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sábado, 3 de diciembre de 2016

Y AL CABO, NADA OS DEBO


Soy clase media, lo confieso, y no sé si debo atizarme 30 latigazos por encontrarme en tan vergonzosa posición

 


Estoy perpleja. Yo diría que tanto como los jóvenes españoles, aunque los de mi quinta padezcamos nuestra particular perplejidad generacional. Imagino ahora mismo, por ejemplo, los escaños del Congreso y visualizo a una derecha que saca pecho al advertir que sus imperdonables errores se premian con más votos; observo a un partido socialista carente de liderazgo, al que no sabría por qué habría hoy de prestarle mi voto, y me fijo, más a la izquierda, en los políticos de Podemos, donde confluye IU, que desde hace poco declaran no querer apelar más a la clase media ya que, decididamente, aspiran a convertirse en el partido de la clase obrera.
Soy clase media, lo confieso, y no sé si debo atizarme 30 latigazos por encontrarme en tan vergonzosa posición. Recurriría a los versos de Machado: “Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito./ A mi trabajo acudo, con mi dinero pago/ el traje que me cubre y la mansión que habito,/ el pan que me alimenta y el lecho en donde yago”, pero no definirían en su complejidad la verdadera situación en la que algunos padres, madres e hijos de clase media nos encontramos. Con nuestro dinero, completamos la modesta pensión de nuestros padres y con nuestro dinero propiciamos la independencia de nuestros hijos. Cierto es que no todos tienen la suerte de contar con un dinero que les permita corregir las carencias del sistema, pero estoy segura de que son muchos los progenitores que, entendiendo que sus hijos necesitan ser plenamente adultos, hacen lo que está en sus manos para no prolongar una indeseada juventud. Dicho esto, ¿qué pecado cometimos o cometemos para que hayamos acabado arrojados a este desamparo ideológico?.
Leí hace unos días un imprescindible artículo de Joaquín Estefanía, ¡No future!: no es país para jóvenes, en el que daba cuenta del ensañamiento de la crisis con los jóvenes. Un 92,5% de los menores de 30 años son contratados temporales. Solo el 20% ha conseguido emanciparse. A estas alturas sueñan con el viejo denostado mileurismo, sobreviven por mil trabajillos de poca monta, retrasan el nacimiento de los hijos y, de vez en cuando, acuden a los padres a pedir ese tipo de préstamo o ayuda que les permita salir a flote. Esto es así en un porcentaje lamentablemente alto. Pues bien, a esos pensamientos me habían llevado las cifras de Estefanía cuando llegó a mi puerta un libro, Volveremos, escrito por las periodistas Noemí López Trujillo y Estefanía S. Vasconcellos, presentado como una Memoria oral de los que se fueron durante la crisis. Estas dos periodistas, nacidas ambas en el 88, podrían ser dos ejemplos más de los emigrantes que han entrevistado, porque ambas tuvieron su experiencia en el extranjero. Ahora, de vuelta a España, sobreviven como casi todos los jóvenes que comienzan en mi oficio: un texto por aquí y un reportaje por allá; eso sí, con el firme propósito de que la precariedad no condene al fracaso la firme vocación que las anima.
Un día, decidieron echar mano del Skype y se pusieron en contacto con jóvenes que, no queriendo sufrir los trabajos precarios (¿de mierda?) que les ofrecían, pusieron tierra por medio: Londres, Montevideo, Luxemburgo, París, Toronto, Colonia. Sus voces están ahí, pero también las de los padres que dejaron atrás en España, e incluso el testimonio de una joven que a punto estuvo de irse pero no se atrevió a abandonar a su madre, a punto estuvo de ser desahuciada. Este libro, en el que las periodistas callan para que sus protagonistas hablen en sus propios términos, cuenta los diferentes momentos de estos viajes aún sin regreso: por qué decidieron irse, los duros inicios en el nuevo país, el mordisco de la nostalgia y la mirada hacia un futuro incierto.
Ninguno de ellos se presenta a sí mismo como víctima, porque en su viaje está, por encima de todo, la pretensión de un futuro mejor, pero sí reflexionan sobre la inexplicable tardanza del Gobierno socialista en reconocer la existencia de la crisis y la nula voluntad política de los populares de hacer de España un país en el que merezca la pena ser joven, sin que esté penalizado con sueldos mínimos y horarios abusivos. El hallazgo de este pequeño pero intenso libro es que el lector lo termina familiarizado con cada historia en concreto y a cada voz le añade la de una familia dolorosamente dividida. La experiencia del extranjero sirve, y mucho, pero la imposibilidad de volver azota tanto al que se ha ido como a los que se quedan. Aunque, así lo cuentan, en nuestro país siempre hay un padre o una madre que cada poco les recuerda: aquí siempre tendrás tu casa. Sean de clase obrera o media, tanto da.

                                                                                          ELVIRA LINDO  Vía EL PAÍS 

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