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sábado, 3 de diciembre de 2016

CONSIDERACIONES ELEMENTALES PARA UNA REFORMA DE LA LEGISLACIÓN ELECTORAL

                                                                                     Ramón Peralta


El presente artículo plantea una crítica al actual sistema electoral español que incluye una serie de consideraciones esenciales dirigidas a la reforma del mismo. El trabajo parte de la consideración del principio representativo propio de la democracia constitucional hacia una finalidad concreta la de “recuperar las Cortes” como asamblea representativa del pueblo español. La cada vez más extendida crítica al Parlamento español por su déficit representativo, por su deficiente representatividad de los ciudadanos o desconexión con los mismos, es lo que motiva nuestra crítica en todo caso constructiva.

     Fórmula proporcional corregida de listas cerradas y bloqueadas y ausencia de verdadera democracia interna en los principales partidos políticos son los principales elementos que provocan esta deficiente representatividad de los diputados electos. Así, resulta que el jefe del partido es el que decide quien forma parte de la lista electoral cerrada y bloqueada decidiendo él realmente quien puede ser diputado. Los ciudadanos se limitan a sancionar con su voto lo decidido por el jefe del partido que es a quien verdaderamente el diputado debe su elección.

     Porque consideramos que las Cortes deben representar lo más directamente posible a los ciudadanos-electores encuadrados en distritos de pequeñas dimensiones optamos por la promoción de una fórmula electoral mixta con predominio de la representación mayoritaria en distritos uninominales. En un momento de crisis política, de crisis del Estado de partidos, que se traduce en la necesidad de implementar reformas en la estructura político-constitucional del Estado, una de estas reformas, una de la principales, es la reforma electoral.

     Tras analizar en su raíz el concepto de representación política en el ámbito del Estado democrático nos referiremos críticamente al sistema electoral vigente añadiendo luego los cambios necesarios en el mismo para que los ciudadanos podamos tener una verdadera Cámara representativa. Finalmente incorporamos una conclusión práctica que se concreta en una propuesta de distritos uninominales en cuanto unidad representativa de la sociedad. Esta unidad representativa se establece en función de datos objetivos teniendo en cuenta un criterio demográfico junto a las demarcaciones administrativas existentes dificultándose así manipulaciones interesadas en el diseño de los nuevos distritos electorales uninominales.

REPRESENTACIÓN CIUDADANA

     La representación popular-ciudadana es la que constituye el Poder Legislativo, ese poder que la sociedad instala en el Estado para establecer las normas generales que rigen la convivencia social, las leyes, y para controlar la actividad del Poder Ejecutivo. Es el único poder al que se le atribuye la potestad de exigir contribuciones monetarias a los particulares, esto es, la capacidad de limitar, de alguna manera, su renta y propiedad.

     Las Cortes Generales como Parlamento representan políticamente a la sociedad como conjunto de ciudadanos libres e iguales; es manifestación de la soberanía del pueblo como Nación que se verifica a través de un poder constituido con tal finalidad representativa, legisladora y controladora, limitadora del Gobierno.

     El principio representativo surge precisamente de la imposibilidad material de estar todos presentes en la Asamblea Legislativa para participar en la fijación de las normas generales de la sociedad política. El derecho de sufragio como derecho político básico es el que determina concretamente la representación. Este derecho de elegir representantes se identifica con la ciudadanía, se vincula esencialmente a la nacionalidad, hasta el punto de que ciudadano será solo aquel que tenga reconocida la plenitud de los derechos civiles y políticos; es un derecho que se circunscribe genéricamente a los nacionales mayores de edad de una determinada comunidad política. Todos los ciudadanos merecen igual apreciación al Estado, considerados individualmente, y sería injusto que, cuando todos han de obedecer las mismas leyes, no contribuyan a su formación independientemente de su condición socio-económica; y que cuando todos han de estar sometidos a un mismo Poder, no participen de su ejercicio, siempre que sean capaces de desempeñar las funciones que lleva consigo. De aquí la necesidad de la representación del elemento individual en la organización del Estado

     El problema que se plantea respecto del principio representativo, presupuesto esencial de la democracia como forma de gobierno, es el de la fórmula establecida legalmente para deducir a los representantes del pueblo: en el Parlamento se representa esencialmente a los ciudadanos, a los electores de distrito no a los partidos políticos en los que se encuadran, que juegan su papel expresando el pluralismo político latente en la sociedad como cauce o instrumento colectivo para la participación política. Es la democracia representativa. Se trata de la designación expresa y directa del representante por medio de elección. En este punto afirmamos que hay verdadera representación de los ciudadanos-electores cuando estos eligen a sus diputados de distrito por un periodo no superior a cuatro años. No pudiendo estar todos presentes, reunidos un número no excesivos de ciudadanos en un distrito electoral, eligen por el principio la mayoría al diputado “personal”, su representante concreto, el que “está presente” por ellos, defendiendo sus intereses, portavoz de sus demandas, pues esa es la función de representante en la Asamblea Legislativa. Así, cuando se debaten las leyes en su seno el diputado será el portavoz de sus electores, pues habla por ellos, y defenderá, entonces, los criterios por los que resultó electo, el programa por el que fue diputado, enviado a las Cortes. Cuando, por ejemplo, llegue el momento de fijar los tributos o de aprobar leyes que afecten a la seguridad ciudadana, el diputado deberá ajustarse a lo convenido con sus votantes, vinculado esencialmente a sus intereses.

