La visita del presidente de EEUU a Reino Unido sirvió para presionar a favor del Brexit duro, y es un paso más en ese cambio de sistema político y económico en el que nos hallamos
Donald Trump, este martes en Londres. (EFE)
La visita de Donald Trump a Reino Unido ha levantado, como es
usual en él, mucha agitación y controversia: insultó al alcalde de
Londres con uno de sus calificativos preferidos (“perdedor”), llamó
desagradable a Meghan Markle, menospreció a May, respaldó a Farage como negociador ante la UE y apostó por Boris Johnson
como el siguiente 'premier'. Una vez que hubo hecho todo esto, y para
no olvidar sus hábitos, atacó a la CNN como emblema de las noticias
falsas.
Todas estas cosas llevan a percibir a Trump, al menos en algunos medios y en buena parte de la población europea, como un presidente desatado, lenguaraz hasta lo imprudente, bravucón y dictatorial, cuando no desequilibrado. Casi todas las críticas aluden a sus características personales, y mientras reparamos en su figura, nos olvidamos de sus acciones. Porque puede que Trump esté loco, pero lo cierto es que hay método en su locura. El presidente ha impulsado un cambio profundo en el orden internacional, pero también en las políticas internas de sus aliados, siempre con la intención de cumplir su promesa electoral, 'America First', y no le está yendo mal.
El caso británico es ejemplar. Mientras por aquí se sigue insistiendo en Putin y Rusia, el presidente de EEUU, es decir, del país más importante del mundo, está presionando al Reino Unido para que elija un Brexit duro, ha afirmado que no deberían pagar la compensación prevista a Bruselas, ha propuesto a Farage como negociador ante la UE, ha señalado a uno de los políticos más hostiles con Europa como el 'premier' ideal y ha asegurado que, una vez la UE quede olvidada, el Reino Unido tendrá un tratado bilateral muy provechoso y fantástico con EEUU. En la visita a Londres, por supuesto, se reunió con varias grandes empresas favorables a ese tipo de acuerdo.
Trump,
es decir, EEUU, lleva tiempo apoyando estas posiciones, y no solo con
Reino Unido.
También lo hizo con Francia, cuando le dijo a Macron que con su país podía tener buenas relaciones, pero que si iba de la mano de la UE sería mucho más difícil. Y no se puede entender el crecimiento de algunos partidos de derechas europeos, como el húngaro o el polaco, sin la cercanía ideológica con Trump, ni tampoco el auge de un Salvini sin la vinculación con Bannon. EEUU, y lo ha reiterado su presidente, no desea una UE fuerte porque es un competidor comercial importante, y si por Trump fuera, la debilitaría hasta el punto de fragmentarla.
Esto no suele tomarse en cuenta, pero es nuestra realidad, y forma parte de esa recomposición del orden internacional provocada por la guerra comercial entre EEUU y China. Dado que una potencia emergente amenaza a la hegemónica, esta reacciona para no perder poder e influencia tratando de cortar las vías de crecimiento de la aspirante, y Huawei, el 5G y la lucha por la tecnología serían una fase más de esa pelea. Ese giro en su política exterior también ha llevado a EEUU a intentar reescribir en su beneficio las reglas de la relación con sus viejos socios, y la UE, con Alemania al frente, es uno de los perjudicados. En este contexto debemos entender las tensiones, interiores y exteriores, que hemos vivido últimamente en Europa. Y las que vendrán.
Pero quedarnos en ese plano significaría contemplar únicamente la mitad de la fotografía. El giro de Trump tiene otras consecuencias y es causa de otras necesidades, que generan grandes amenazas para el mundo occidental tal y como lo hemos conocido.
Una experiencia similar tuvo lugar en el siglo XIX, cuando concurrieron factores semejantes, que se están repitiendo de nuevas formas. Era un mundo lleno de tensiones, en que la aristocracia, la burguesía, los campesinos y el proletariado emergente se relacionaban políticamente de maneras muy diversas, hasta que todo acabó resolviéndose en un sistema que ya no tenía que ver con el absolutismo, pero tampoco con la democracia liberal.
