¿Quién debe elegir a los alcaldes? Los dirigentes locales o las élites de los partidos, que así invaden la autonomía municipal. La política de alianzas se ha convertido en una almoneda
Main candidates for spanish general election hold their second televised debate in madrid
¿Es legítimo cambiar Aragón por Madrid? ¿O Salamanca por Córdoba? ¿O
Albacete por Santander? Es probable que la primera respuesta sea que sí.
Si la democracia representativa se canaliza a través de los partidos políticos, lo razonable es que sean sus dirigentes quienes establezcan su política de alianzas en función de sus legítimos intereses con el objetivo necesario de garantizar la gobernabilidad.
Lo contrario sería ineficaz y hasta contraproducente, toda vez que la democracia es, precisamente, un espacio de consenso —eso que se ha llamado el contrato social— capaz de articular los diferentes puntos de vista de forma civilizada. Y los gobiernos de coalición o, incluso, los pactos postelectorales tienen la obligación de lograr ese objetivo.
Un
análisis más profundo del significado de esa política de alianzas puede
llevar, sin embargo, a conclusiones distintas. Si los partidos,
mediante sus pactos, deciden quién gobierna en cada territorio, sea un municipio o una comunidad autónoma, de alguna manera se está trasladando la soberanía popular —que se ejerce votando en las urnas— a los partidos políticos, lo cual siembra dudas sobre la verdadera naturaleza de la democracia.
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Es verdad que eso está en la esencia de las democracias representativas, y por eso parece razonable que cuando se elige al presidente del Gobierno —en un sistema parlamentario como es el español— sean los partidos quienes establezcan su política de alianzas. Obviamente, porque España no dispone de un sistema presidencialista, por lo que el jefe del Ejecutivo debe de salir del juego de mayorías y minorías que se produzca en cada momento, como bien saben, por distintos motivos, Rajoy y Sánchez. Esas son las reglas del juego y, cuando hay elecciones generales, todo el mundo es consciente de que, si no hay mayoría absoluta, el presidente del Gobierno saldrá de pactos postelectorales y estará en todo momento sometido a la regla de las mayorías. Parlamentarismo en estado puro.
Ahora bien, cosa distinta es en el caso de las elecciones territoriales, ya sean municipales o autonómicas, cuya esencia es diferente a la de las elecciones generales, como lo demuestran los propios resultados, que a menudo varían de una forma muy significativa en función de quién sea el candidato.
Voto ideológico
Básicamente, porque elegir al alcalde no es lo mismo que elegir presidente del Gobierno o candidato a las europeas, por lo que el voto se adapta a las circunstancias particulares de cada elector y a la realidad de cada territorio. Mientras que las elecciones generales, como se sabe, tienen un carácter más ideológico, las municipales, y, en menor medida, las autonómicas, están fuertemente influidas por la cercanía y por la acción de Gobierno del candidato que se presenta a la reelección.
Los casos más evidentes son los del Kichi González, en Cádiz, y Francisco Guarido, en Zamora, que se han salvado de la quema con extraordinarios resultados pese a los malos resultados de Podemos/IU, lo que indica que el voto municipal tiene unas determinadas características —ahí está el fenómeno Abel Caballero, en Vigo, o Francisco de la Torre, en Málaga— que no se pueden obviar, y que es justamente lo que se hace cuando los partidos, al margen de esas características propias de cada territorio, pactan únicamente por intereses propios, lo que supone, en realidad, un desprecio a la voluntad popular.
Esa manipulación de la democracia más cercana en favor de intereses estatales es especialmente hiriente en un sistema político y electoral como el español, donde la democracia a la hora de elegir a los candidatos es manifiestamente mejorable, como lo demuestra que, aunque la Constitución destierre el mandato imperativo, rara vez el diputado osa votar contra los intereses particulares de la dirección del partido, que no siempre coinciden con los intereses generales.
La élite
El sistema es tan cerrado que una pequeña élite de dirigentes, sobre la base de una presunta fidelidad, elige a quién representará el partido, lo que en la práctica supone un sistema de cooptación que margina los procesos abiertos. ¿O es que Pepu Hernández, a quien no se le conocía militancia política, hubiese sido elegido candidato socialista a la alcaldía de Madrid si no hubiera estado respaldado por Sánchez y por el aparato del PSM?
El desaguisado es todavía mayor si se tiene en cuenta que una de las características del sistema político-institucional que establece la Constitución tiene que ver, precisamente, con la autonomía local respecto de otros poderes. Precisamente, en los mismos términos que las comunidades autónomas respecto de la Administración central. Entre otras razones, y al margen de cuestiones de eficiencia en el ejercicio de las políticas públicas, porque, como sostenía Hanna Arendt, la pluralidad es una de las características esenciales del espacio público.
Sin
pluralidad, ejercida a través de los distintos niveles administrativos,
triunfa el totalitarismo, toda vez que el poder descansaría en unas
solas manos
Sin pluralidad, ejercida a través de los distintos niveles administrativos, triunfa el totalitarismo, toda vez que el poder descansaría en unas solas manos a través del BOE correspondiente. El franquismo, donde el nombre del alcalde emanaba del poder omnímodo del jefe del Estado, es una buena prueba de ello. Y la excesiva concentración de poder en pocas manos no deja de ser una forma de autoritarismo, como bien sabían los padres de la democracia americana cuando pusieron en marcha el sistema de equilibrio de poderes.
Es evidente que no es fácil identificar qué se entiende por autonomía municipal, pero como sostiene la Carta Europea de Autonomía Local —ratificada por España— hay que vincularla al derecho y la capacidad efectiva para "regular y administrar bajo su propia responsabilidad y en beneficio de su población una parte importante de los asuntos públicos". Es decir, la autonomía es un derecho que se liquida cuando el poder interno de los partidos, sus élites, deciden quién es el alcalde por razones de estrategia partidista, lo cual distorsiona el sentido último del voto.
El cambalache
No es que se cuestione el derecho de los concejales a elegir quién será el alcalde, de acuerdo con el juego de mayorías y minorías (también el parlamentarismo tiene su ámbito en el mundo municipal), sino que intereses ajenos al propio territorio —el cambalache de entregar Madrid o Zaragoza por Pamplona o Cáceres— sean los que decidan. Es decir, un desprecio absoluto al sentido del voto municipal, cuya naturaleza, como se ha dicho, es muy distinta al que se ejerce en las generales o, incluso, en las europeas.
Ahora que se ha dejado de hablar de regeneración (como si en el país hubiera cambiado algo más allá de la consolidación de nuevos jugadores políticos), bien harían los partidos en dejar a sus dirigentes locales tomar las decisiones que crean oportunas, lógicamente, siempre que se respeten los principios generales de actuación que emanan de los propios partidos políticos, en lugar de convertir las alcaldías en una almoneda. Aunque lo más razonable es que cuando se ponga en marcha la legislatura —si alguna vez se pone (ha pasado más de un mes y el jefe del Estado no ha iniciado la preceptiva ronda de consultas)— se pusieran a cambiar las leyes para modernizar el sistema de elección de alcaldes.
No lo harán. Precisamente, porque eso sería lo mismo que perder poder, que es lo que pocos están dispuestos a hacer, y menos las élites de los partidos. Es decir, se continúa con la política del pulgar hacia arriba o hacia abajo, como en el célebre cuadro de Jean-Léon Gérôme. Así que dentro de cuatro años se asistirá a la misma subasta de cromos. Te cambio Zaragoza por Pamplona.
CARLOS SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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