     Tras su elección el diputado será proclamado en su distrito en acto formal presidido por las autoridades existentes en el mismo, incluidos los candidatos derrotados, y al que tendrán libre acceso los ciudadanos avecindados en el mismo. En dicho acto se le tomará declaración solemne en relación al mandato que recibe de los electores y a su consecuente deber de cumplir el compromiso asumido con ellos en defensa de sus derechos e intereses. Representatividad y responsabilidad, pues sin ésta aquélla no es posible.

     Y es que el representante debe mantener con los representados una estrecha relación, pues es la decisión de éstos en el ejercicio de sus derechos políticos, a lo que debe su cargo: el diputante es el “señor” del diputado y no al contrario. Es absurda esa extendida manía contemporánea que descalifica el denominado “mandato imperativo”, que no es otra cosa que mandato representativo, cuando el representante debe ceñirse al mandato de sus electores, pues es a ellos, en esencia, a los que representa, no siendo ello óbice para que, al mismo tiempo, el diputado represente la soberanía nacional en cuanto que su participación determina la aprobación de las leyes como normas generales. La comparación con la ficción jurídica del mandato en el derecho privado es oportuna cuando nos referimos a la naturaleza de la representación en el ámbito político.


     El diputado que no se comporta con lealtad, que incumple su mandato como compromiso con sus electores, se expone a no ser reelegido adquiriendo, entonces, por su propio interés, una responsabilidad; una responsabilidad de la que puede evadirse en otras formula electorales como las de tipo “proporcional” de listas de partido. La garantía definitiva de una verdadera representación, aquella que exige la responsabilidad directa del representante respecto de sus electores, la otorga la posibilidad de revocar el mandato del representante, reprobando de este modo su conducta parlamentaria y procediendo, entonces, a una nueva elección distrital por grava falseamiento o ignorancia de la representación. La revocación del mandato podría tener lugar alcanzada ya la mitad de la Legislatura, verificándose en el caso de que fuera apoyada al menos por la mitad más uno de los electores censados del distrito.

     Solo las candidaturas uninominales de diputados de distrito pueden garantizan más efectivamente la representación de los ciudadanos en el Parlamento, posibilitando, así mismo, el control político del poder. La democracia representativa se complementa adecuadamente con la consulta directa a los ciudadanos en las cuestiones de mayor relevancia para los mismos, de manera que las decisiones legislativas en estas materias principales puedan someterse a referendum vinculante no bastando, en estos casos, la simple decisión adoptada por los diputados.

     En este punto es preferible un sistema de elección con doble vuelta de manera que, en todo caso, el candidato electo del distrito lo sea con el apoyo directo de una mayoría absoluta de los votos emitidos por los electores del distrito. Se evita con ello que el diputado electo lo sea con un bajo porcentaje de apoyos con lo que quedaría excluido el valor representativo de una mayoría de los votos en el distrito como sucede, por ejemplo, en el caso electoral británico ( first past the post ). En el caso electoral español habría que diseñar un nuevo mapa de distritos electorales manteniendo el marco provincial. Cada provincia se subdividiría genéricamente en distritos electorales uninominales a razón de un diputado cada doscientos mil habitantes censados, una subdivisión que atendería a criterios objetivos como son las demarcaciones administrativas existentes: básicamente distritos municipales, municipios y comarcas; una objetividad demográfico-administrativa tendente a limitar la manipulación interesada en la confección de los distritos electorales, el conocido “gerrymandering”. Cada diez años se revisaría el mapa de los distritos electorales pudiéndose introducir modificaciones en el caso de producirse relevantes variaciones demográficas.

     No cabe duda de que la fórmula mayoritaria así descrita favorece la existencia de un sistema bipartidista, esto es, favorece la conformación de dos grandes bloques políticos, generalmente moderados, de alternancia en el poder a la vez que complica el acceso a la asamblea de pequeños grupos políticos más radicales, además de favorecer la gobernabilidad en los regímenes parlamentarios, otorgando, normalmente, una holgada mayoría parlamentaria al partido vencedor en la contienda electoral. La fórmula electoral mayoritaria exige, por tanto, la democracia interna en el seno de esos dos grandes partidos políticos mayoritarios en los que tiende a concentrarse el voto de modo que las distintas sensibilidades o tendencias agrupadas en cada bloque político mayoritario puedan confrontarse internamente a la hora de decidir los candidatos electorales. La democracia interna en los partidos políticos debe ser establecida legalmente como desarrollo de su exigencia constitucional fijándose con claridad la obligatoriedad de celebrarse elecciones primarias en el seno de los partidos, estableciendo el derecho de los militantes a elegir tanto la dirección del partido en los distintos niveles territoriales como los candidatos a ocupar cargos electos.

