Boris Johnson sigue la estrategia que llevó a Donald Trump a la
Presidencia de los Estados Unidos y ha hecho de las mentiras una
política de Estado
El exministro británico de Exteriores y antiguo alcalde de Londres Boris Johnson.
EFE
El diputado conservador Boris Johnson
recorrió Gran Bretaña con un autobús donde se podía leer algo así como:
“Cada día damos a la Unión Europea 350 millones de libras”. Dado que se
trataba de una información rotundamente falsa fue denunciado y llevado a
los tribunales. La magistrada Anne Rafferty,
con ese desparpajo que suelen usar los jueces para conciliar sus ideas
con las leyes, rechazó seguir adelante con el procedimiento y exclamó
admirada de sí misma, y quizá también de su acendrado sentido del humor
'british': “Nos ha convencido, lo ha logrado y desestimamos la petición
de comparecencia”. La mentira acababa de ser legalizada entre los
monopolistas de la verdad.
El candidato con más posibilidades de ser el próximo
dirigente del Partido Conservador había conseguido, gracias a la
complacencia de los tribunales de Justicia, la hazaña que llevó a Donald Trump a la Presidencia de los Estados Unidos: hacer de las mentiras
una política de Estado. Risible si no fuera por las consecuencias. La
frase tantas veces repetida de que cualquier ciudadano puede llegar a
presidente, es tan ambigua que admite todos los matices, incluso el de
que por más idiota, deslenguado, tramposo y corrupto que seas podrás
aspirar a alcanzar la máxima categoría del primer imperio del mundo.
El Washington Post
tiene abierta una sección dedicada a las mentiras del presidente Trump.
En 828 días de mandato ha acumulado 10.111 falsedades de bulto, lo que
hace una media diaria de 12 falacias. Ni los clásicos de la
manipulación, desde Goebbels y Stalin, hasta nuestros convecinos Franco y Robles Piquer -cuñado de Fraga y encargado del principal gabinete de falsedades durante el viejo régimen- alcanzaron nunca tal nivel de saturación.
La sección de ‘The Washington Post’ dedicada a las mentiras de Trump ha acumulado, en 828 días de mandato, 10.111 falsedades de bulto
Entre
los silencios pactados de manera consensuada en la Transición siempre
tuve la tentación de saber qué se había hecho de los fabricantes de
mentiras. Porque ese es un oficio perenne y quien entra en él y crece a
partir de él no puede luego reciclarse en vendedor de pisos o zapatero.
De entre ellos sólo me viene a la memoria Joaquín Bardavío, empleado a tiempo completo en los servicios de Carrero Blanco,
que luego pasó a escribir manipuladores libritos de historia y al que
nadie nunca preguntó qué mentiras se debían a su avezado talento de
trolero. ¡Y pensar que Richard Nixon tuvo
como apodos los de mentiroso y sucio! Eran otros tiempos y, aunque no le
faltó voluntad, quizá necesitaba una sociedad más complaciente. La
decencia era una categoría y si uno carecía de ella hacía todo por
disimularlo. Exactamente lo contrario que les ocurre a Boris Johnson y a Donald Trump, emparentados algo más que con las mentiras. En el currículo que solemos manejar del hooligan Boris
se ha caído el pequeño detalle de su condición de ciudadano de los
Estados Unidos hasta hace año y medio, que renunció a ella.
De tanto repetirlo al final ya lo damos por caducado. Las fake news
de un presidente descerebrado, pero con clara conciencia de sus
intereses, o la campaña emprendida por Boris Johnson que sigue sus
pasos, oculta toda una red de fábricas de alta tecnología dedicadas a la
producción y divulgación de mentiras. Cualquiera que siga con alguna
atención la nueva guerra fría declarada por EEUU frente a China no acaba
de entender los términos de esta batalla. Menudo dilema para los
orgullosos defensores del liberalismo: el paraíso del libre comercio,
según aseguraban los manuales, pone aranceles a los productos de su
competidor. Primero se dijo que robaban la tecnología y ahora, más
humildes, pero no menos agresivos, que no pueden competir con una
economía impregnada de socialismo estatalista.
Daños colaterales
En esta nueva guerra fría, que cabría denominar con mayor precisión como nueva guerra sucia,
puesto que sucia y mucho fue la otra, se ha llegado a argüir que el
principal accionista de Huawei lleva una vida oculta de antiguo militar
del Ejército Rojo, como si hubiera algún gran emporio norteamericano que
no tuviera en su Consejo de Administración a reputados militares.
Trump, del que imagino no conoce más historias que las de sus hoteles,
ignorará que él y sus alabarderos están repitiendo la agresividad de los
caballeros imperiales del siglo XIX en lo que se llamó guerra del opio. Sólo que esta vez es al revés. Son los chinos los que aspiran a su hegemonía comercial.
Ya nadie en España recordaría esta vieja historia si no fuera por una
antigualla que llevó por título '55 días en Pekín' y que ha quedado como
pasto de cinéfilo con gusto estragado. Se rodó en las afueras de Madrid
y hasta hace muy poco se podían ver los decorados de la Ciudad Imperial
a la vera de una de las salidas de la capital.
Lo
peor de esta pelea entre magnates por hacerse con el mercado, que es lo
único que importa y por lo que se inventaron las guerras desde hace
tantos siglos que se nos pierden en la memoria adulterada con benignidad
gracias a las Helenas de Troya, la nariz de Cleopatra y las amantes de Luis IV.
Lo que importa, digo, y nos condiciona más, es que repetir obviedades
sobre la política de Trump te coloca, para quien contempla la política
en actitud de hooligan, en la fila de los
simpatizantes de China, siguiendo aquel principio hoy tan vigente de que
la primera víctima de una guerra es la verdad.
Lo grave y dramático no son las mentiras, sino que los violentos te aplasten la cara porque tú no perteneces a la parroquia de ‘agresores pacíficos’
Me importa una higa el lugar donde me coloquen los hooligans:
llevo demasiado tiempo viajando solo para inquietarme por las
descalificaciones. Nuestra única conciencia válida en estos tiempos
revueltos -los chinos suelen llamarlos “interesantes”- es que la
libertad está amenazada no por las fake news sino por el esfuerzo de quienes quieren tener el monopolio de las mentiras. Que un puñado de majaderos asentados se crean que Obama
nació en África -gran operación de Trump para alcanzar la Presidencia- o
que los británicos pagan 350 millones de libras cada día a la Unión
Europea, es grave pero no dramático.
Lo grave y dramático es que la gente no tenga la posibilidad de expresarse por temor a las consecuencias. Que te ahoguen el medio de comunicación por el boicot de recursos, que los hooligans
pinten tu casa de amarillo, que te cierren la boca a costa de amenazas,
que los violentos te aplasten la cara porque tú no perteneces a la
parroquia de “agresores pacíficos”. En fin, que las palabras acaben en
una parrafada de mentiras. Nos han metido en una guerra en la que somos daños colaterales. Ni siquiera víctimas, sólo afectados.
GREGORIO MORÁN Vía VOZ PÓPULI
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