Un pacto nacional PSOE-Ciudadanos, para el gobierno del Estado y el de las Autonomías y Municipios, reconstruiría la confianza en nuestro parlamentarismo y mejoraría el juicio sobre nuestros políticos
/EDUARDO ESTRADA
Uno de los peligros a los que está expuesto el Estado moderno es la vulnerabilidad de los Parlamentos.
Curzio Malaparte
No hace falta leer a Malaparte para entender que existe un variado
catálogo de métodos para emprender un golpe de Estado. El debate
político pervierte con frecuencia el significado de las palabras y otras
formas de rebelarse, como los pronunciamientos o levantamientos
militares, se denominan también así. Pero los golpes de Estado clásicos
son la mayoría de las veces fruto de conspiraciones internas en el seno
del poder constituido, golpes de palacio en ocasiones, y en todo caso
delitos contra ese mismo poder al que se quiere eliminar y suplantar. El
relato de los fiscales sobre el procès catalán en busca de la
República Independiente encaja perfectamente en dicha denominación, al
margen de la calificación penal que merezca la comisión del delito, y no
se entiende la sorpresa o la admiración por el hecho de que en sus
conclusiones la hayan usado literalmente.
El deseo expresado por los socialistas de gobernar en solitario con un equipo monocolor es una temeridad
Que hubo una insurrección popular contra el Estado español alentada
por los representantes del Gobierno de la Generalitat no es algo que
merezca un esfuerzo probatorio. Fue pública y notoria, y muchos de sus
dirigentes han reconocido abiertamente su participación en los hechos,
independientemente de sus restricciones mentales respecto a la
valoración de los mismos. También es sabido que fracasaron en el empeño,
del que no han desistido sin embargo, ni ellos ni muchos de sus
colaboradores. Sus acciones y objetivos cuentan además por el momento
con el apoyo de casi la mitad de los ciudadanos catalanes. De modo que
este es un conflicto que durará años, como tantas veces hemos recordado,
y constituye el problema número uno al que tendrá que enfrentarse el
nuevo Gobierno porque afecta a la estructura del Estado, cuya
supervivencia amenaza. Eso no quiere decir que no existan otras graves
cuestiones relacionadas con la desigualdad social, el crecimiento
económico, el calentamiento global, el porvenir del empleo o los grandes
cambios sociales provocados por la revolución tecnológica. Pero la
estabilidad del nuevo Ejecutivo, la solidez del Parlamento y la
independencia de los tribunales va a seguir siendo desafiada por los
mentores del procès, con lo que la normalidad política no ha de recuperarse en el corto plazo.
Esta debería ser la principal preocupación de los dirigentes que hoy
debaten sobre las alianzas posibles para presentarse a la votación de
investidura o para acomodar mayorías en gobiernos autonómicos y
municipales. Pero a base de tirarse los trastos a la cabeza, nadie es
capaz de abordar serena y abiertamente la cuestión. Después de haber
asistido a dos campañas electorales tan seguidas no debería
sorprendernos el espectáculo de fulanismo, ambiciones desmedidas y
facundia argumentativa que constituye esta nueva fase de consultas y
discusiones sobre el reparto del poder. Todos y cada uno de quienes
aspiran a ejercerlo endosan la responsabilidad de su anhelo a la
voluntad popular, los deseos de sus electores y el servicio literal a
sus promesas, que sabían imposibles de cumplir cuando las hicieron.
Asistimos por lo mismo a un concurso de bravuconadas, del que el
prestigio de los partidos, fundamentales como son para el funcionamiento
del Estado democrático, sale cada día más erosionado.
