Treinta y ocho años después de aprobarse la Constitución del 78, casi todo analista político cree llegada la hora de reformarla debido al cúmulo de errores acuñados desde el origen y, especialmente, desarrollados por el oportunismo y la falta de visión de la clase política nacional. Sin embargo, vista la forma en la que se ha comenzado a tratar tan delicado asunto, España corre el riesgo de incurrir en los mismos errores que pretende corregir e incluso acrecentar otros.
En relación con la cuestión territorial, el craso error que supuso diseñar un Estado autonómico que la inmensa mayoría de los españoles no demandaba y dejarlo inacabado de manera que la insaciable aunque lógica -de acuerdo al conocimiento científico del poder- voracidad de las oligarquías locales pudiera ir asumiendo competencias sin solución de continuidad, nos ha llevado a dos problemas de carácter fundamental. Primero, a soportar un gasto público absolutamente innecesario que la partidocracia ha generado con el ánimo de alimentar sus redes clientelares y que va a hipotecar el futuro de la generación que se encuentra hoy en edad de trabajar. La cuestión es tan grave que España se verá forzada a reducir sustancialmente las pensiones a quienes han trabajado severamente durante años mientras sigue amamantado el fastuoso modus vivendi de quienes se han ganado a pulso el apelativo de casta. Segundo, a poner en serio riesgo la unidad política que recae, desde hace más de cinco siglos, sobre la nación española.
Desgraciadamente, las dos soluciones al problema territorial español que se escuchan con más frecuencia son el derecho a decidir y el federalismo. El primero, aun siendo un eufemismo del derecho a la independencia, objetivo real del nacionalismo, al menos avanza relativamente de frente y no engaña más que al cínico que se presta y al oligofrénico. El segundo, sin embargo, adolece de un peligro mayor. Entre la doctrina más cualificada (Kelsen, Schmitt, Jellinek, Carré de Malberg, Meyer, Calhoun, Seydel, etc.) existen tantas versiones acerca de quién ostenta la soberanía en un sistema federal que el mero hecho de aplicarlo supondría servir automáticamente en bandeja aquello que la historia ha negado al nacionalismo periférico: el derecho. Porque hoy Cataluña tendría que actuar, como, por cierto, ya está haciendo, por la vía de hecho para lograr la independencia, no asistiéndole ningún derecho nacional ni internacional, si es que éste último existe. En un sistema federal -respecto al cual existe doctrina que entiende que los Estados miembros disfrutan en todo caso del derecho de autodeterminación porque para federarse ha de producirse previamente la necesaria circunstancia de encontrarse en una posición de soberanía- Cataluña y Vascongadas tendrían mucha más fortuna al apelar a la Corte Internacional en busca del reconocimiento que se les ha hecho constitucionalmente en el ámbito nacional y encontrar el eco y la receptividad que se les niega actualmente. Pero, por encima de todo, tendrían las armas retóricas perfectas para terminar de convencer a la población, pues si son ya un Estado, ¿cómo negarles los derechos que todo Estado tiene? Es cierto que existe doctrina que niega ese derecho a los Estados miembros, pero entraríamos innecesariamente en el peligroso ámbito de la subjetividad, cuando hoy estamos instalados en el plano objetivo. España no soportará como nación el embate del federalismo. Aún así, está por ver que los nacionalistas, que creen que transitan el momento más propicio de la historia para provocar la quiebra de la unidad política de España, acepten esta propuesta sin asimetrías, lo que añadiría a problema descrito y sus derivadas, el de la desigualdad, porque no se entendería una Constitución que no garantizase a todos los españoles ser libres e iguales en derechos. Para lo cual, la lógica exige actuar en sentido contrario. España debe cerrar el Estado autonómico con el apoyo de todos los ciudadanos y recuperar competencias troncales, como la educación y la sanidad, que le permitan ahorrar recursos para garantizar el bienestar a sus ciudadanos en el presente y en el futuro. El camino que se está recorriendo es justo el contrario.
El segundo problema, derivado de esto último, se encuentra en lo que Hannah Arendt identificó como la cuestión social. Una constitución no debe incluir ideología ninguna. La función para la que ha sido concebida desde los prístinos orígenes del constitucionalismo es la de establecer las reglas de juego del poder y garantizar los derechos fundamentales del ciudadano reconocidos internacionalmente de modo que puedan ser recurribles ante un Juzgado. El derecho a la vivienda y al trabajo digno, por muy deseables que sean, no pueden ser opuestos contra el poder en sede judicial. O ¿acaso pretende alguien encausar al gobierno que no facilite una vivienda digna a quien la pida? A los partidos que desean constitucionalizar hasta el “derecho a la calefacción” les convendría saber que recortando todo gasto innecesario que no les parece molestar, los hogares españoles podrían parecerse a las calderas de Pedro Botero. Pero para eso es necesario apostar por el único valor que jamás se nombra. La libertad.
Y precisamente porque una constitución debe regular el modo en que se accede y se controla al poder llegamos al punto culminante de toda reforma o proceso constituyente. Los partidos llamados constitucionalistas (PP, PSOE y Ciudadanos), guiados por una mezcla de miedo y de oportunismo, van camino de cometer el mismo error que se cometió, en circunstancias mucho más adversas, en la Transición. Transformar, por arte de magia, unas Cortes ordinarias en unas constituyentes que reformen la Constitución sin el consentimiento explícito de los ciudadanos, anula la legitimidad de todo el proceso.
El único procedimiento que legitima democráticamente una reforma constitucional es aquel que incluye el consentimiento de los representados, como venimos siendo advertidos por Locke desde el siglo XVII. Confundir esto con el consenso de partidos estatales, como escuchamos todos los días, implica grandes dosis de desconocimiento o un perfecto cinismo. No hace falta organizar una revolución para presentar a los ciudadanos las distintas propuestas de reforma durante un periodo de tiempo suficientemente largo como para que puedan comprenderlas y emprender posteriormente, en sede parlamentaria, las que hayan encontrado los apoyos necesarios.
Dejo en último lugar la cuestión más crucial. De todas las carencias de nuestra constitución, la más importante sin duda, porque alude a aquello para lo que una constitución es concebida, es la forma en que regula el poder. España es una partidocracia porque así lo consagra la Constitución del 78, guste o no guste oírlo. Y, en una medida importantísima, el blindaje que nuestros mal llamados representantes establecieron desde el origen de este régimen que no es una dictadura pero tampoco una democracia, radica en el sistema electoral proporcional y en la provincia como circunscripción consagrados en los puntos 2 y 3 del artículo 68 de la Constitución.
Para pasar de esta oligarquía de partidos a un sistema democrático, además de separar los tres poderes del Estado, es necesario que aquellos que habiten las Cortes Generales representen a los ciudadanos, única garantía de que se esfuercen por el interés común. Solo hay un sistema electoral que garantiza que el diputado dependerá en todo caso de los electores y no de la cúpula de su partido y que elimina el poder de éstas, suprimiendo las listas de partido. Este es sistema uninominal o también llamado de disputado de distrito, del que disfrutan países como EEUU, Francia o Reino Unido.
Toda reforma autollamada de regeneración que no incluya este principio está abocada al fracaso.
LORENZO ABADÍA Vía diputadodedistrito.es
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