“El año 1957 no empezó el primero de enero, empezó el miércoles 9, a las seis de la tarde, en Londres. A esa hora, el primer ministro británico, el niño prodigio de la política internacional, Sir Anthony Eden, el hombre mejor vestido del mundo, abrió la puerta del 10, Downing Street, su residencia oficial, y fue esa la última vez que la abrió en su calidad de primer ministro”.
Así arranca ‘Cuando era feliz e indocumentado’, una pequeña joya literaria de García Márquez que refleja el ocaso de un político llamado a restaurar la gloria del Imperio británico pero que, a consecuencia del desastre de la guerra del Canal de Suez, acabó escribiendo sus memorias.
Albert Rivera no es Anthony Eden. Ni tiene su vasta cultura ni ha estudiado en Eton u Oxford, procede de la clase media, pero los une que durante un tiempo ambos aparecieron ante la opinión pública como protagonistas de la regeneración de un sistema político caduco.
Rivera todavía no ha fracasado. Pero ya se ha encontrado enfrente a su general Nasser, la pinza que le han hecho los viejos partidos: PP y PSOE
A Eden le tocó suceder nada menos que a un Churchill que se dormía embriagado en los consejos de ministros, y a quien solo le preocupaban intelectualmente la guerra fría y las relaciones entre la Unión Soviética y EEUU; mientras que Rivera, cuando irrumpió en la política nacional, tenía por delante convertirse en el líder del centro derecha ante el descrédito del Partido Popular, envenenado por la corrupción política.
Rivera todavía no ha fracasado. Pero ya se ha encontrado enfrente a su general Nasser, que no es otro que la pinza que le han hecho los viejos partidos: PP y PSOE, quienes en apenas tres semanas desde la formación de Gobierno han desbaratado la débil estrategia que diseñó Ciudadanos para toda la legislatura: estar en el Gobierno —mediante la firma de un acuerdo programático con Rajoy— y al mismo tiempo en la oposición, teniendo las manos libres para votar con el resto de partidos lo que considerara oportuno.
Se puede decir, parafraseando a García Márquez, que el año 2017, para Rivera, ha empezado el jueves 1 de diciembre de 2016, el día en que los viejos partidos le comieron la merienda al político barcelonés, a quien alguien debería aconsejarle que se deje formar en historia política.
La alergia de Rivera
Rivera hubiera tenido la oportunidad de convertirse en vicepresidente del Gobierno, pero rehusó a hacerlo por al menos tres motivos.
El primero puede estar justificado. No era fácil ser el número dos de Rajoy y tener que enfrentarse cada semana, como el propio Rivera afirmó, a un nuevo caso de corrupción. El segundo motivo tiene que ver con su alergia a tomar decisiones difíciles que resulten impopulares, lo que le hubiera enfrentado a parte de la opinión pública, lo cual es lo peor que le puede suceder a un político que ha cultivado su imagen a través de los platós de televisión, donde siempre es más rentable criticar que ofrecer soluciones complejas. Y, en tercer lugar, a que confiaba en que el Partido Popular acabaría roto por los malos resultados electorales.
Esto último no ha sucedido. Muy al contrario, Rajoy es ahora quien tiene la sartén por el mango, porque unas nuevas elecciones a partir de mayo llevarían a Ciudadanos al ostracismo. Entre otras cosas porque en tiempos de penurias para las clases medias —donde se alimenta electoralmente C's— al votante lo último que le preocupa es la corrupción, como se ha demostrado con el triunfo de Trump(el presidente más tramposo de la democracia americana) o ponen de relieve todos los días los buenos resultados de los populismos de derecha europeos.
Rajoy es ahora quien tiene la sartén por el mango, porque unas nuevas elecciones a partir de mayo llevarían a Ciudadanos al ostracismo
La corrupción, guste o no, tiene un efecto muy limitado sobre las decisiones de voto. Lo que preocupa al electorado en tiempo de inseguridad económica y con altos niveles de deuda es llegar a fin de mes y tener un empleo digno y razonablemente remunerado.