       El sistema denominado “proporcional”, más crudamente en el caso de las listas cerradas y bloqueadas, cuando no existe democracia interna en los partidos, no es efectivamente representativo de los ciudadanos pues donde hay exclusivamente listas de partido no puede haber verdadera representación, aseveración que consideramos indiscutible. En esta fórmula “proporcional” los electores votan a una pluralidad de representantes por cada distrito, unos candidatos de listas que realmente solo representan la voluntad del partido por cuyas listas resultan electos. Los partidos políticos, financiados por el erario público, lo hagan bien o mal, con esta fórmula esta empíricamente demostrado que, normalmente, salvo desastre electoral, tendrán casi garantizado un porcentaje determinado de los votos populares.

     El sistema proporcional favorece enormemente el descontrol de los diputados electos que efectivamente y ante todo deben su cargo a la dirección del partido político que les incluyó en la lista electoral. La falta de representación del ciudadano resulta evidente, desconociendo casi por completo el elector a sus representantes, confundido aquel respecto de cuáles son sus intereses y quien los defenderá mejor, quedando ignorante de sus intereses objetivos.

     Error fundamental de la fórmula proporcional es considerar al Parlamento simplemente como la asamblea de representación de los partidos políticos, que en esencia son cauces de la participación política de los particulares, cuando tal asamblea debería ser, ante todo, la cámara de representación de los ciudadanos para la defensa de sus intereses objetivos y del pluralismo inherentes a una sociedad abierta. En el supuesto proporcional el diputado ya no es representante de ciudadanos concretos agrupados electoralmente por distritos; la sola representación proporcional difícilmente legitima a la sociedad en la Asamblea Legislativa que deja, entonces, de representarla efectivamente. El voto se convierte en una especie de formalismo ritual que ya no responde a su valor original, la representación del elector, sino que responde al deseo de integrar la voluntad popular en la voluntad política de los partidos vinculados por completo al Estado en cuanto que su financiación depende en buena medida de las arcas publicas, convirtiéndose, entonces, en partidos “estatales”

     En este “Estado de partidos” el principio representativo termina falseándose. Al Parlamento acceden solo los delegados de los partidos, seleccionados por la dirección de los mismos en las listas electorales en función del grado de “afectuosa docilidad” respecto de sus dirigentes y para representar exclusivamente sus intereses.

     Las elecciones se convierten en un plebiscito en favor de tal o cual partido, del jefe de uno u otro partido, con lo que la democracia representativa deviene en plebiscitaria, tergiversándose uno de los presupuestos esencial de la misma: la libertad política de los ciudadanos desaparece en la práctica, reduciéndose a la mera posibilidad de cambiar cada cuatro años de oligarquía partidaria gobernante.

     El diputado ya no es verdadero representante de los ciudadanos; sin ninguna responsabilidad, pues, en relación a sus electores. Se ha convertido en un simple delegado del partido político en el Parlamento, siendo un mero eslabón técnico en la concreción de la voluntad política del partido; su presencia resulta imprescindible para formar la voluntad mayoritaria en el seno del partido, así como, sobre todo, para mantener formalmente la apariencia democrática. Toda la Legislatura podría ser decidida entre los jefes de los dos grupos parlamentarios mayoritarios asistidos o condicionados por los jefes de los otros dos o tres grupos minoritarios casi siempre de orientación ultra-regionalista, ya que todos los demás diputados que forman parte de los grupos parlamentarios obedecerán sin rechistar las instrucciones de sus jefes.

       En los actuales partidos de masas es la dirección del partido la que pretende determinar casi por completo la voluntad de sus “delegados” en la Asamblea Legislativa, situación que se agrava enormemente cuando entra en juego en exclusiva la referida fórmula electoral proporcional, una fórmula que no permite un verdadero gobierno representativo de la sociedad política al no haber representante parlamentario de los electores locales ni tampoco diputado responsable. La “democracia de partidos” sencillamente no tolera la verdadera representación de los ciudadanos por su distrito.

     Cuando en un régimen de tipo parlamentario los partidos se financian por vía estatal y monopolizan los cauces de representación, apoyándose en exclusivas fórmulas proporcionales de listas, tendiendo a la fusión de los poderes Ejecutivo y Legislativo, entonces la democracia reviste la subespecie que denomina “partidocracia”, incluso “cupulocracia” – gobierno exclusivo y excluyente de la cúpula – cuando llega a desaparecer, incluso, hasta la democracia interna en el partido, una democracia interna que, como hemos destacado, debería establecerse por vía legal, exigiéndose la celebración de elecciones internas para la designación de candidatos, con participación directa de todos los militantes por sufragio libre y secreto. En estos regímenes “cupulocráticos”, sin democracia interna, basados en la opacidad y la cooptación, y sin verdadera representación de los ciudadanos por su distrito, las posibilidades del ciudadano-elector, insistimos, quedan reducidas a un mínimo difícilmente tolerable, incluso insultante: relevar a una de las oligarquías partitocráticas contendientes que, sin embargo, pueden continuar usufructuando los privilegios de una oposición institucionalizada y disponiendo de dinero público.



RAMÓN PERALTA es fundador de DiputadodeDistrito.es y profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad Complutense de Madrid 

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