajes y las alertas de un mundo en guerra. «El mundo es demasiado diminuto para jugar al escondite con el espanto», dice.
-¿Qué aporta lo literario a ABC?
-El respeto absoluto al texto. Puedes decir al lector: esta es una historia complicada, no voy a engañarle diciéndole buenos y malos, voy a recorrer con usted el laberinto. Voy a tratarle como un adulto que tiene que leer para entender lo que sucede.
-¿La sociedad quiere escuchar eso?
-Naturalmente, no. Un escritor es el que apuesta por construir aquello que no quiere ser visto. Desde Sócrates un filósofo es «el tábano». Para sobarle el lomo ya hay otros. Yo vengo a molestarle, a incomodarle, a obligarle a entender que ciertos modos de simplificar el lenguaje son una aberración moral, porque traen una simplificación del mundo. Y esa simplificación no es nunca inocente. Está al servicio de algo que suele ser muy perverso.
-Hay en su texto un tono elegiaco sobre la civilización. ¿Amenaza ruina?
-Para los escritores de mi edad es duro. Vengo de la generación del 68. Hubo una gran ilusión, en el mismo sentido en el que Renoir la utilizaba en su película: «La gran ilusión» de la guerra caballerosa que dio origen al horror al espanto de la Gran Guerra. En nuestro caso era la transformación gozosa del mundo. El fin de los tiempos sombríos, la fantasía de que habíamos acabar con ese reino de sombras y entraríamos un en un reino de luz. El paso de los años nos ha ido sacando de esa ilusión.
-Pero es que allí les llevó el lenguaje.
-Sí, nos llevó un lenguaje mal construido, el mesianismo, la idea de que la historia es un proceso ascendente al final del cual hay una consumación. Esa fantasía procede de Hegel. A mediados de los años sesenta tuvimos la impresión de estar en un momento de ascenso como ese. Cuando descubrimos que la propia visión de la realidad era un engaño, una fantasmagoría, podíamos intuir que iba a producir lo peor: el encubrimiento del exterminio político en los países del este de Europa, la deriva autodestructiva de mi generación. Quedó claro que todo reposaba sobre nada.
-Bajo el asfalto no estaba la playa.
-Ni playa ni nada. Ese tono elegíaco que percibe en mis artículos viene de ahí. Cuando alguien como yo mira hacia atrás, como el ángel de la historia de Walter Benjamin, solo ve escombros.
-¿No le pasa a cada generación?
-Sí. Imagínate la generación que fue joven al principio de siglo XX, lo que se encontró en los años cuarenta. Si miras hacia atrás y ves que del proyecto de lo mejor salió lo peor; del paraíso, el infierno; del proyecto de la inteligencia, el mayor entontecimiento imaginable, hay dos posibilidades: o te niegas a aceptarlo porque es demasiado duro a cierta edad, o consideras que es el oficio del escritor y más todavía del filósofo y abres los ojos. Y no te detienes en lo agradable o desagradable que haya sido, sino que tratas de entender. Entender algo que se ha desmoronado tiene un componente elegíaco. Pero debes mantener la distancia para que no sea un elemento de distorsión. Unamuno añade: los ojos empañados por las lágrimas no pueden ver ni entender la realidad. No hay que ocultar nada, hay que explicitarlo todo. No ofrecer salvaciones.
-Critica la reacción de muchos tras los atentados. Es una crítica dura, del tipo: ¿qué hiciste de ti mismo?
-Es absolutamente exacto. En la vida de un hombre es la pregunta clave. Es casi complaciente describir un desastre como algo que no tiene que ver contigo, algo externo. Pero el que escribe debe hablar sobre qué se ha destruido de ti en esos momentos, qué ha quedado de ti por el camino. Y en qué eres responsable de que haya sido así. Guicciardini, el amigo de Maquiavelo, dice: que los países y ciudades mueran no tiene nada de extraordinario, lo verdaderamente duro es estar debajo cuando se desmoronan.
-¿Siente España así ahora mismo?
-La descomposición a la que asistimos no es una cosa objetiva y ajena. Es lo que tú eres, la lengua que hablas.
-En sus textos está implícito un viaje ideológico largo. Aún recuerdo su columna en Diario 16 el día que se supo lo de las fosas comunes de la Rumanía de Ceaucescu y usted hizo una renuncia pública de lo que le quedaba de comunista. ¿Qué aporta ese viaje a su escritura de hoy?
-Yo me definí como un comunista muerto. He sido un militante comunista que se sitúa ante la necesidad de entender que todo el sistema de las buenas intenciones acabó engendrando aquella mostruosidad terrible.
-¿Porque se ha hecho el compromiso como un sinónimo de ser de izquierda?
