Un informe realizado en 1520 por el diplomático y filósofo florentino sirve para definir las dificultades por las que atraviesa nuestro sistema político y sus posibilidades de subsistencia
Macron, presidente de Francia.
En los últimos días hemos visto dos hechos políticos
relevantes, la irrupción de Vox en el plano nacional y los chalecos
amarillos en el internacional, y ambos se analizaron desde la misma
perspectiva. Aunque sean fenómenos muy diferentes, ambos fueron
descritos con esa retórica tan usual que tilda a quienes quieren cambios
de seres emocionales, frágiles, sometidos a las pasiones, dados a
los excesos, demasiado nostálgicos y reacios a escuchar la voz de la
razón. Es verdad que la razón por la que abogan no es más que
tecnocracia ineficiente incluso para sus propios propósitos, pero eso no
es óbice para seguir dibujando a quienes salen a protestar a las calles
o votan de una manera que no les gusta como seres de segunda categoría,
gente enfadada, airada, dañada y obsoleta.
Pueden
asegurar que es causa de la desigualdad, pero que por desgracia no la
vieron venir (como la crisis, que tampoco podía esperarse, por lo
visto), o que la culpa es de los rusos, o que al final todo esto no es
más que la pulsión fascista latente en las clases medias, o simplemente
que la pobre capacidad intelectual de la gente impide que sean conscientes de que vivimos mejor que nunca.
Al final del camino, todos son monstruos: nihilistas, ilusos, reaccionarios o totalitarios que nos conducirán a un mundo peor.
Este marco de análisis es muy popular. En los últimos años fue utilizado respecto de los votantes de Tsipras, Podemos, Trump, Le Pen, Salvini, y ahora con Vox, y lo reencontraremos en el futuro con cualquier otro movimiento. En unos casos se decía que eran estalinistas reconvertidos en totalitarios chavistas,
y en otros que son los cachorros del fascismo, pero en esencia las
críticas son las mismas. En fin, parece una forma muy débil de entender
los cambios sociales, pero no deja de ser un marco en apariencia
ganador: como ocurrió con los nacionales de los países colonizados
durante los dos últimos siglos, señalar como atrasados, emocionales e
irracionales a los dominados permite justificar el dominio y al mismo
tiempo conservar para quienes lo enuncian el espacio de representantes
del progreso, la ciencia y la razón. Ahora se repite, pero como farsa.
El insistente desprecio
Sin
embargo, puede decirse que quienes esgrimen estos argumentos tienen
razón en el fondo, pero en un sentido diferente: ellos son los
enfadados, airados, ilusos y fuera de su tiempo. Creían que el mundo
les pertenecía, y lo cierto es que los cambios sociales cada vez les
arrinconan más, lo cual explica estas reacciones infantiles contra
quienes actúan de una manera que no les agrada. Estas pataletas son un
grave problema. En un instante de deterioro social, su respuesta
consiste en meter la cabeza en el agujero y utilizar sistemáticamente el
desprecio en lugar de poner remedio a la situación.
Eso
son los chalecos amarillos, la consecuencia de un sistema que ha
preferido insultar a la gente en lugar de cambiar sus políticas
Este
es el principal factor que explica el descenso de la socialdemocracia
en Europa, el declive del liberalismo sensato y el mal momento de Macron. Lo del presidente francés es un ejemplo estupendo de esta ceguera.
Tuvo que montar un partido en pocos meses, imponiéndose a la derecha y
la izquierda tradicionales, para contar con una formación transversal
que pudiera hacer frente con eficacia a Le Pen, y una vez que consiguió
el poder decidió impulsar con más ahínco todavía las políticas
económicas y sociales que habían dado alas al populismo de derechas. No
podía esperarse otra cosa que una reacción en el mismo sentido. Eso son
los chalecos amarillos, la consecuencia de un sistema que ha preferido
insultar a la gente, como coartada para seguir haciendo lo mismo, en
lugar de cambiar sus políticas y ofrecer mayor cohesión social. Al
final, todo se reduce a lo mismo: o son gente enfadada o son
directamente fachas, una explicación que deja las manos libres para
seguir haciendo lo mismo que antes y, claro está, con los mismos
resultados negativos. Qué torpeza.
El memorándum
Lo cuento en 'El tiempo pervertido',
pero creo que es necesario repetirlo en un instante como este, en el
que España y Europa se enfrentan a lo que bien podría definirse como
'momento maquiavélico', ya que están sometidos a tensiones, dilemas y
soluciones muy similares a aquellos que planteaba Maquiavelo en
su memorándum 'Discursos sobre la situación de Florencia tras la muerte
del joven Lorenzo de Médici'. Le fue encargado en 1520 por el papa León X y el cardenal Giulio de Médici, ya que necesitaban un diagnóstico acerca de la mejor forma de gobierno para una ciudad que vivía momentos difíciles.
Acudieron a él porque, a pesar de rencillas pasadas, era el experto con
más experiencia diplomática y de gobierno que tenían a su disposición.
