El discurso político también contiene sus actos fallidos. Heridas involuntariamente señaladas. Indicios que pasan a nuestro lado hasta rozar la desatención. Uno de ellos respira bajo el uso de la palabra “unidad”, muy frecuente en este tiempo. Señal de que las cosas no van bien y posible anuncio de algo más. Liderazgo discutido, sin ir más lejos.
Sánchez, Iglesias y Rivera. Los tres siguieron el mismo guión: primero señalar el riesgo de que las siglas queden partidas, y luego autoproclamarse como los únicos garantes de la unión del partido.
Los tres han empleado el mismo método: primero bloquear el lógico debate político que pedía el resultado de las urnas, y luego imponer la lógica prepolítica del culto al líder y el temor a las represalias desde arriba.
Los tres han recurrido a la misma trampa: jugar con las emociones de sus propios compañeros. Manosear la música de la unidad para someter a sus militantes, a los patriotas de partido, a la letra de la uniformidad y el punto final.
Coinciden en eso, en haber dejado demostrado que el miedo siempre será el último recurso de los que teman dejar el poder. Y les diferencia, eso sí, el grado.
Rivera no ha necesitado volcarse a fondo. Su oposición interna no puede agarrarse a las pasiones que despiertan los excesos en las formas. Además su organización es la más centralizada y eso ayuda. Basta con centralizarla un poquito más.
Proponer por ejemplo que a partir de la Asamblea de febrero, se considere falta muy grave: “La creación o participación en corrientes de opinión que sean contrarias a los intereses del partido en su conjunto". Nueva política. Circule, señora, circule, no debata.
Sánchez sí que se empleó a fondo. Suya fue la intentona de pucherazo en el día de la caída. Una urna de cartón en un pasillo oscuro, sin ningún tipo de control, para forzar a los representantes de todos los militantes a darle barra libre en su pacto de gobierno no confesado con Podemos y los nacionalistas.
Así, a base de violencia y crueldad, se comportó Sánchez; el Secretario General más divisivo y corrosivo que ha conocido la historia del PSOE, el de la unidad, las bases y el pucherazo. ¿Por qué? Por pura banalidad. Eso es lo más triste de todo.
Pasemos al tercer caso, que es donde aguarda la tesis central de este texto. Iglesias dice que su partido está dando la peor imagen que nunca ha dado, a lo mejor tiene algo que ver con que esté imponiendo una Ley mordaza a sus mismos compañeros.
Desde hace un par de meses, comienzo a creer que él se está convirtiendo en el principal problema que tiene la organización morada. Miro la montaña de tics autoritarios que viene acumulando y solo puedo pensar que no debe ser casualidad. De hecho, cada vez tengo más la sensación de que su sectarismo está disecando poco a poco a Podemos.
Y tengo que reconocer que me desagrada. No puedo evitar sentir un rechazo inmediato, automático, cada vez que veo a alguien desenvolviéndose en categorías más cercanas al fundamentalismo que a los principios democráticos elementales.
No soy capaz de mirar hacia otro lado cuando veo que uno señala a otro porque es distinto, que alguien sacraliza a su colectivo y convierte su clan, su religión o su partido en un ente moralmente superior, con el único objetivo de perseguir a quien vive diferente.
No puedo desactivar la alerta que me salta después de haber visto a Iglesias demonizando a Errejón y activando a la inquisición tuitera. Me alarma que Iglesias confunda a su persona con la institución. Y me alarma también que quien discrepa pueda ser tachado, nada más y nada menos, que de traidor al partido.
Si eso pasa ahora, si ya hay virtuales cazas de brujas en la oposición, ¿qué podría pasar con Podemos en el gobierno?, ¿seríamos traidores la patria quienes vemos las cosas de otro modo?
En casa me enseñaron que pensar lo mismo no es pensar, que uno debe estar siempre del lado de los perseguidos, que nadie es infalible y que la unidad de todos no depende de ninguno.
Por eso, aunque no me siento reflejado en las siglas moradas, aunque soy muy consciente de que en un debate político no voy a coincidir con Errejón en la mayoría de las cosas, me sale de una forma casi instintiva la necesidad de tomar partido por él.
Es lo que siento a día de hoy. Y si me veo en la necesidad de decirlo es porque considero que nuestra generación tiene, después de haber recibido el regalo de la paz y la democracia, la responsabilidad de defender la diferencia en esta época que tanto se parece a la década posterior al 'crack' de 1929.
No puedo evitar sentir rechazo, cada vez que veo a alguien desenvolviéndose en categorías más cercanas al fundamentalismo que a los principios democráticos
Vivimos tiempos difíciles, tan difíciles como los que atravesaron nuestros padres y nuestros abuelos, aunque bastante más complejos. Lo peor que podríamos hacer es ceder ante el dogmatismo, callarnos, poner el salvapantallas mental. Las respuestas sencillas y rápidas que lo abarcan todo, las teorías de la conspiración, los juegos de malos y buenos, no van a solucionar ninguna de las preguntas que tenemos que hacernos.
El sectarismo y el fundamentalismo, con todo su estruendo y su potente eficacia como mecanismos de control social, tienen en términos estrictamente humanos mucho menos valor que una simple duda razonable. Humildemente, defiendo que en caso de Torquemada es más constructivo y también más digno sentarse al lado del hereje.
Ahora que los extremismos aprietan, que los creadores (como siempre) las pasan canutas por desafiar lo establecido, y que hasta en los colegios se acosa a los críos que no entran en los estándares, puede que lo más civilizado sea elogiar la herejía en todos sitios. Incluso reivindicarla. Reivindiquemos a quienes ven el paisaje de otra forma y no tienen miedo para contarlo.
Que la unidad sea plural y desinteresada.
Que sea con ellos y con ellas.
Que sea verdadera.
PABLO POMBO Vía EL CONFIDENCIAL
No hay comentarios:
Publicar un comentario