La corrupción, guste o no, tiene un efecto muy limitado sobre las decisiones de voto. Lo que preocupa al electorado en tiempo de inseguridad económica y con altos niveles de deuda es llegar a fin de mes y tener un empleo digno y razonablemente remunerado.
La alergia de Rivera a tomar decisiones comprometidas ya se manifestó tras las últimas elecciones municipales y autonómicas. Ciudadanos optó por asegurar el respaldo de algunos gobiernos autonómicos de forma transversal (al PSOE en Andalucía y al PP en Madrid), algo que en teoría le evitaba cualquier desgaste político. Las cosas ‘malas’ son del Gobierno de turno y las ‘buenas’ son siempre de la oposición. Así de fácil.
Decisiones difíciles
La estrategia hubiera podido ser útil en un contexto de crisis económica que hubiera obligado al Gobierno a tomar decisiones difíciles, pero es completamente inútil cuando la posición cíclica de la economía española garantiza un crecimiento robusto durante los próximos dos o tres años, lo cual deja a Ciudadanos como un partido aritméticamente irrelevante.
Entre otras cosas porque el nuevo PSOE, tras la defenestración de Pedro Sánchez, ha dado un giro hacia la centralidad y ya no hace ascos a pactar con el PP. Ni siquiera el Partido Nacionalista Vasco (PNV) es ahora ese partido independentista y secesionista que reclama la nación vasca. Ahora, incluso para el PP, el partido de Urkullu es un socio parlamentario de primera fila. Algo que se le negó a Sánchez cuando quiso formar Gobierno.
Hay quien cree que Rivera observó con atención qué le sucedió a Nick Clegg, el líder liberal británico, para no entrar en el Gobierno. Y es muy probable que sea así
Este cambio de escenario político y económico explica el ocaso de Ciudadanos como partido, una formación —como Podemos— que floreció en circunstancias excepcionales que difícilmente volverán. Si Rivera hubiera entrado en el Gobierno podría haber capitalizado el ciclo alcista de la economía española y la limpieza de todos los restos que ha dejado el hedor de la corrupción en el partido conservador.
Se lucha más eficazmente contra la corrupción desde dentro que desde fuera. Incluso, la política de pactos en asuntos tan trascendentales como las pensiones o la política educativa hubiera podido llevar el sello de Rivera. Su visibilidad política estaría asegurada.
No lo ha hecho. Y eso explica que hoy Rivera aparezca como un pollo sin cabeza que unas veces vota con Podemos y otras con el PP, pero sin una estrategia definida, lo que le hace invisible de cara a la opinión pública. O, al menos, le hace aparecer como irrelevante. Y en la medida que se radicalice votando con Pablo Iglesias, irá perdiendo progresivamente su identidad.
Hay quien cree que Albert Rivera observó con atención qué le sucedió a Nick Clegg, el líder liberal británico, para no entrar en el Gobierno. Y es muy probable que sea así.
Como se sabe, Clegg permitió gobernar al conservador Cameron y eso significó su tumba política. Pero se olvida que el sistema electoral británico hacía imposible que Clegg pudiera capitalizar electoralmente su compromiso con la estabilidad política del país y con el Gobierno 'tory'. El sistema mayoritario es incompatible con las terceras vías. El ganador, como en la canción de ABBA, se lo lleva todo. Algo que no sucede en un sistema cuasi proporcional como es el español.
Sin embargo, y aquí está su grandeza, Clegg lo hizo, aunque fuera su haraquiri político. Probablemente, por algo que contó Göran Persson, el ex primer ministro sueco, en una ocasión en una entrevista cuando su país estaba endeudado hasta las orejas.
“Un país que debe una barbaridad de dinero”, sostenía el político sueco, “ni es soberano ni tiene democracia que valga, porque no es dueño de sí mismo”. Y para recortar esa deuda “que nos humillaba”, continuaba, “tenía dos caminos: hacer lo que debía y no ser reelegido o no hacer nada y seguramente tampoco ser reelegido; pero, además, perjudicaba con mi inacción a mi país”. Pues eso.
CARLOS SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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