Seguir
con el viejo sistema hace que se dependa en exceso de la fortuna, y el
papel de la política es influir en ella y no arrojarse en sus brazos
El
propósito de quienes realizaron el encargo era que les fuese
recomendado un modelo similar a aquel que gobernó la ciudad en la época
de sus antepasados Cosme y Lorenzo, un tiempo de esplendor
y gran desarrollo comercial. Para evitar malos entendidos, Maquiavelo
desechó esa opción al inicio del informe, advirtiendo de que supondría
un grave error. El periodo de estabilidad de Florencia se asentó
gracias a líderes que supieron equilibrar los intereses de las distintas
facciones y cuya autoridad se sustentaba en grandes dosis de consenso, aunque también supieran utilizar la fuerza cuando era necesario.
Los 'ottimati'
Maquiavelo
comienza su escrito reconociendo las bondades de aquel régimen, pero lo
considera más un accidente que un hallazgo que pueda reproducirse en el
tiempo. Era el prestigio personal de figuras concretas el que mantenía
el equilibrio de poder entre los 'ottimati' (expresión que designa al
grupo reducido de grandes señores, enriquecidos a través de la
industria y del comercio, que conforman los poderes materiales de las
ciudades), de modo que la unidad no quedaría garantizada más que en
el caso de que un nuevo líder pudiera realizar las mismas funciones, lo
cual depende en exceso de la fortuna, y el papel de la política es
precisamente influir en ella y no arrojarse en sus brazos.
Un
orden que se mantiene mediante acuerdos informales entre las grandes
familias económicas supone introducir mucha debilidad en el sistema
Pero,
sobre todo, y esto es lo relevante, no puede recomendar lo que
desearían oír quienes han formulado el encargo porque no es más que una
ilusión, ya que no se puede construir el futuro cerrando los ojos al
presente. No es posible volver atrás: aquella forma de gobierno funcionó
en unas circunstancias dadas, y las de 1520 en nada se parecen a las de
las décadas anteriores. En época de Cosme, “en Italia no había armas ni
potencias que los florentinos no pudieran, aun quedándose solos,
afrontar con sus propias armas”, mientras que en aquel instante la
península está condicionada por la presencia de dos imperios, España y
Francia, cuyo poder militar es muy superior al de cualquier ciudad
italiana, y por el Papado, cuyas fuerzas no son desdeñables. El norte de
Italia es consciente de que su supervivencia depende de acertar en el juego de alianzas con las distintas potencias en liza,
por lo que, en ese escenario, mantener el mismo tipo de orden, el de
los acuerdos informales entre las grandes familias económicas
florentinas a partir del prestigio aglutinador del representante de la
más poderosa de ellas, supondría introducir un elemento de debilidad
cuando lo que se precisa es fortaleza.
Principado o república
Maquiavelo
señala a León X y al futuro Clemente VII que solo existen dos
posibilidades reales para una ciudad que quiera perdurar: el principado o
la república. La fortaleza y la unidad precisas para asentarse en ese
equilibrio entre potencias mayores solo pueden provenir o de un líder
que concentre rígidamente en sus manos el poder de la ciudad o de un
sistema que, por generar beneficios a la mayor parte de los ciudadanos,
otorgue la unión y consistencia necesarias. Ambas formas son válidas si
están correctamente encarnadas y son llevadas a cabo del modo adecuado;
se puede elegir entre una u otra, pero no cabe término medio. Otra
opción sería una enorme equivocación y la mayor de ellas consistiría en
estructurar Florencia con el modelo de Cosme, porque sería equivalente a cerrar los ojos y que, al abrirlos, Francia y España hubieran regresado a sus antiguas fronteras; supondría querer borrar mágicamente las nuevas relaciones de fuerza que inciden en el destino de la ciudad.
O
se recomponen las sociedades a través de los repliegues nacionales y
los príncipes o se apuesta por reestructurar un capitalismo roto
Esta
es la tesitura española, y esta es la de la UE. Ante estas dos
alternativas, recomponer las sociedades a través de las banderas, los
repliegues nacionales y los príncipes contemporáneos —esos políticos
fuertes hacia abajo y débiles hacia arriba— o apostar por reorganizar un
capitalismo roto, como afirma Martin Wolf, ofreciendo cohesión social y mejorando notablemente el nivel de vida de la mayoría de los ciudadanos, las élites parecen haber elegido la primera opción.
Y esto deja en mal lugar a dos clases de fuerzas, los liberales moderados y la izquierda, porque las fuerzas emergentes quieren deshacerse de ambos.
En ese instante, en lugar de buscar una solución, de intentar
recomponer sus fuerzas y plantar cara, lo que eligen es el desprecio y
el insulto a aquellos que podrían y deberían estar de su lado. Han
preferido cerrar los ojos, y cada vez que sus explicaciones recurren a
los enfadados y airados, lo que resuena es su deseo de que todo vuelva a
ser como antes. Pero ya no puede ser así, estamos en otro momento,
también geopolítico (que afecta especialmente a la UE), y se imponen
políticas mucho más inclusivas si se quieren afrontar con éxito los
nuevos tiempos. Entendedlo o no, pero dejad ya esos argumentos estúpidos acerca de lo malos que son los votantes. No insultéis a la inteligencia.
ESTEBAN HERNÁNDEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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