El detonante fue el enorme cambio en la producción. En las décadas finales del siglo, como describe Arthur Rosenberg en 'Democracia y socialismo' con gran finura analítica, la industria se concentró, generando una completa revolución dentro de la sociedad burguesa. La producción a gran escala, los cárteles y los trust, el capital bancario que fomentó con todos los medios disponibles los monopolios y el ferrocarril conformaron un nuevo sector productivo, en que las firmas más débiles desaparecieron y un buen número de sectores esenciales quedaron en las manos de una reducida cantidad de empresas. En Estados Unidos se vivió una transformación radical en que un país sustentado por pequeños propietarios a lo largo de regiones muy extensas pasó a estar supeditado a los monopolios, sobre todo del ferrocarril y la energía.
Ese capitalismo concentrado generó nuevas formas políticas. Si los viejos empresarios liberales querían reducir el aparato estatal, deseaban la libre competencia, buscaban proteger la seguridad personal y la de la propiedad frente a los Estados y entendían necesarias la libertad de palabra, de reunión y de asociación, los nuevos capitalistas apostaban por un Estado fuerte que les protegiera de la competencia extranjera mediante los aranceles y que abriera mercados en el exterior gracias a las políticas coloniales. Pero, al mismo tiempo, necesitaban una acción estatal que asegurase la paz interior, conteniendo el descontento, tanto de los trabajadores como de los pequeños propietarios, los campesinos o los empleados de oficios que estaban perdiendo su espacio. En ese ámbito, muchas de las libertades burguesas se vieron restringidas, la competencia desapareció y las instituciones, desde los gobiernos locales hasta la justicia, interpretaron las leyes de un modo mucho más favorable al nuevo orden.
Todo aquello también supuso la creación de nuevas tensiones entre Estados, que pugnaban por tener una mayor influencia en el plano internacional, y de ganar o no perder colonias, el reforzamiento de su potencia militar y la protección de sus empresas dentro y fuera de sus territorios. Conocemos el final.
Lo cierto es que nuestra época tiene muchos puntos en común. La concentración es cada vez mayor, e incluso el entorno liberal, bien representado por 'Financial Times' o 'The Economist', presta mucha atención hacia este giro monopolista. Las empresas pequeñas y medianas tienen mucho más difícil subsistir, y los entornos financieros, incluidos los bancos centrales, han puesto todo el capital necesario en el mercado para que las fusiones y adquisiciones continúen produciéndose a un ritmo elevado. Los modelos de negocio por los que apuestan los grandes fondos, como bien explica Peter Thiel, son los monopolistas. Y, desde luego, la tecnología, que está generando los grandes cambios productivos, como en el pasado, adopta a la perfección la perspectiva del capitalismo concentrado.
Es en este contexto en el que surge Trump, y sus medidas son exactamente las mismas con las que, en el siglo XIX, el capitalismo huyó hacia el imperialismo: proteger su territorio y presionar para abrir mercados extranjeros. Máxime cuando la gran esperanza para conseguir nuevas rentabilidades, gracias a las posibilidades que abren el tratamiento de datos, los servicios en la nube, la inteligencia artificial y la robotización, se centran en lo tecnológico y las empresas de ese sector son o estadounidenses o chinas. Este martes, el presidente ejecutivo de Garrigues aseguraba a 'Expansión' que “Google o Amazon ofrecerán servicios legales en masa” y que las sinergias con ellos pueden ser una estrategia válida. Los bancos, también los de mayor peso, están acogiendo las soluciones que empresas tecnológicas les brindan, y al hacerlo, las dotan de mayor músculo para que su importancia e influencia todavía sea mayor en el futuro, ya que tendrán acceso a los datos. En el Brasil de Bolsonaro, la propuesta es que Amazon se haga cargo del servicio de Correos estatal. La sanidad, como se ha venido tratando en la visita británica de Trump, es otra área de gran crecimiento gracias a las nuevas tecnologías. Uber o Airbnb pueden ganar grandes fortunas si su modelo se impone a los taxis o los hoteles, ya que obtendrán recursos de todo el mundo. Y son solo algunos ejemplos de firmas estadounidenses que pueden beneficiarse del giro de Trump, porque se trata de mercados nuevos. O, mejor dicho, de mercados ya existentes y que gracias a las soluciones tecnológicas podrán pasar a manos de las nuevas compañías.
