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sábado, 22 de diciembre de 2018

BARCELONA SE MUERE


La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau. EFE


No hacía falta que viniera Sánchez, bastaría contemplar el estrafalario Belén de Navidad que preside la Plaza de Sant Jaume. Todo un símbolo de la congénita frivolidad de una alcaldía que sobrevive a su propia inanidad. Cuatro sillones hacen guardia a una gran mesa, como si tratara de una tienda de anticuario en liquidación. Sobre el rectángulo de madera posan una docena de cestos en forma de casetas para hámsters, con una lucecilla interior y una leyenda escrita en papel con frases ingeniosas, de una profundidad tan densa como un charco callejero. Eso es el Belén del Ayuntamiento de Barcelona en este año imborrable de 2018. Haciendo historia.


Barcelona ha entrado en la fase de liquidación de sus ambiciones. La inició ya Pascual Maragall, un heredero de José María de Porcioles, el veterano alcalde de Franco que había llegado desde la Lliga de Cambó y para el que Pascual trabajó durante varios años. Los Juegos Olímpicos del 92 y toda la parafernalia de negocios urbanísticos que los rodearon podían haber sido una benéfica excrecencia del “porciolismo”.

Ese fue el momento álgido del orgullo de Barcelona, tan sonoro y altanero que el propio President Jordi Pujol, decidió quitarle a esa capital de Cataluña gran parte de su territorio y borró de un decretazo el Área Metropolitana. Había que achicar Barcelona para ensalzar el alma de las comarcas catalanas, porque entonces los socialistas catalanes del PSC eran un adversario al que aislar e ir comprando de uno en uno. Y así se hizo. Hoy lo que queda del PSC son bonsáis en maceta que exigen cuidados especiales del Gobierno central y de los medios de comunicación para no morir de consunción.

El catalanismo quiso y aún aspira a hacer de Barcelona otra Roma. Mejor le hubiera venido convertirse en Milán, para lo que estaba dotada. Pero ahora no se sabe muy bien a qué aspira fuera de su autoestima enfermiza y la inclinación de las clases medias comarcales a convertirla en Liubliana o en Prístina; los más avispados en Glasgow.
La personalidad de un alcalde no hace una ciudad, pero contribuye a ello, y sobre todo tiene la responsabilidad suficiente para conservarla, engrandecerla o hundirla
La personalidad de un alcalde no hace una ciudad, pero contribuye a ello, y sobre todo tiene la responsabilidad suficiente para conservarla, engrandecerla o hundirla. La alcaldesa Ada Colau ha conseguido algo singular para un político en ejercicio; derrochar el apoyo de los suyos y ser valorada por quienes no la votarán nunca. Es una de esas figuras antiguas que se denominaban “compañeros de viaje”, con el matiz diferencial de que está dispuesta a apuntarse a tantos viajes a la vez que su naturaleza, tendente a la mediocridad, no da para tanto.

Vive sin vivir en ella y ha logrado que del encaje de bolillos que fue su nombramiento -una suma de siglas que se reparten los pesebres bajo el marbete de “Barcelona En Comú”- con 11 concejales de 41, lo que para mantenerse necesita posturas más propias de funambulista que de alcaldesa en una ciudad a la que le están saliendo las costuras. El presidente Sánchez ha sentado escuela de centauros precarios. Los equilibristas metidos a políticos han de medir muy bien sus movimientos y Ada Colau, ayuna de experiencia política, se mueve como animal en cacharrería. Un mal día decidió poner el “lacito amarillo”, en este caso “lazote”, en la fachada del ayuntamiento en solidaridad con los independentistas arrepentidos de la rebelión y ahora es difícil de quitar porque se interpretaría como una renuncia. Lo suyo hubiera sido un lazo de quita y pon, pero la creciente agresividad en Cataluña no da para virguerías.
Lo que el presidente Sánchez hace a lo grande -buscarse aliados que le ayuden en la supervivencia- lo intenta Ada Colau a su nivel y con unos mimbres tan frágiles como las concejalías
Lo que el presidente Sánchez hace a lo grande -buscarse aliados que le ayuden en la supervivencia- lo intenta Ada Colau a su nivel y con unos mimbres tan frágiles como las concejalías; un funcionariado pendiente de que sus jefes no le bronqueen ni de que los ciudadanos le acosen. Echó a los socialistas del gobierno de la ciudad culpabilizándolos -a ellos, modestos acatadores de órdenes superiores- de la aplicación del 155, pero unos meses más tarde se arrepintió. Demasiado tarde; y ahí se quedó encima del trapecio. No es independentista, dice, pero tampoco constitucionalista, asegura. ¿Y qué carajo es? Nada fuera de una arribista que se subió a la ola.

Pero surfear sí que lo intenta. ¿Acoso sexual a las mujeres? Da un paso al frente y ocupa pantalla: yo también fui agredida. ¿Igualdad de derechos en parejas LGTBI? Otro paso: yo también mantuve una relación lésbica. No hay ocasión que desaproveche para salir de la marrullería de una gestión de ciudad que indigna a los que la votaron y que hace gracia a los que no lo hicieron. Eso presume cierta desvergüenza a la hora de valorar lo que sucede en Barcelona. Las agresiones, convertidas en pan cotidiano, pueden catalogarse en dos tipos, las que son “actos puntuales”, es decir, las de quienes te mantienen en el puesto, y. las otras, las “provocaciones” de quienes no admiten el silencio de los corderos.

La violencia urbana está en trance de convertirse en una disquisición teológica para hoolingans; un oxímoron de académicos. Unos sólo ven lo que quieren ver y otros no ven lo que es evidente. En el fondo, una cuestión de fe para carboneros con la alcaldesa como modelo. Esa fantasía que algunos denominan “modelo de ciudad” y que no es otra cosa que la autosatisfacción que exigen a la gente que sufre, a la que tiene que trabajar, a la que está en el paro sin remisión, o simplemente a la que vive y deja vivir.
Los negocios se van, las tiendas cierran, el turismo flaquea, la ciudad se oscurece tanto que vivimos unas navidades inquietantemente negras
Los negocios se van, las tiendas cierran, el turismo flaquea, la ciudad se oscurece tanto que vivimos unas navidades inquietantemente negras. La verbena de una Barcelona que vivía exhibiéndose de circo en circo ha entrado en la fase de convalecencia. El paso previo a la extinción, porque ya no es una ciudad para vivir sino para sufrir.


                                                                         GREGORIO MORÁN   Vía VOZ PÓPULI

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