Los votantes de Ciudadanos, Podemos y Vox han descubierto que los
dirigentes a los que votaron no eran nuevos; eran viejos con un discurso
oportunista
Iván Espinosa de los Monteros, portavoz de Vox en el Congreso, junto a
Acompañado de la diputada Macarena Olona y el vicesecretario de
Presidencia, Enrique Cabanas
Europa Press
La nueva política, esa que venía a arreglarnos la vida a todos, se ha quedado en un empeño
por ocupar cargos públicos. Lo que debía haber sido un proceso para la
negociación de programas con reformas y estilos distintos entre viejos y nuevos partidos en coaliciones cantadas, en aras a cumplir con el propósito de cambiar las cosas, se ha transformado en un mercadeo de puestos.
Es en ese ámbito, y no en el debate de programas, donde los dos partidos tradicionales, el PSOE y el PP,
tienen las de ganar, como se ha visto en el Ayuntamiento de Madrid.
Saben que si se traslada a la opinión pública la verdad, que los nuevos
quieren ministerios, consejerías y concejalías, quedan totalmente engullidos en ese magma raro que llamamos “establishment”. Los nuevos entran en el juego del reparto y el personalismo, para luego, ya colocados, acordar la letra del programa. Esto deteriora la imagen del nuevo, ese mensajero sensacionalista con vocación de profeta.
Lo sabía Ciudadanos,
y por eso retrasó su participación directa en los gobiernos hasta 2019.
Conocían que la acción de gobierno es un obstáculo para su discurso virtuoso, especialmente cuando se tiene vocación de centro y ha de pactarse a izquierda y derecha. Tiene menos coste electoral si solo se firma un pacto de investidura
que si se asumen responsabilidades. En gran parte este es el origen de
la crisis actual de Cs: pasar de apoyo externo a partícipe gubernamental
con el PSOE y el PP, en todo el mapa español, y pretender que no tenga
coste.
Ahora que el verbo se ha hecho carne, la perspectiva ha cambiado, y la crítica deja de ser el pegamento cuando toca asumir responsabilidades, riesgos y ser consecuente con la palabra dada
Todo iba bien mientras solo se pactaban programas, porque se podía apretar a Cifuentes en Madrid y, a la vez, taparse la nariz con Susana Díaz en Andalucía. En realidad, es la misma actitud de Arrimadas en Cataluña
en 2017: qué buena oposición, pero a la hora de verdad, cuando podría
presentar simbólicamente una investidura y defender una alternativa en
positivo al nacionalismo, hizo aguas.
Así, en el momento que el verbo se ha hecho carne,
la perspectiva ha cambiado. La crítica deja de ser el pegamento de una
formación que se constituyó con fichajes del PP, PSOE, UPyD,
independientes e, incluso, un ex primer ministro francés, cuando toca asumir responsabilidades, riesgos y ser consecuente con la palabra dada. Cs ha pactado con el PSOE en Castilla-La Mancha; a regañadientes, impuesto por Rivera,
en Castilla y León; a empujones en Murcia; y se ha repartido alguna
ciudad, como Palencia y Melilla, en plan multipropiedad. Del mismo modo,
en una vuelta de tuerca, Cs ha preferido una alcaldía independentista en Barcelona a una de Colau, o que el sanchismo se eche en brazos de ERC y Bildu antes que proponer un pacto a su izquierda más inmediata, el PSOE.
Esta
deriva de los nuevos no solo atañe a Ciudadanos. Ese empeño en tener
cargos antes que un acuerdo de un programa renovador es muy señalado en Podemos y Vox. Puede atribuirse a bisoñez, pero no por eso deja de sorprender a los que creyeron en la fidelidad de sus palabras. Me refiero a esos votantes podemitas y voxistas
que se encuentran que, en lugar de hablar de los principios que otros
-léase PSOE y PP respectivamente-, tiraron por la cuneta de la traición,
solo hablan de reparto de cargos. Sí; no eran nuevos, es que eran viejos con un discurso oportunista.
Cuando allá por 2016 Podemos condicionó el ‘gobierno de progreso’ a que le dieran canonjías y señoríos, ministerios sonados y teles públicas, comenzó su fin
Entre 2014 y 2018 irrumpieron con fuerza tres actores políticos con mensajes distintos pero una misma matriz: la denuncia de lo existente, y la imperiosa necesidad de su presencia para arreglar el régimen del 78. Podemos fue el primero porque cayó antes en desgracia el PSOE y contó con una buena ayuda televisiva. Luego se derrumbó el PP de Rajoy por la corrupción y Cataluña, y surgieron Cs y Vox,
envolviéndose en las banderas de la honradez y la defensa de España.
Ambos articularon, decían entonces, los principios que los populares
habían despreciado.
En cuanto Podemos condicionó el “gobierno de progreso”, allá por el 2016, a que le dieran canonjías y señoríos, ministerios sonados y teles públicas, comenzó su fin.
Su electorado, que soñaba con tomar el Palacio de Invierno y
convertirlo en Shangri-La, se fue despertando y desesperando. Ciudadanos
tomó nota, acordó no acceder hasta 2019 y se ha beneficiado, pero Vox sigue el mismo camino que los podemitas.
Los voxistas, o mejor, algunos de sus dirigentes, confundieron una mesa de negociación con un plató de televisión como hicieron Iglesias
y compañía. Han quedado en evidencia exigiendo cargos, presencia, poder
tangible y cobrable, para luego volver al origen del que nunca debieron
salir, ese punto número uno que firmaron con el PP: que no gobierne la
izquierda, que para eso fueron votados.
JORGE VILCHES Vía VOZ PÓPULI
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