Esa transición no es pacífica. Para lograr esos objetivos, tienen que cambiar las normas de otros países, especialmente los de Europa, donde la normativa prohíbe muchas de estas prácticas. Y, al mismo tiempo, deben contener las resistencias que una transformación de tal calibre va a producir. La extrema derecha y el populismo de derechas son particularmente útiles para ese objetivo, ya que con el pretexto de combatir la inmigración o a las feministas, pueden forjar sociedades diferentes, más favorables a acoger este nuevo tipo de capitalismo.
En el terreno político, los EEUU de Trump muestran cómo estas transformaciones, al igual que en el siglo XIX, no se construyen de golpe sino a través de pasos sucesivos e insistentes. El Tribunal Supremo está en manos conservadoras, se ha forjado una esfera comunicativa distinta de la tradicional, y muy efectiva, a través de las redes y del WhatsApp, la prensa está cada vez más presionada, hay mayores dificultades para hacer valer los derechos laborales y de los consumidores y la competencia decae. Además, algunos argumentos que funcionaron en el pasado para granjearse la adhesión de parte de las clases populares, como la protección frente a las empresas extranjeras y, por tanto, la conservación de los trabajos, regresan hoy en un doble plano, el de “las fábricas se quedan en EEUU” y el del muro de México, “para que los inmigrantes no se queden con nuestros empleos”.
De modo que quizás estaría bien que comenzásemos a contemplar a Trump más allá del personaje. Porque muchos le desprecian precisamente por sus excesos verbales, critican sus actitudes, y cuanto más lo hacen, menos ven los cambios que está produciendo. Nos dirigimos hacia el fin de la globalización y hacia un sistema económico aún más desigual, pero también hacia el deterioro profundo de las libertades democráticas, al igual que ocurrió en el pasado. Muchos de los partidos de derecha se están haciendo más de derechas y menos liberales, incluida la adopción del nacionalismo, la izquierda tiene escaso peso en Occidente, y el liberalismo tecnocrático y el bohemio parecen soluciones endebles. Y, en ese contexto, la UE sigue pensando en términos alemanes. Estaría bien tomar conciencia del momento político, en lugar de menospreciar a Trump.
ESTEBAN HERNÁNDEZ Vía EL CONFIDENCIAL
Todas estas cosas llevan a percibir a Trump, al menos en algunos medios y en buena parte de la población europea, como un presidente desatado, lenguaraz hasta lo imprudente, bravucón y dictatorial, cuando no desequilibrado. Casi todas las críticas aluden a sus características personales, y mientras reparamos en su figura, nos olvidamos de sus acciones. Porque puede que Trump esté loco, pero lo cierto es que hay método en su locura. El presidente ha impulsado un cambio profundo en el orden internacional, pero también en las políticas internas de sus aliados, siempre con la intención de cumplir su promesa electoral, 'America First', y no le está yendo mal.
Un tratado fantástico
El caso británico es ejemplar. Mientras por aquí se sigue insistiendo en Putin y Rusia, el presidente de EEUU, es decir, del país más importante del mundo, está presionando al Reino Unido para que elija un Brexit duro, ha afirmado que no deberían pagar la compensación prevista a Bruselas, ha propuesto a Farage como negociador ante la UE, ha señalado a uno de los políticos más hostiles con Europa como el 'premier' ideal y ha asegurado que, una vez la UE quede olvidada, el Reino Unido tendrá un tratado bilateral muy provechoso y fantástico con EEUU. En la visita a Londres, por supuesto, se reunió con varias grandes empresas favorables a ese tipo de acuerdo.
No se
puede entender el crecimiento de los partidos de la extrema derecha
europea sin tener en cuenta la cercanía ideológica con Trump
También lo hizo con Francia, cuando le dijo a Macron que con su país podía tener buenas relaciones, pero que si iba de la mano de la UE sería mucho más difícil. Y no se puede entender el crecimiento de algunos partidos de derechas europeos, como el húngaro o el polaco, sin la cercanía ideológica con Trump, ni tampoco el auge de un Salvini sin la vinculación con Bannon. EEUU, y lo ha reiterado su presidente, no desea una UE fuerte porque es un competidor comercial importante, y si por Trump fuera, la debilitaría hasta el punto de fragmentarla.
