El presente artículo plantea una crítica
al actual sistema electoral español que incluye una serie de
consideraciones esenciales dirigidas a la reforma del mismo. El trabajo
parte de la consideración del principio representativo propio de la
democracia constitucional hacia una finalidad concreta la de “recuperar
las Cortes” como asamblea representativa del pueblo español. La cada vez
más extendida crítica al Parlamento español por su déficit
representativo, por su deficiente representatividad de los ciudadanos o
desconexión con los mismos, es lo que motiva nuestra crítica en todo
caso constructiva.
Fórmula proporcional corregida de
listas cerradas y bloqueadas y ausencia de verdadera democracia interna
en los principales partidos políticos son los principales elementos que
provocan esta deficiente representatividad de los diputados electos.
Así, resulta que el jefe del partido es el que decide quien forma parte
de la lista electoral cerrada y bloqueada decidiendo él realmente quien
puede ser diputado. Los ciudadanos se limitan a sancionar con su voto lo
decidido por el jefe del partido que es a quien verdaderamente el
diputado debe su elección.
Porque consideramos que las Cortes
deben representar lo más directamente posible a los ciudadanos-electores
encuadrados en distritos de pequeñas dimensiones optamos por la
promoción de una fórmula electoral mixta con predominio de la
representación mayoritaria en distritos uninominales. En un momento de
crisis política, de crisis del Estado de partidos, que se traduce en la
necesidad de implementar reformas en la estructura
político-constitucional del Estado, una de estas reformas, una de la
principales, es la reforma electoral.
Tras analizar en su raíz el
concepto de representación política en el ámbito del Estado democrático
nos referiremos críticamente al sistema electoral vigente añadiendo
luego los cambios necesarios en el mismo para que los ciudadanos podamos
tener una verdadera Cámara representativa. Finalmente incorporamos una
conclusión práctica que se concreta en una propuesta de distritos
uninominales en cuanto unidad representativa de la sociedad. Esta unidad
representativa se establece en función de datos objetivos teniendo en
cuenta un criterio demográfico junto a las demarcaciones administrativas
existentes dificultándose así manipulaciones interesadas en el diseño
de los nuevos distritos electorales uninominales.
REPRESENTACIÓN CIUDADANA
La representación popular-ciudadana
es la que constituye el Poder Legislativo, ese poder que la sociedad
instala en el Estado para establecer las normas generales que rigen la
convivencia social, las leyes, y para controlar la actividad del Poder
Ejecutivo. Es el único poder al que se le atribuye la potestad de exigir
contribuciones monetarias a los particulares, esto es, la capacidad de
limitar, de alguna manera, su renta y propiedad.
Las Cortes Generales como
Parlamento representan políticamente a la sociedad como conjunto de
ciudadanos libres e iguales; es manifestación de la soberanía del pueblo
como Nación que se verifica a través de un poder constituido con tal
finalidad representativa, legisladora y controladora, limitadora del
Gobierno.
El principio representativo surge
precisamente de la imposibilidad material de estar todos presentes en la
Asamblea Legislativa para participar en la fijación de las normas
generales de la sociedad política. El derecho de sufragio como derecho
político básico es el que determina concretamente la representación.
Este derecho de elegir representantes se identifica con la ciudadanía,
se vincula esencialmente a la nacionalidad, hasta el punto de que
ciudadano será solo aquel que tenga reconocida la plenitud de los
derechos civiles y políticos; es un derecho que se circunscribe
genéricamente a los nacionales mayores de edad de una determinada
comunidad política. Todos los ciudadanos merecen igual apreciación al
Estado, considerados individualmente, y sería injusto que, cuando todos
han de obedecer las mismas leyes, no contribuyan a su formación
independientemente de su condición socio-económica; y que cuando todos
han de estar sometidos a un mismo Poder, no participen de su ejercicio,
siempre que sean capaces de desempeñar las funciones que lleva consigo.
