Hace unos años se puso de moda un constructo al que, en perfecto politiqués, denominaron “colaboración público-privada”. A los jovencitos del PP, todos aznarizados sin remedio, se les llenaba la boca al pronunciarlo. A algunos se les cortaba después la respiración y les entraba un mareo fruto, sin duda, de la genialidad que acababan de soltar. Con esa colaboración de por medio ellos dirían lo que hay que hacer, los empresarios lo harían diligentemente y todos tan felices. ¿El contribuyente? Bien, gracias.
La colaboración público-privada consiste en lo siguiente: a un gañán en traje de alpaca, es decir, a un político se le ocurre una brillante idea, generalmente carísima e imposible de incluir en los presupuestos por lo del déficit. La idea en cuestión se la vende a los votantes en mítines y a través de los telediarios de las televisiones públicas. Les dice algo así como “¿veis esa autopista?, ¿ese hospital?, ¿ese puente?, ¿esa línea férrea?. No, no la veis, pero vais a verla y no va a costar ni un céntimo, la va a pagar la iniciativa privada a cambio de una concesión por tantos años, pero ojo, la autopista, el hospital o el puente seguirán siendo públicos”. Como público es sinónimo de gratuito, ¿quién no quiere una autopista o un hospital nuevo? Todo ventajas, ningún inconveniente. Por eso colaba.
Una vez rebautizado el invento el campo estaba abonado para todo tipo de excesos… público-privados. El tema es que estas cosas siempre se habían hecho. A este lado del Manzanares a eso tradicionalmente se le conoce como poner el culo, pero solo a los amigos. Porque, no nos engañemos, la colaboración público-privada no es más que un reetiquetado del capitalismo de amigotes de toda la vida.
A mi se me ocurre una imbecilidad para ganar votos, captar voluntades y crear clientelas, la coloco bien en la prensa a la que he regado antes de publicidad institucional y me busco un colega para que la haga realidad adelantando él la pasta, claro. Luego, si eso, ya veremos de pedir algo de dinero europeo para que ponga su óbolo a fondo perdido, todo en aras de la convergencia paneuropea y el desarrollo de las regiones atrasadas, léase la Comunidad de Madrid o Cataluña, que están muy por encima de la renta per cápita media europea.
La obra se paga sola, esto es, la paga el contribuyente mediante peajes a la sombra o directamente el usuario a través de peajes en ventanilla. Si funciona el amigote del político recupera lo invertido y a partir de ahí todo es beneficio. El clásico estanco monopolista, no muy diferente de los que concedían los reyes en tiempos pasados. Si no funciona, porque muchas veces no funciona teniendo en cuenta que las ideas de estos zangolotinos son siempre descabelladas, pues se enchufa al presupuesto. El concesionario, es decir, el amigo, no pierde, de hecho gana porque hay que indemnizarle. El político tampoco ya que la obra en cuestión ha cumplido con creces su cometido, que no es otro que mantenerle a él y a su camarilla amorrados al bolsillo del contribuyente. Además, favor con favor se paga. Normal que lo de la “colaboración público-privada” les ponga los ojos en blanco. Con ella se puede hacer política – “hacer política” es dilapidar el dinero ajeno por si no nos había quedado claro– trasladando los costes al futuro al tiempo que ambas partes contratantes, el politicastro y el empresaurio, hacen un extraordinario negocio.
Visto así lo de las radiales de Madrid se entiende mejor, y lo del túnel del AVE bajo los Pirineos también. Pero no aprenderemos porque en realidad nos encanta que nos regalen los oídos y nos digan que las cosas son gratis. Queremos creer que tienen una varita mágica. La política, en suma, nos fascina pero luego nos quejamos de sus consecuencias.
FERNANDO DÍAZ VILLANUEVA Vía VOZ PÓPULI
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