Los fieles a la Constitución están obligados a establecer un cordón sanitario con quienes aspiran a destruirla
Ideologías aparte y pese al diapasón de las diatribas, la mayoría de
los candidatos que midieron recientemente sus fuerzas han recurrido a
invocar al sentido común como incentivo necesario de sus próximas
decisiones. Aunque por el momento solo sean declaraciones voluntaristas,
aplicar ese criterio sería como agua bendita o bálsamo de Fierabrás
para nuestras calenturas públicas. Se me ocurren por eso algunas
conclusiones que deberían iluminar el significado de los acuerdos
venideros, aunque nada indique que vaya a ser ese el camino a recorrer
por quienes han de hacerlo. En circunstancias tan graves como las que
padecemos, con el Estado amenazado, el creciente desorden internacional y
el cansancio de la ciudadanía, nuestro país necesita un Gobierno
estable y duradero capaz de mantenerse durante toda la legislatura y
ofrecer, o al menos buscar, solución al contencioso catalán en el seno
de nuestra Constitución. Ese Gobierno necesita una mayoría parlamentaria
sólida que lo apoye; dada la composición del Congreso no existe fórmula
mejor que la de un gabinete de coalición. El deseo expresado por los
socialistas de gobernar en solitario con un equipo monocolor es una
temeridad, no beneficia al país ni a su propio partido y solo garantiza
tumbos y retumbos en el devenir inmediato. Pedro Sánchez, como líder de
la fuerza más votada, debe buscar cuanto antes las alianzas que
garanticen a un tiempo la gobernabilidad del país y la consolidación del
Estado democrático emanado del régimen del 78.
Teóricamente no tiene mejor candidato para un pacto así que
Ciudadanos, con los que ya intentó en el pasado alianza semejante. Desde
su fundación este ha sido un partido de indudable adscripción
democrática, lejos de las tentaciones ultramontanas de amplios sectores
del PP, y en cuya nómina inicial figuraban intelectuales de fuste.
Parecía destinado a construir lo que en cierta medida ya es: una
formación liberal demócrata, laica y progresista, alejada del
nacionalcatolicismo de la derecha española y contraria al estatismo
económico de la izquierda. Un partido de las libertades. Su deriva
reciente le ha llevado sin embargo a aceptar sin ambages formar parte
del bloque de la derecha, incluso de la más fanática, y soñar
ingenuamente con liderarlo. La única posibilidad de afirmación futura de
Ciudadanos en el elenco español es garantizar su carácter de centro
reformista. Decisiones recientes, como la de aceptar una vinculación
pasiva con el neofascismo en la Junta de Andalucía, le han perjudicado
ante su electorado potencial, pero sus dirigentes no parecen haber
aprendido la lección.
Tampoco es seguro que los socialistas lo hayan hecho cuando insisten
en gobernar en solitario con solo 123 diputados. Los equilibrios de
algunos de sus líderes, dispuestos a contar con el apoyo parlamentario
de ERC o incluso de Bildu según los casos, solo hablan de su poca fe en
los valores fundamentales de nuestro Estado democrático y de su
indisimulado aprecio por el mando, aunque sea el de un curil municipal.
Los partidos fieles a la Constitución, y deseosos de reformarla, están
obligados a establecer sin género de dudas un cordón sanitario con
quienes a derecha o izquierda aspiran solo a destruirla o a suplantarla.
Apenas nadie, como no sea Manuel Valls, parece haberse percatado
todavía de ello.
Embriagados como están por el clamor de los mítines, el arrullo de
sus militantes, y los oropeles del poder que se tiene o al que se
aspira, no sé hasta qué punto nuestros políticos son conscientes del
deterioro de su imagen a ojos del electorado. Al menos sabrán que todas
las encuestas de opinión les sitúan en niveles deplorables de aprecio y
confianza. No se trata de un juicio sobre sus personas sino sobre sus
actos, y no es tampoco un escenario exclusivo de nuestro país. A decir
verdad, en comparación con algunos de los idiotas que hoy gobiernan el
mundo, el equipo español sale bastante bien parado. Y no me refiero a
que sean idiotas por tontos o cortos de entendimiento, es la segunda
acepción del diccionario de la RAE la que les acomoda: engreídos sin
fundamento para ello. Pero el que los demás sean peores que nosotros, o
el hecho de que la sociedad española haya aprendido a convivir y
desarrollarse al margen del guirigay político, no debe conducirnos al
descuido.
Un pacto nacional PSOE-Ciudadanos, para el gobierno del Estado y el
de las comunidades autónomas y municipios, serviría para reconstruir la
confianza en nuestro parlamentarismo y mejorar el juicio sobre nuestros
políticos. Nada hay desde luego que permita suponer que nuestra
dirigencia se apreste a ello. Pero en situación tan excepcional como la
que vivimos viene bien recordar la lección fundamental que en su día
impartió Curzio Malaparte: “El arte de defender el Estado está regido
por los mismos principios que el arte de conquistarlo”. ¿Por qué no
ponerse a ello cuando el Estado está en peligro?
JUAN LUIS CEBRIÁN Vía EL PAÍS
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