De aquí la necesidad de la representación del elemento individual en la
organización del Estado
El problema que se plantea respecto
del principio representativo, presupuesto esencial de la democracia
como forma de gobierno, es el de la fórmula establecida legalmente para
deducir a los representantes del pueblo: en el Parlamento se representa
esencialmente a los ciudadanos, a los electores de distrito no a los
partidos políticos en los que se encuadran, que juegan su papel
expresando el pluralismo político latente en la sociedad como cauce o
instrumento colectivo para la participación política. Es la democracia
representativa. Se trata de la designación expresa y directa del
representante por medio de elección. En este punto afirmamos que hay
verdadera representación de los ciudadanos-electores cuando estos eligen
a sus diputados de distrito por un periodo no superior a cuatro años.
No pudiendo estar todos presentes, reunidos un número no excesivos de
ciudadanos en un distrito electoral, eligen por el principio la mayoría
al diputado “personal”, su representante concreto, el que “está
presente” por ellos, defendiendo sus intereses, portavoz de sus
demandas, pues esa es la función de representante en la Asamblea
Legislativa. Así, cuando se debaten las leyes en su seno el diputado
será el portavoz de sus electores, pues habla por ellos, y defenderá,
entonces, los criterios por los que resultó electo, el programa por el
que fue diputado, enviado a las Cortes. Cuando, por ejemplo, llegue el
momento de fijar los tributos o de aprobar leyes que afecten a la
seguridad ciudadana, el diputado deberá ajustarse a lo convenido con sus
votantes, vinculado esencialmente a sus intereses.
Tras su elección el diputado será
proclamado en su distrito en acto formal presidido por las autoridades
existentes en el mismo, incluidos los candidatos derrotados, y al que
tendrán libre acceso los ciudadanos avecindados en el mismo. En dicho
acto se le tomará declaración solemne en relación al mandato que recibe
de los electores y a su consecuente deber de cumplir el compromiso
asumido con ellos en defensa de sus derechos e intereses.
Representatividad y responsabilidad, pues sin ésta aquélla no es
posible.
Y es que el representante debe
mantener con los representados una estrecha relación, pues es la
decisión de éstos en el ejercicio de sus derechos políticos, a lo que
debe su cargo: el diputante es el “señor” del diputado y no al
contrario. Es absurda esa extendida manía contemporánea que descalifica
el denominado “mandato imperativo”, que no es otra cosa que mandato
representativo, cuando el representante debe ceñirse al mandato de sus
electores, pues es a ellos, en esencia, a los que representa, no siendo
ello óbice para que, al mismo tiempo, el diputado represente la
soberanía nacional en cuanto que su participación determina la
aprobación de las leyes como normas generales. La comparación con la
ficción jurídica del mandato en el derecho privado es oportuna cuando
nos referimos a la naturaleza de la representación en el ámbito
político.
El diputado que no se comporta con
lealtad, que incumple su mandato como compromiso con sus electores, se
expone a no ser reelegido adquiriendo, entonces, por su propio interés,
una responsabilidad; una responsabilidad de la que puede evadirse en
otras formula electorales como las de tipo “proporcional” de listas de
partido. La garantía definitiva de una verdadera representación, aquella
que exige la responsabilidad directa del representante respecto de sus
electores, la otorga la posibilidad de revocar el mandato del
representante, reprobando de este modo su conducta parlamentaria y
procediendo, entonces, a una nueva elección distrital por grava
falseamiento o ignorancia de la representación. La revocación del
mandato podría tener lugar alcanzada ya la mitad de la Legislatura,
verificándose en el caso de que fuera apoyada al menos por la mitad más uno de los electores censados del distrito.
Solo las candidaturas uninominales
de diputados de distrito pueden garantizan más efectivamente la
representación de los ciudadanos en el Parlamento, posibilitando, así
mismo, el control político del poder. La democracia representativa se
complementa adecuadamente con la consulta directa a los ciudadanos en
las cuestiones de mayor relevancia para los mismos, de manera que las
decisiones legislativas en estas materias principales puedan someterse a
referendum vinculante no bastando, en estos casos, la simple decisión
adoptada por los diputados.
