"El mundialismo descuidó a los díscolos silenciosos, sin entender que su prepotencia estaban generando una reacción subterránea entre muchas gentes que se aferran clandestinamente a los vestigios del prohibido sentido común".
Juan Manuel de Prada
Anda el progresismo mundialista llorando
por las esquinas, incapaz de explicarse los sobresaltos últimos que le
han deparado las urnas. Y, en su desconcierto y confusión, han creado un
palabro nuevo, "post-truth" o “posverdad”, con el que
pretenden nombrar “circunstancias en que los hechos objetivos influyen
menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la
emoción y a la creencia personal”. Vemos en esta definición grotesca
cómo el mundialismo confunde “hechos objetivos” con su particular
cosmovisión, que ha logrado imponer sobre las masas cretinizadas
mediante el control de los medios de comunicación y la propaganda
sistémica. Pero que el mundialismo haya logrado apacentar a tal multitud
de cretinos no significa que sus falsos dogmas sean “hechos objetivos”.
La cosmovisión mundialista no es, en realidad, sino una elaboración
delicuescente del “Non Serviam”, cuyo fin último es la negación
de la naturaleza humana; y, para lograr ese fin, el mundialismo enuncia
diversos “dogmas”, que se despliegan al modo de una niebla,
oscureciendo la realidad de las cosas y borrando de las conciencias todo
atisbo de sentido común (que, a fin de cuentas, es una impronta
divina). Para lograr más plenamente este objetivo, el mundialismo ha
establecido la dictadura de lo “políticamente correcto”; y, como último
recurso disuasorio, ha establecido también delitos de opinión en
materias especialmente sensibles (homosexualismo, teorías de género,
etcétera) que intimiden al díscolo. Y, en verdad, la intimidación ha
logrado resultados espectaculares.
Tan espectaculares que el mundialismo ha logrado imponer sus “dogmas”
dementes como si, en efecto, fuesen “hechos objetivos”, tanto entre los
ufanos progres de izquierdas como entre los genuflexos progres de
derechas. Y, ganada la batalla cultural, el mundialismo se ha dormido en
los laureles del triunfo, conformándose con estigmatizar a los díscolos
ruidosos, a los que caracterizó como palurdos sin estudios
universitarios, destripaterrones, carcas nostálgicos de la Edad Media,
etcétera; gentuza, en fin, “deplorable” (la bruja Hilaria dixit)
que poco a poco se irá extinguiendo. En cambio, el mundialismo descuidó
a los díscolos silenciosos, sin entender que su prepotencia estaban
generando una reacción subterránea entre muchas gentes que callan por
temor a ser estigmatizadas, pero que no están
dispuestas a comulgar con las ruedas de molino de la llamada “opinión
pública”, que se mantienen leales a una verdad hostigada y perseguida,
que se aferran clandestinamente a los vestigios del prohibido sentido
común. Gentes hartas de libertades excéntricas que añoran cosas tan
sencillas y elementales como formar una familia, educar a sus hijos sin
perversas colonizaciones ideológicas o alcanzar una paz fundada en la
justicia.
Y estas gentes que callan, por prudencia o cobardía, ante el matonismo
de la propaganda sistémica, que fingen adherirse a los falsos “dogmas”
impuestos a través de leyes inicuas, que se refugian mohínas en sus
casas cuando suenan las fanfarrias orgullosas del mundialismo, todavía
no se atreven a salir del armario; pero ya se atreven a expresar su
queja ante una urna. No responden a “llamamientos a la emoción y a la
creencia personal”, como pretende el palabro progre, sino al llamamiento
de la naturaleza y del sentido común, que el mundialismo ha pretendido
en vano borrar de sus conciencias. Son hombres y mujeres corrientes que
se resisten a entregar su alma y a dimitir de su raciocinio; son
portadores de una “preverdad” que es la única esperanza que le resta a
este podrido mundo.
JUAN MANUEL DE PRADA
Artículo publicado en ABC el 21 de noviembre de 2016.
No hay comentarios:
Publicar un comentario