Julio de 2013. Esteban González Pons, por aquel entonces vicesecretario de Estudios y Programas del Partido Popular, dijo que la aplicación de la conocida como “Declaración de Granada” -el penúltimo intento serio del PSOE de zanjar el debate federal con sus primos catalanes- habría supuesto la “supresión de la solidaridad interterritorial”. Hoy, tres años después de aquellas declaraciones de carril, desde Moncloa se prepara a la parroquia para que asuma sin mayores tiranteces un cambio de itinerario tan drástico como inevitable: “Con el PSOE de la ‘Declaración de Granada’ podemos entendernos”, le han soplado fuentes monclovitas a nuestros colegas del ABC. “Este texto -han añadido- sirve de puente para el diálogo, y nosotros podríamos suscribir sin problema más del 90 por ciento del fondo del documento”. O sea, que de aquel “España se rompe” hemos pasado, en el tránsito de la mayoría absoluta al cargante ejercicio de construir consensos, a buscar soluciones, por primera vez parece que en serio, a un problema, el problema, que hemos dejado crecer con inusitada torpeza, y a digerir a toda prisa otra evidencia: la necesidad de actualizar la Constitución del 78.
En aquella declaración granadina, que lleva por título “Un nuevo pacto territorial: la España de todos”, se plantea una reforma de la Carta Magna para, entre otros propósitos, “clarificar y delimitar definitivamente la distribución de las competencias, de las responsabilidades y de las obligaciones del Estado y de las CCAA. Para acabar con la confusión actual, que genera toda clase de conflictos”. Los socialistas no se atrevieron a ir más por lo derecho, aclarando que esa “distribución” no tenía por qué ser homogénea, ni a plantear abiertamente el fin del café para todos, aunque sí incluyeron en el texto, la necesidad de “incorporar los hechos diferenciales y las singularidades políticas, institucionales, territoriales y lingüísticas que son expresión de nuestra diversidad”.
Cartas marcadas
En Granada quedó pendiente lo que seguirá estando pendiente: el acuerdo sobre la consideración política y el rango democrático del llamado derecho a decidir. Pero una vez asumido por el Gobierno como racional punto de partida aquel acuerdo sellado por los barones socialistas, la “fórmula Rubalcaba”, y solventado en poco más de una hora por parte de la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría el supuesto conflicto irresoluble que planteaban las 46 peticiones que Carles Puigdemont trasladó a Mariano Rajoy en abril, la habilidad debiera consistir en volver a la casilla de salida, solo que esta vez no desde la debilidad de una mayoría absoluta aislante, por contradictorio que suene, sino a partir de la fortaleza a la que debiera conducir un amplio acuerdo de todos los partidos involucrados.
No va a ser fácil mantener la cabeza fría ni la racionalidad con quienes reclaman el cumplimiento de la ley cuando les conviene y, mientras, aprueban presupuestos electoralistas en los que destinan el 77 por ciento del aumento del gasto a políticas vinculadas al Estado del bienestar, derrochan 18 millones de euros en embajadas y 58 en crear una agencia tributaria propia. Entretanto, siguen adelgazando la sanidad pública al tiempo que engordan la deuda, la catalana, hasta el 370% del PIB. Deuda, por cierto, que en su mayoría está en manos del Tesoro Público, algo así como 60.000 millones, y cuyo impago, más allá del concepto -teórico, por supuesto- de la extorsión, no es hoy por hoy contemplable.
Ha llegado el momento de poner todas las cartas encima de la mesa. También las cartas marcadas por la sospecha de cualquier potencial chantaje. La necesidad de encontrar bases parlamentarias amplias que sustenten una reforma ambiciosa y perdurable de la Constitución, constituye la inesperada oportunidad que debe ser gestionada con inteligencia y sensatez por mujeres y hombres prudentes y generosos. En esta coyuntura no hay sitio para la mediocridad; ni para las ambiciones personales. Ni tampoco es el momento de desestabilizar a los partidos que han de jugar un papel central en esta etapa (estoy pensando en Pedro Sánchez); o de conspiracioncitas que en mitad de un indisimulado ataque de celos pretenden desplazar a valiosos hallazgos políticos, como Inés Arrimadas. Y mucho menos para perder el tiempo con las gesticulaciones de Pablo Iglesias, quien cada vez que se lo propone consigue el propósito de escandalizar a media España y, de paso, hacerse un hueco en la escaleta de los telediarios.
No es hora de chiquilladas. Más de la mitad de los catalanes no son partidarios de la independencia. Después de la cadena de torpezas políticas a la que hemos asistido, de los ingentes recursos públicos destinados a situar en la opinión pública falsedades extraordinariamente dañinas que nunca fueron contrarrestadas, ese porcentaje, cuando toca negociar, debe ser visto como el excepcional síntoma de resistencia de un proyecto que aún es para muchos común; y no como un fracaso irremediable, que es la percepción que algunos llevan tiempo queriendo imponer.
AGUSTÍN VALLADOLID Vía VOZ PÓPULI
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