En este punto es preferible un
sistema de elección con doble vuelta de manera que, en todo caso, el
candidato electo del distrito lo sea con el apoyo directo de una mayoría
absoluta de los votos emitidos por los electores del distrito. Se evita
con ello que el diputado electo lo sea con un bajo porcentaje de apoyos
con lo que quedaría excluido el valor representativo de una mayoría de
los votos en el distrito como sucede, por ejemplo, en el caso electoral
británico ( first past the post ). En el caso electoral español
habría que diseñar un nuevo mapa de distritos electorales manteniendo
el marco provincial. Cada provincia se subdividiría genéricamente en
distritos electorales uninominales a razón de un diputado cada
doscientos mil habitantes censados, una subdivisión que atendería a
criterios objetivos como son las demarcaciones administrativas
existentes: básicamente distritos municipales, municipios y comarcas;
una objetividad demográfico-administrativa tendente a limitar la
manipulación interesada en la confección de los distritos electorales,
el conocido “gerrymandering”. Cada diez años se revisaría el
mapa de los distritos electorales pudiéndose introducir modificaciones
en el caso de producirse relevantes variaciones demográficas.
No cabe duda de que la fórmula
mayoritaria así descrita favorece la existencia de un sistema
bipartidista, esto es, favorece la conformación de dos grandes bloques
políticos, generalmente moderados, de alternancia en el poder a la vez
que complica el acceso a la asamblea de pequeños grupos políticos más
radicales, además de favorecer la gobernabilidad en los regímenes
parlamentarios, otorgando, normalmente, una holgada mayoría
parlamentaria al partido vencedor en la contienda electoral. La fórmula
electoral mayoritaria exige, por tanto, la democracia interna en el seno
de esos dos grandes partidos políticos mayoritarios en los que tiende a
concentrarse el voto de modo que las distintas sensibilidades o
tendencias agrupadas en cada bloque político mayoritario puedan
confrontarse internamente a la hora de decidir los candidatos
electorales. La democracia interna en los partidos políticos debe ser
establecida legalmente como desarrollo de su exigencia constitucional
fijándose con claridad la obligatoriedad de celebrarse elecciones
primarias en el seno de los partidos, estableciendo el derecho de los
militantes a elegir tanto la dirección del partido en los distintos
niveles territoriales como los candidatos a ocupar cargos electos.
El sistema denominado
“proporcional”, más crudamente en el caso de las listas cerradas y
bloqueadas, cuando no existe democracia interna en los partidos, no es
efectivamente representativo de los ciudadanos pues donde hay
exclusivamente listas de partido no puede haber verdadera
representación, aseveración que consideramos indiscutible. En esta
fórmula “proporcional” los electores votan a una pluralidad de
representantes por cada distrito, unos candidatos de listas que
realmente solo representan la voluntad del partido por cuyas listas
resultan electos. Los partidos políticos, financiados por el erario
público, lo hagan bien o mal, con esta fórmula esta empíricamente
demostrado que, normalmente, salvo desastre electoral, tendrán casi
garantizado un porcentaje determinado de los votos populares.
El sistema proporcional favorece
enormemente el descontrol de los diputados electos que efectivamente y
ante todo deben su cargo a la dirección del partido político que les
incluyó en la lista electoral. La falta de representación del ciudadano
resulta evidente, desconociendo casi por completo el elector a sus
representantes, confundido aquel respecto de cuáles son sus intereses y
quien los defenderá mejor, quedando ignorante de sus intereses
objetivos.