El nuevo orden
Esto no suele tomarse en cuenta, pero es nuestra realidad, y forma parte de esa recomposición del orden internacional provocada por la guerra comercial entre EEUU y China. Dado que una potencia emergente amenaza a la hegemónica, esta reacciona para no perder poder e influencia tratando de cortar las vías de crecimiento de la aspirante, y Huawei, el 5G y la lucha por la tecnología serían una fase más de esa pelea. Ese giro en su política exterior también ha llevado a EEUU a intentar reescribir en su beneficio las reglas de la relación con sus viejos socios, y la UE, con Alemania al frente, es uno de los perjudicados. En este contexto debemos entender las tensiones, interiores y exteriores, que hemos vivido últimamente en Europa. Y las que vendrán.
Pero quedarnos en ese plano significaría contemplar únicamente la mitad de la fotografía. El giro de Trump tiene otras consecuencias y es causa de otras necesidades, que generan grandes amenazas para el mundo occidental tal y como lo hemos conocido.
Los antecedentes del XIX
Una experiencia similar tuvo lugar en el siglo XIX, cuando concurrieron factores semejantes, que se están repitiendo de nuevas formas. Era un mundo lleno de tensiones, en que la aristocracia, la burguesía, los campesinos y el proletariado emergente se relacionaban políticamente de maneras muy diversas, hasta que todo acabó resolviéndose en un sistema que ya no tenía que ver con el absolutismo, pero tampoco con la democracia liberal.
En
EEUU se vivió una transformación radical: un país sustentado por
pequeños propietarios pasó a estar supeditado a los monopolios
El detonante fue el enorme cambio en la producción. En las décadas finales del siglo, como describe Arthur Rosenberg en 'Democracia y socialismo' con gran finura analítica, la industria se concentró, generando una completa revolución dentro de la sociedad burguesa. La producción a gran escala, los cárteles y los trust, el capital bancario que fomentó con todos los medios disponibles los monopolios y el ferrocarril conformaron un nuevo sector productivo, en que las firmas más débiles desaparecieron y un buen número de sectores esenciales quedaron en las manos de una reducida cantidad de empresas. En Estados Unidos se vivió una transformación radical en que un país sustentado por pequeños propietarios a lo largo de regiones muy extensas pasó a estar supeditado a los monopolios, sobre todo del ferrocarril y la energía.
Adiós a las libertades burguesas
Ese capitalismo concentrado generó nuevas formas políticas. Si los viejos empresarios liberales querían reducir el aparato estatal, deseaban la libre competencia, buscaban proteger la seguridad personal y la de la propiedad frente a los Estados y entendían necesarias la libertad de palabra, de reunión y de asociación, los nuevos capitalistas apostaban por un Estado fuerte que les protegiera de la competencia extranjera mediante los aranceles y que abriera mercados en el exterior gracias a las políticas coloniales. Pero, al mismo tiempo, necesitaban una acción estatal que asegurase la paz interior, conteniendo el descontento, tanto de los trabajadores como de los pequeños propietarios, los campesinos o los empleados de oficios que estaban perdiendo su espacio. En ese ámbito, muchas de las libertades burguesas se vieron restringidas, la competencia desapareció y las instituciones, desde los gobiernos locales hasta la justicia, interpretaron las leyes de un modo mucho más favorable al nuevo orden.
Todo aquello también supuso la creación de nuevas tensiones entre Estados, que pugnaban por tener una mayor influencia en el plano internacional, y de ganar o no perder colonias, el reforzamiento de su potencia militar y la protección de sus empresas dentro y fuera de sus territorios. Conocemos el final.
La
tecnología, que, como en el pasado, está generando los grandes cambios
productivos, es perfecta para el capitalismo concentrado
Lo cierto es que nuestra época tiene muchos puntos en común. La concentración es cada vez mayor, e incluso el entorno liberal, bien representado por 'Financial Times' o 'The Economist', presta mucha atención hacia este giro monopolista. Las empresas pequeñas y medianas tienen mucho más difícil subsistir, y los entornos financieros, incluidos los bancos centrales, han puesto todo el capital necesario en el mercado para que las fusiones y adquisiciones continúen produciéndose a un ritmo elevado. Los modelos de negocio por los que apuestan los grandes fondos, como bien explica Peter Thiel, son los monopolistas. Y, desde luego, la tecnología, que está generando los grandes cambios productivos, como en el pasado, adopta a la perfección la perspectiva del capitalismo concentrado.
