Translate

sábado, 10 de diciembre de 2016

¿REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN? ¿QUÉ REFORMA?




Alguien cree que la reforma del Senado hubiera calmado a los independentistas? El debate sobre la Cámara Alta ocupó artículos de prensa, programas de televisión y radio, estudios científicos en revistas internacionales, congresos universitarios y, cómo no, promesas en los programas electorales.


Incluso Ciudadanos hablaba de convertir el Senado en una “auténtica cámara territorial” haciendo que sus miembros fueran designados por los gobiernos autonómicos. En fin.


Ningún nacionalista que se precie habla de cambiar la forma de elección de los senadores, o la función de dicha Cámara. La razón es evidente: no quieren integrarse, sino separarse. Por esto mismo, el federalismo no satisfará a los nacionalistas, aunque sea asimétrico.

El populismo nacionalista es un negocio político: la responsabilidad siempre es del enemigo exterior, y todo lo puede solucionar el futuro paraíso comunitario homogéneo. Los secesionistas balan este pensamiento único desde hace décadas, y el resto de partidos, esos que se dicen nacionales, lo han aceptado.


Sin embargo, el error no lo ha cometido el último gobierno Rajoy, ni siquiera el de Zapatero. El fallo es la mala articulación constitucional, producto de la mentalidad cultural del momento de la Transición. Hablo de un momento en que la idea de España era poco menos que franquista, y los nacionalismos periféricos eran progresistas. Se buscó entonces asentar la libertad política sobre fundamentos territoriales que solo podían conducir a su suicidio, como se ha visto en Cataluña, donde los derechos civiles de los no-nacionalistas se conculcan, la ley no se cumple, y no pasa nada.


La reforma constitucional, lamentablemente, no se entiende en el sentido de asegurar y ampliar la libertad individual –que es la única que existe-, sino en el sentido de dar rienda suelta a comunitarismos esencialmente autoritarios. ¿Por qué no una reforma que haga a todos los españoles libres e iguales? Nadie se atreverá a plantearla por miedo a que le llamen centralista y reaccionario.


Los nacionalistas y las izquierdas han marcado la agenda política, su timing, y los conceptos de la vida pública española.

Del mismo modo, tampoco nadie pondrá sobre la mesa la necesidad de adelgazar al Estado, una de las vías más eficaces para reducir la corrupción. Porque el desprecio de la gente a la corrupción en lo público y en lo privado, a retorcer la ley en su beneficio, es el origen de la crisis que nos anega; aquí y en el resto de Occidente. ¿O es que ha pasado otra cosa en Estados Unidos?


También es preciso adelgazar la Constitución, y sacar del articulado -y de la financiación pública- a partidos, sindicatos y patronal. Su constitucionalización podía tener sentido cuando el país se enfrentó a elecciones competitivas y libres entre 1977 y 1979; hoy no. Es más; la subvención es el motivo de la llegada de arribistas sin escrúpulos, de gente que fuera de la política carece de profesión, o de esos adanistas hijos de papá y mamá que, en una irracional rabieta, quieren dar la vuelta a todo.


Sería conveniente primar la libertad y la responsabilidad individual sobre la injerencia estatal y la solidaridad obligatoria, convertidas en el instrumento clientelar de las administraciones. Toda la parte de la Constitución relativa a los principios rectores de la política económica y social debe ser revisada.


¿Por qué los gobiernos tienen que ser obligatoriamente socialdemócratas? Debería ser una posibilidad que saliera de la competición electoral, no de la Constitución. Eso abriría el abanico político, y evitaría el espectáculo actual de las tres versiones socialdemócratas –la tecnócrata del PP, la zapaterista del PSOE, y la navideña de Ciudadanos-, junto a la logomaquia de Podemos.


El elector podría decidir si apoyar un programa liberal, conservador, socialdemócrata o socialista, no como ahora, que se designa al gestor de la socialdemocracia de turno. Esta rigidez lleva a campañas absurdas y contradictorias como la que hemos visto sobre los desahucios –Carmena cerró la oficina antidesahucios porque había pocos casos-, mientras la Constitución sentencia que el Estado puede privar de su propiedad privada a cualquiera por “causa justificada de utilidad pública o interés social”.


La nueva política nos ha traído opciones adanistas sobre la Constitución y su reforma, alguna bienintencionada. Podemos ha creado una jerga emocional, de odio calculado, hilando demagógicamente argumentos de trazo grueso con malas noticias. No tienen un modelo constitucional, sino una teoría del poder: conquistar la hegemonía cultural, crear una estructura paraestatal -el empoderamiento de la gente-, y aliarse con todos los que pretendan romper el sistema, como los independentistas.


La desestabilización es la condición que precisan para imponer su dogma y llegar al poder. Por eso no dieron su voto a Pedro Sánchez en la investidura, y cierran alianzas con ERC y Bildu. No creen en la democracia liberal, sino en lo que llaman “democracia social”: reparto forzado de la riqueza, fin de la seguridad jurídica y del Estado de Derecho, sustitución de la legalidad democrática por la legitimidad popular definida por ellos, ciudadanía dependiente del poder a través de los “derechos sociales”, y liquidación de la pluralidad política. Esta es la razón de que Podemos y sus grupúsculos digan que la Constitución no es legítima alegando que “ellos” no la votaron.


Ciudadanos no termina de llegar. Su política socialdemócrata, que consagra el estatismo que nos convierte en menores de edad, se suma a su falta de combate en lo que se refiere a la libertad política.


La corrupción no se vence marginando a los imputados –que queda muy bien en un programa de La Sexta-, sino menguando la intervención estatal y separando los poderes. Ni la prioridad puede ser hace más proporcional el sistema electoral. 


Hoy, el gobierno parlamentario que contemplamos no cumple ninguna de las funciones que la teoría política o constitucional establece para el ejecutivo y el legislativo. Este pluripartidismo cainita y adanista nos sumerge en una especie de régimen de Convención, con un Ejecutivo que no gobierna frente a unas Cortes que no controlan, sino que imponen.


La reforma constitucional que debería acometerse es la separación de poderes, con origen distinto, y menos Estado. Sin embargo, el debate se encuentra entre el establecimiento del “derecho de autodeterminación” –lo del “derecho a decidir” lo creó el PNV en 2001 para que no los vincularan con ETA-, y el federalismo.


El desconocimiento sobre la fórmula federal es más que alarmante. Ya estamos en lo que Carl Schmitt llamaba “Estado regional federalizado”, con una descentralización inimaginable sin parangón en Europa, aunque sin cerrar.


La federación tiene varios caminos, claro, pero nunca parte de una disolución de un Estado en pequeñas entidades jurídicas soberanas que luego, y a propia voluntad, pretenden unirse. El primer paso supondría el fin de la soberanía nacional y la conversión de las autonomías en Estados independientes que optan, o no, por unirse federalmente. Esto supondría un replanteamiento completo de la idea de España, y de su estatus jurídico nacional e internacional. 


¿Quién se hace cargo de la deuda pública?, por ejemplo. En fin, que de esto ya trataron los españoles en 1873 y no fue muy edificante.

A los 38 años de que una aplastante mayoría votara a favor del proyecto constitucional todavía estamos perdidos, inmersos en ontológicas incógnitas. Ser español debe significar cuestionarnos continuamente. 






JORGE VILCHES  
Profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.
Vía EL ESPAÑOL

No hay comentarios:

Publicar un comentario