Nadie debiera volver a usar la palabra «eutanasia» con ingenuidad filantrópica
Gabriel Albiac
La
precisión en el uso de las palabras es más que un deber estético y
literario. Es un postulado ético. Porque todo lo que los hombres son lo
son en las palabras: ellas crean y destruyen nuestro mundo; ellas crean y
destruyen nuestras vidas. Lo que hoy llaman fake-news es la
banalización de la mentira en una sociedad que se acuna entre el
analfabetismo y la idiocia moral, su gemela. Las redes son, en este
viciado clima, artefactos homicidas: en lo moral, a diario; en material
literalidad, con cada vez más frecuencia. Saberse impunes hace su
crímenes particularmente odiosos.
La tragedia de una muchacha holandesa de 17 años es en sí misma sobrecogedora. Lo que las redes -y la parte complaciente con esas redes de ciertos medios de prensa- han hecho con esta tragedia va más allá de lo moralmente calificable. Hace diez días ya que la prensa europea da por evidente, cómo la holandesa Noa Pothoven habría sido víctima, con 17 años, de una ley de eutanasia increíblemente despiadada. Hubiera sido sencillo, nada más dar de bruces con tal «noticia», recabar los datos empíricos en Holanda. Pocos lo hicieron. El titular era demasiado atractivo para alterarlo. Y la prensa vive hoy de esos datos vendibles que suministran los «pinchazos» cosechados por una web atractiva.
Restablecida la secuencia de los hechos, por parte de las autoridades holandesas y por parte de la familia a la que arrasó la tragedia, dos puntos quedan establecidos. a) La clínica a la que la joven se dirigió hace dos meses rechazó prestarse a su petición de eutanasia: sencillamente, no cumplía los supuestos de la ley. b) Noa Pockhoven emprendió, en el domicilio de sus padres, un ayuno total hasta la muerte: lo que es lo mismo, consumó un suicidio cuya crueldad resulta espeluznante. Pero un suicidio no es una eutanasia.
Palabras. Sólo palabras. ¿Sólo? Todo son palabras cuando nos asomamos al drama humano. Y hay, ante todo, una palabra que deberíamos tocar con infinitas cautelas: «eutanasia». Porque, pese a la resonancia venerable que finge su etimología griega, «eutanasia» está marcada en nuestro siglo por el uso que hiciera de ella el nazismo alemán en la Aktion T4, desplegada como proyecto eugenésico a partir de 1939, y que produjo unos 300.000 asesinatos de «hombres inferiores». Fue el primer laboratorio de las técnicas de exterminio luego aplicadas en el Holocausto. Después de eso, nadie debiera volver a usar la palabra «eutanasia» con ingenuidad filantrópica.
¿Los griegos? Los griegos aludían a otra cosa; no al dilema que, con el neologismo «eutanasia», Francis Bacon acuña en el año 1605. La muerte libre, de la cual el estoico Epicteto habla, no es sino un último eslabón de la sabiduría: ante la decrepitud terminal, debe el sabio tener presente que existe una «última puerta abierta». Y tomarla o no. «Sin lamentos». Comparar eso con la tragedia de una adolescente a la que no se han dado medios afectivos ni médicos para soportar su hastío, es traspasar la frontera de la blasfemia.
GABRIEL ALBIAC Vía ABC
La tragedia de una muchacha holandesa de 17 años es en sí misma sobrecogedora. Lo que las redes -y la parte complaciente con esas redes de ciertos medios de prensa- han hecho con esta tragedia va más allá de lo moralmente calificable. Hace diez días ya que la prensa europea da por evidente, cómo la holandesa Noa Pothoven habría sido víctima, con 17 años, de una ley de eutanasia increíblemente despiadada. Hubiera sido sencillo, nada más dar de bruces con tal «noticia», recabar los datos empíricos en Holanda. Pocos lo hicieron. El titular era demasiado atractivo para alterarlo. Y la prensa vive hoy de esos datos vendibles que suministran los «pinchazos» cosechados por una web atractiva.
Restablecida la secuencia de los hechos, por parte de las autoridades holandesas y por parte de la familia a la que arrasó la tragedia, dos puntos quedan establecidos. a) La clínica a la que la joven se dirigió hace dos meses rechazó prestarse a su petición de eutanasia: sencillamente, no cumplía los supuestos de la ley. b) Noa Pockhoven emprendió, en el domicilio de sus padres, un ayuno total hasta la muerte: lo que es lo mismo, consumó un suicidio cuya crueldad resulta espeluznante. Pero un suicidio no es una eutanasia.
Palabras. Sólo palabras. ¿Sólo? Todo son palabras cuando nos asomamos al drama humano. Y hay, ante todo, una palabra que deberíamos tocar con infinitas cautelas: «eutanasia». Porque, pese a la resonancia venerable que finge su etimología griega, «eutanasia» está marcada en nuestro siglo por el uso que hiciera de ella el nazismo alemán en la Aktion T4, desplegada como proyecto eugenésico a partir de 1939, y que produjo unos 300.000 asesinatos de «hombres inferiores». Fue el primer laboratorio de las técnicas de exterminio luego aplicadas en el Holocausto. Después de eso, nadie debiera volver a usar la palabra «eutanasia» con ingenuidad filantrópica.
¿Los griegos? Los griegos aludían a otra cosa; no al dilema que, con el neologismo «eutanasia», Francis Bacon acuña en el año 1605. La muerte libre, de la cual el estoico Epicteto habla, no es sino un último eslabón de la sabiduría: ante la decrepitud terminal, debe el sabio tener presente que existe una «última puerta abierta». Y tomarla o no. «Sin lamentos». Comparar eso con la tragedia de una adolescente a la que no se han dado medios afectivos ni médicos para soportar su hastío, es traspasar la frontera de la blasfemia.
GABRIEL ALBIAC Vía ABC
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