El proceso de salida de Reino Unido de la UE constituye un serio embate a la democracia parlamentaria británica
Una bandera de la Unión Europea frente al Parlamento británico. Dan Kitwood (Getty Images)
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David Cameron se autoengañó e indujo a engaño a los socios europeos cuando en febrero de 2016 alcanzó un acuerdo con Bruselas para un estatus especialísimo del Reino Unido en la UE. Creyó que el pacto bastaría para evitar el Brexit y lo sometió a referéndum, pero fue incapaz de mantener el orden en su partido. Muchos dirigentes —como Boris Johnson— lanzaron una campaña de falsedades sobre la contribución de Londres a la UE, entre otras, engañando a sabiendas a su electorado.
Su sucesora, Theresa May, pretendió activar el artículo 50 del Tratado de Lisboa, que posibilita la salida de un socio de la UE, prescindiendo enteramente del Parlamento. La ciudadana Gina Miller impidió ese asalto iliberal, recurrió a la Justicia y el Supremo obligó a May en enero de 2017 a someter la propuesta de retirada a la autorizacíón de Westminster. Activado el Brexit en marzo, el Gobierno ocultó a los ciudadanos el informe económico del ministerio para la ruptura que encabezaba David Davis. Ese secreto contrastaba con la transparencia dada a los informes oficiales para el referéndum de Escocia (2014). Una filtración periodística permitió a los británicos conocerlo, y enterarse de que, mientras sus gobernantes tildaban la ruptura con Europa de paradisíaca —también para su economía—, el cálculo de un Brexit sin acuerdo sacrificaría un 8% del PIB nacional. También que equivaldría a la Gran Recesión de 2008, y con acuerdo, entre un 2% y un 8%. Por eso lo ocultaban: para tapar mentiras y no tener que rebobinar.
La última farsa ha sido el intento de May de mantener secreto el informe oficial sobre las implicaciones legales del borrador de acuerdo de retirada. El Parlamento le imputó desacato y la obligó a publicarlo. Lo que ha confirmado el engaño gubernamental es que su Brexit no es un Brexit, como clamaba May, en el sentido de que se recuperaba todo el “control” de las decisiones. Pues el final de la redimensionada unión aduanera euro-británica no podrá (según el texto) decidirlo solo Londres, sino que requerirá el acuerdo de ambas partes.
EDITORIAL de EL PAÍS
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