-Es lamentable. El concepto de compromiso es ambiguo. Lo que debe exigirse a un escritor es un compromiso absoluto con el rigor de la escritura. Si esta conclusión no me gusta no le voy a engañar con otra conclusión distinta.
-Y en su caso, ¿la conclusión era la monstruosidad de la que habla?
-Si queremos evitar repetir viejos horrores, hay que entender que no estamos en vísperas de ningún amanecer luminoso, estamos luchando siempre contra las sombras, como nuestros padres y nuestros abuelos. Como harán nuestros nietos. La estructura de la mente humana no es modificable. Solo podemos hacer la apuesta ética de luchar contra el monstruo que existe dentro de nosotros y no crearnos el engaño de que el monstruo es otro, que está fuera, que nosotros somos inmaculados.
-El filósofo baja también a la realidad política. ¿Cómo ve la nuestra?
-El pasaje más conocido de Platón es el relativo a la caverna. Pocos recuerdan el final. Si sacas a uno de los hombres que atados veían las sombras de la caverna para que contemple la realidad a sus espaldas y después de darle ese conocimiento lo vuelves a meter en la caverna para que les cuente a los demás que hay otra realidad... le lincharán, naturalmente.
-Dígamelo en román paladino
-Si uno se pasa la pajolera vida entre libros no hay otro modo de devolver a la ciudad -en su sentido griego- lo que la ciudad te ha dado. Por más que acabe mal para ti, hay que devolverle la posibilidad del análisis preciso de lo que está sucediendo. Eso trato de aplicar, esa norma ética. Detrás de cada momento, aunque parezca el mejor, hay una conglomeración de horrores enmascarados y yo se los voy a exponer. Conviene sospechar.
-¿Qué sospecha del momento actual que vivimos en España?
-Es endemoniado. Todos los ejes y el sistema que funcionaba desde 1978 se ha desmoronado. No hay credibilidad ninguna en el sistema. Aquellos que tienen el deber profesional de afrontar eso y reestructurarlo o han renunciado a ello o son rigurosamente incapaces de hacerlo. La orfandad de los ciudadanía española es extremadamente preocupante.
-¿Y qué recomienda?
-Que lean. ¡Que lean!
-¿Y hablar con el otro? Cada vez es más difícil la interlocución entre adversarios políticos.
-Las identidades cada vez están más cerradas sobre sí mismas. Eso está estudiado por personajes no muy agradables, como Carl Schmitt, el teórico del nacionalsocialismo. Dejó descrito cómo construir una identidad de sumisión: forja un adversario mítico en confrontación con el cual creas una identidad que no existe más que en el acto de la invención del enemigo.
-¿Me está hablando de Cataluña?
-Si lees los artículos de personajes como Torra eso resulta transparente. Es un caso límite, es la caricatura, aunque él se remite más bien a teóricos racistas de finales del XIX. Pero la idea es la misma, la fijación de un enemigo y ellos han construido esa imagen de un enemigo demoniaco que trata de destruirles, y no hace falta que sea verdad. Para ellos es España.
-¿Y qué dicen los libros contra eso?
-Un poeta de 14 años, Rimbaud, dijo «yo soy otro». Hay que tenerlo permanentemente presente. Yo es solo un pronombre. Un sujeto de la frase que despliega funciones.
-¿Cómo ve la situación del periodismo en España?
-Pasa un momento muy muy difícil porque la autonomía económica de la prensa nunca ha sido tan precaria. Hay una tentación de ceder a la trivialización completa del texto y considerar que el periódico no es más que un cebo para tener clics. Buena parte de la prensa digital emplea titulares engañosos sencillamente para eso, o mete insinuaciones complacientes al lector para que haga clic. Esa es la muerte definitiva de la prensa, solo dejará depósitos de acumulación de datos que suplirán lo que un día fueron periódicos. Creo en otra apuesta.
-¿Cuál?
-No hay otra: ofrecer al lector un producto adulto, que no busque complacerlo sino que persiga poner todos los elementos a su disposición para ayudarle a entender. Es duro, implica un enorme trabajo y apostar por un lector que no es el más común. Pero es lo único que puede salvar a la prensa. Lo otro…
-¿Cree que la sociedad es consciente de lo que se juega en la existencia de ese periodismo?
-La española no, pero creo que otras como la estadounidense sí, allí los grandes periódicos han conseguido hacer entender a los lectores que vale la pena hacer una pequeña inversión en textos gracias a los cuales van a tener un enriquecimiento personal que redundará en la mejora de sus vidas. En españa esa batalla se ha dado poco, o se ha abandonado. Y si no se da esa batalla desapareceremos.
JESÚS GARCÍA CALERO Vía ABC Cultural
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