Error fundamental de la fórmula
proporcional es considerar al Parlamento simplemente como la asamblea de
representación de los partidos políticos, que en esencia son cauces de
la participación política de los particulares, cuando tal asamblea
debería ser, ante todo, la cámara de representación de los ciudadanos
para la defensa de sus intereses objetivos y del pluralismo inherentes a
una sociedad abierta. En el supuesto proporcional el diputado ya no es
representante de ciudadanos concretos agrupados electoralmente por
distritos; la sola representación proporcional difícilmente legitima a
la sociedad en la Asamblea Legislativa que deja, entonces, de
representarla efectivamente. El voto se convierte en una especie de
formalismo ritual que ya no responde a su valor original, la
representación del elector, sino que responde al deseo de integrar la
voluntad popular en la voluntad política de los partidos vinculados por
completo al Estado en cuanto que su financiación depende en buena medida
de las arcas publicas, convirtiéndose, entonces, en partidos
“estatales”
En este “Estado de partidos” el
principio representativo termina falseándose. Al Parlamento acceden solo
los delegados de los partidos, seleccionados por la dirección de los
mismos en las listas electorales en función del grado de “afectuosa
docilidad” respecto de sus dirigentes y para representar exclusivamente
sus intereses.
Las elecciones se convierten en un
plebiscito en favor de tal o cual partido, del jefe de uno u otro
partido, con lo que la democracia representativa deviene en
plebiscitaria, tergiversándose uno de los presupuestos esencial de la
misma: la libertad política de los ciudadanos desaparece en la práctica,
reduciéndose a la mera posibilidad de cambiar cada cuatro años de
oligarquía partidaria gobernante.
El diputado ya no es verdadero
representante de los ciudadanos; sin ninguna responsabilidad, pues, en
relación a sus electores. Se ha convertido en un simple delegado del
partido político en el Parlamento, siendo un mero eslabón técnico en la
concreción de la voluntad política del partido; su presencia resulta
imprescindible para formar la voluntad mayoritaria en el seno del
partido, así como, sobre todo, para mantener formalmente la apariencia
democrática. Toda la Legislatura podría ser decidida entre los jefes de
los dos grupos parlamentarios mayoritarios asistidos o condicionados por
los jefes de los otros dos o tres grupos minoritarios casi siempre de
orientación ultra-regionalista, ya que todos los demás diputados que
forman parte de los grupos parlamentarios obedecerán sin rechistar las
instrucciones de sus jefes.
En los actuales partidos de masas
es la dirección del partido la que pretende determinar casi por
completo la voluntad de sus “delegados” en la Asamblea Legislativa,
situación que se agrava enormemente cuando entra en juego en exclusiva
la referida fórmula electoral proporcional, una fórmula que no permite
un verdadero gobierno representativo de la sociedad política al no haber
representante parlamentario de los electores locales ni tampoco
diputado responsable. La “democracia de partidos” sencillamente no
tolera la verdadera representación de los ciudadanos por su distrito.
Cuando en un régimen de tipo
parlamentario los partidos se financian por vía estatal y monopolizan
los cauces de representación, apoyándose en exclusivas fórmulas
proporcionales de listas, tendiendo a la fusión de los poderes Ejecutivo
y Legislativo, entonces la democracia reviste la subespecie que
denomina “partidocracia”, incluso “cupulocracia” – gobierno exclusivo y
excluyente de la cúpula – cuando llega a desaparecer, incluso, hasta la
democracia interna en el partido, una democracia interna que, como hemos destacado, debería
establecerse por vía legal, exigiéndose la celebración de elecciones
internas para la designación de candidatos, con participación directa de
todos los militantes por sufragio libre y secreto. En estos regímenes
“cupulocráticos”, sin democracia interna, basados en la opacidad y la
cooptación, y sin verdadera representación de los ciudadanos por su
distrito, las posibilidades del ciudadano-elector, insistimos, quedan
reducidas a un mínimo difícilmente tolerable, incluso insultante:
relevar a una de las oligarquías partitocráticas contendientes que, sin
embargo, pueden continuar usufructuando los privilegios de una oposición
institucionalizada y disponiendo de dinero público.
RAMÓN PERALTA es fundador de
DiputadodeDistrito.es y profesor titular de Derecho Constitucional en la
Universidad Complutense de Madrid
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