En algún lado tengo escrito que el declive del PSOE tiene su origen en un episodio muy anterior a la desdichada gestión que, en clave interna, desarrolló José Luis Rodríguez Zapatero. Y, desde luego, aún más alejado de la intensa coventrización a la que Pedro Sánchez sometió a las centenarias siglas. La cuesta abajo empieza cuando, a finales de los años 80 del pasado siglo, Felipe González convoca en el Palacio de la Moncloa a los barones socialistas para pedirles su apoyo en el pulso que mantiene abierto con Alfonso Guerra. Pulso que venía de muy atrás y que, hasta ese momento, parecía inclinarse en favor del entonces número 2 del Gobierno y del partido, y que ya se había cobrado, entre otras piezas de no poco realce, la del durante un tiempo todopoderoso ministro de Economía del gabinete socialista, Miguel Boyer.
En las cesiones y concesiones que para ganarle la partida a su lugarteniente hizo González a los líderes regionales del partido, está la raíz de algunos males posteriores, como la creciente dificultad para mantener un discurso homogéneo en toda España con la que han convivido las sucesivas direcciones nacionales y a cuyo inocultable clímax hemos asistido en la reciente etapa de Sánchez. La pelea orgánica y conceptual entre González y Guerra, sobre la política a seguir y el papel del partido, tardó años en trascender, pero se inició al día siguiente de ganar las elecciones de 1982 por mayoría absoluta. La pugna por la distribución del poder es una característica estrechamente vinculada a su ejercicio y de intensidad paralela a la magnitud del mismo. Confiado en la fortaleza de su liderazgo y carisma, Felipe había cedido el control del partido a su compañero Alfonso; hasta que la faceta de gobernante que se ve en la obligación de tomar decisiones no siempre populares le reveló la inconveniencia de tal reparto de papeles.
Traigo a colación tales hechos, por las llamativas analogías que guardan, en algunos aspectos, con la riña que protagonizan estos días Pablo Iglesias e Íñigo Errejón. Es como si el máximo dirigente de Podemos, después de perder en las primarias de Madrid el debate de las ideas y ganar por poco el de las caras, se hubiera grabado a sangre y fuego aquella lección: el carisma, sin el poder del aparato, es humo. De ahí que haya decidido despejar cualquier duda sobre la fortaleza de su liderazgo, peligrosamente cuestionado por, casualmente, su número 2. Es una batalla de poder, pero no solo. Porque, en este caso, el debate de los métodos es también un debate sobre el fondo, sobre lo que quiere ser Podemos cuando sea mayor.
Hay quien niega tal cosa, como el sumo sacerdote del pensamiento podemista, Manolo Monereo, que sale en defensa de Iglesias acusando a la otra parte de pretender que la discusión gire sobre los procedimientos y no sobre “ideas y proyectos”, sin aceptar que es Iglesias el que quiere imponer “su” procedimiento a los demás para no ver debilitada su posición de poder y de paso enterrar la estrategia que en el fondo propone el errejonismo: moderar el discurso para atraer a más gente y acabar confluyendo con una parte del PSOE como fórmula realista que devuelva antiguas glorias a la izquierda.
La “fórmula Iglesias” es distinta: discurso más radical; liderazgo fuerte, no compartido; pasar por encima del PSOE, aniquilar a la “vieja guardia” y entenderse con los restos, pero desde la supremacía. Lo acaba de confesar el ya citado Monereo: “No me interesa para nada un debate de procedimientos en un momento en el que estamos disputando duramente la hegemonía al PSOE”. No hay por qué dudarlo: Errejón e Iglesias quieren lo mismo, un Podemos hegemónico en la izquierda. Solo que el primero lo pretende través de una mayor proximidad con sus limítrofes y a base de ampliar la base social; y el segundo, mucho menos sutil, quiere ganar por aplastamiento.
Para ello Iglesias, como Felipe, salvando las distancias (para los más suspicaces), se ha echado en manos del poder regional, algo que no se compadece con una de las grandes ambiciones descritas por Monereo: convertir a Podemos “en la gran opción estratégica del pueblo español”. Palabras mayores no compatibles con la propuesta de Iglesias. Y no tanto porque España no se pueda permitir una izquierda radical organizada como una federación de partidos en en la que prime el criterio territorial, sino porque la izquierda que necesita el “pueblo español”, por encima de otras, es una izquierda realista, transversal, homogénea, con parecido discurso en todas partes, capaz de garantizar igual trato a los ciudadanos independientemente de cuál sea su lugar de residencia, mucho más volcada en defender con uñas y dientes la igualdad de oportunidades que la redistribución que no tiene en cuenta los méritos de cada cual. Una izquierda que en su día representó el PSOE y que cuanto más se acerque a la centrifugada que parece asumir Pablo Iglesias, a cambio de un blindaje oportunista, más difícil será recuperar.
AGUSTÍN VALLADOLID Vía VOZ PÓPULI
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