El papel de las tecnológicas
Es en este contexto en el que surge Trump, y sus medidas son exactamente las mismas con las que, en el siglo XIX, el capitalismo huyó hacia el imperialismo: proteger su territorio y presionar para abrir mercados extranjeros. Máxime cuando la gran esperanza para conseguir nuevas rentabilidades, gracias a las posibilidades que abren el tratamiento de datos, los servicios en la nube, la inteligencia artificial y la robotización, se centran en lo tecnológico y las empresas de ese sector son o estadounidenses o chinas. Este martes, el presidente ejecutivo de Garrigues aseguraba a 'Expansión' que “Google o Amazon ofrecerán servicios legales en masa” y que las sinergias con ellos pueden ser una estrategia válida. Los bancos, también los de mayor peso, están acogiendo las soluciones que empresas tecnológicas les brindan, y al hacerlo, las dotan de mayor músculo para que su importancia e influencia todavía sea mayor en el futuro, ya que tendrán acceso a los datos. En el Brasil de Bolsonaro, la propuesta es que Amazon se haga cargo del servicio de Correos estatal. La sanidad, como se ha venido tratando en la visita británica de Trump, es otra área de gran crecimiento gracias a las nuevas tecnologías. Uber o Airbnb pueden ganar grandes fortunas si su modelo se impone a los taxis o los hoteles, ya que obtendrán recursos de todo el mundo. Y son solo algunos ejemplos de firmas estadounidenses que pueden beneficiarse del giro de Trump, porque se trata de mercados nuevos. O, mejor dicho, de mercados ya existentes y que gracias a las soluciones tecnológicas podrán pasar a manos de las nuevas compañías.
Hay
un giro notable en los partidos de derechas, que se están haciendo cada
vez más de derechas y menos favorables a la democracia liberal
Esa transición no es pacífica. Para lograr esos objetivos, tienen que cambiar las normas de otros países, especialmente los de Europa, donde la normativa prohíbe muchas de estas prácticas. Y, al mismo tiempo, deben contener las resistencias que una transformación de tal calibre va a producir. La extrema derecha y el populismo de derechas son particularmente útiles para ese objetivo, ya que con el pretexto de combatir la inmigración o a las feministas, pueden forjar sociedades diferentes, más favorables a acoger este nuevo tipo de capitalismo.
Menos risas con Trump
En el terreno político, los EEUU de Trump muestran cómo estas transformaciones, al igual que en el siglo XIX, no se construyen de golpe sino a través de pasos sucesivos e insistentes. El Tribunal Supremo está en manos conservadoras, se ha forjado una esfera comunicativa distinta de la tradicional, y muy efectiva, a través de las redes y del WhatsApp, la prensa está cada vez más presionada, hay mayores dificultades para hacer valer los derechos laborales y de los consumidores y la competencia decae. Además, algunos argumentos que funcionaron en el pasado para granjearse la adhesión de parte de las clases populares, como la protección frente a las empresas extranjeras y, por tanto, la conservación de los trabajos, regresan hoy en un doble plano, el de “las fábricas se quedan en EEUU” y el del muro de México, “para que los inmigrantes no se queden con nuestros empleos”.
De modo que quizás estaría bien que comenzásemos a contemplar a Trump más allá del personaje. Porque muchos le desprecian precisamente por sus excesos verbales, critican sus actitudes, y cuanto más lo hacen, menos ven los cambios que está produciendo. Nos dirigimos hacia el fin de la globalización y hacia un sistema económico aún más desigual, pero también hacia el deterioro profundo de las libertades democráticas, al igual que ocurrió en el pasado. Muchos de los partidos de derecha se están haciendo más de derechas y menos liberales, incluida la adopción del nacionalismo, la izquierda tiene escaso peso en Occidente, y el liberalismo tecnocrático y el bohemio parecen soluciones endebles. Y, en ese contexto, la UE sigue pensando en términos alemanes. Estaría bien tomar conciencia del momento político, en lugar de menospreciar a Trump.
ESTEBAN HERNÁNDEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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