Cualquier solución política al conflicto territorial pasa previamente por un acuerdo lo más amplio posible entre los partidos fieles a la Constitución. Es a ellos a quienes debe citar antes que nada el jefe del Gobierno
/EVA VÁZQUEZ
El Estatuto de Autonomía de Cataluña establece que el presidente de
la Generalitat es el representante ordinario del Estado en Cataluña.
Elegido por el Parlamento catalán es nombrado por el Rey, en cuyo nombre
promulga las leyes aprobadas por dicho Parlamento. En definitiva, la
única legitimidad posible del poder que ejerce el señor Torra se basa en
una Constitución a la que no ha jurado fidelidad, en las leyes
electorales que de esa Constitución y del estatuto en vigor emanan, y en
la monarquía parlamentaria contra la que se ha alzado repetidas veces.
La Generalitat es un órgano del Estado español, al que debe fidelidad y
respeto, y el Estado posee medios más que sobrados para garantizar el
cumplimiento de las leyes, la igualdad de todos los ciudadanos ante las
mismas, el mantenimiento del orden público y el respeto a los derechos
humanos en todo el territorio. Esto es así, pero la realidad es que el
Estado se ausentó en gran medida de Cataluña desde principios de este
siglo. La dejación de funciones por parte de los Gobiernos centrales,
mendicantes del apoyo parlamentario de un nacionalismo insolidario e
insolente, ha desembocado en la actual situación de auténtico
desgobierno.
Todo eso explica el esperpéntico espectáculo de estas semanas en el que sobresalen dos hechos de extraordinario simbolismo. Por un lado, la decisión de celebrar un Consejo de Ministros en la segunda ciudad de España, tanto por número de habitantes como por creación de riqueza, es considerada por la Generalitat como una provocación, e incluso en La Moncloa se llegó a pensar que quizás podría anular su visita a Barcelona en nombre de la convivencia. Por si fuera poco, ante las amenazas públicas de grupos anarquistas que llaman a movilizaciones violentas para ocupar ese día el Parlament, el propio Gobierno enviará un contingente de mil policías y guardias civiles, pues por lo visto no son suficientes los más de 16.000 efectivos encuadrados en el servicio de orden de la comunidad autónoma. No se harán esperar las diatribas independentistas contra las “fuerzas de ocupación”. De otro lado, el patronato de los Premios Princesa de Girona ha decidido trasladar a Barcelona las celebraciones. No por amor a la capital de Cataluña, sino después de que el Ayuntamiento de aquella ciudad declarara persona non grata al monarca y este tuviera que presidir la entrega de los galardones en un restaurante, sito en un pueblo de menos de 3.000 habitantes. Anécdotas, no tan pequeñas, que muestran que la ausencia del Estado ha degenerado en una beligerancia activa contra el mismo ahora que trata de recuperar el tiempo perdido.
No me encuentro entre quienes sugieren que la aparente debilidad de
Pedro Sánchez en sus relaciones con el tándem Torra-Puigdemont se debe a
un pacto o a su gratitud por los votos recibidos en la moción de
censura que le aupó a La Moncloa. Estoy convencido de la honesta
voluntad del Gobierno socialista por buscar soluciones políticas a un
conflicto político, como tantas veces se repite. Pero también de la
imposibilidad de una misión semejante, de perfiles y significado
históricos, con el precario apoyo de 84 diputados cuanto tiene enfrente
una mayoría independentista en el Parlamento catalán, instigador y
protagonista de la rebeldía contra nuestra democracia. Cualquier
solución política al conflicto territorial pasa previamente por un
acuerdo lo más amplio posible entre los partidos fieles a la
Constitución. Es a ellos a quienes debe citar antes que nada el
presidente del Gobierno, y con ellos con quienes debe trabajar para
restaurar hasta donde se pueda el equilibrio institucional. El empeño en
prolongar la legislatura, aún si se hace en nombre de la agenda social,
amenaza con deteriorar profundamente el futuro electoral del propio
partido socialista, con lo que dicha tarea se hará más difícil cada día.
Además de acumular diatribas contra el surgimiento de la extrema derecha convendría que la izquierda, que ha nutrido en parte con sus votantes ese despertar del tardofranquismo, haga una lectura no sectaria y no solo ideológica del fenómeno. Repetidas veces he comentado que en la campaña previa a las elecciones de 1982 que dieron la victoria al PSOE, Felipe González fue interrogado por el periodista José Oneto sobre qué era el cambio, palabra que se identificaba con el programa de su partido. “El cambio es que España funcione”, contestó. Hoy en día crece la impresión de que España funciona cada día peor, después de unos cuantos lustros de excelencia, y no funciona casi en absoluto en Cataluña, adonde al parecer ni el Gobierno ni el jefe del Estado pueden ir cuando quieran y como quieran. El crecimiento de la derecha dura, amén de sus similitudes con las experiencias de otros países, viene espoleado por el contencioso catalán que además ejerce una especie de efecto demostración, muy peyorativo, sobre el conjunto del sistema de las autonomías. Se enmarca igualmente en las insidias contra la democracia misma, cuyo prestigio popular decrece a ojos vista como consecuencia de las dificultades para aportar soluciones a los problemas del día a día de las gentes. No existe aprecio por los políticos que no halaguen las emociones primarias de sus potenciales electores, y apenas quedan líderes capaces de orientar las masas, a las que encima confunden con el censo de los militantes de su partido.
Ha pasado casi un siglo desde que Ortega y Gasset proclamara la
conllevancia como única salida al contencioso con Cataluña, y cien años
después parece que no hubiéramos progresado casi nada. Desde las guerras
carlistas, los esfuerzos por normalizar la existencia de un Estado que
garantizara a la vez la unidad del territorio y las libertades
democráticas se vieron condenados al fracaso hasta la muerte de Franco, a
quien los últimos acontecimientos lejos de desenterrarle pueden acabar
resucitando. El consenso de la Transición estuvo encabezado por un
conjunto muy heterogéneo: el nieto del último rey destronado, el jefe
del partido único durante el franquismo, los secretarios generales
socialista y comunista, y el que fuera presidente de la Generalitat en
el exilio, tras haber sufrido detención y condena por su levantamiento
contra el Gobierno de la República que ahora se reclama. Del acuerdo
entre ellos y de la voluntad de concordia surgió el régimen de 1978, que
dio una respuesta, desde luego confusa pero bastante eficaz, al
problema de la diversidad territorial. La amenaza hoy no procede tanto
del espeso provincianismo de Torra ni de los extremos del arco
parlamentario, sino de las desavenencias en el centro.
La conllevancia es una norma general aplicable a todos los contenciosos que surgen en democracia, y el único límite a su ejercicio reside en el cumplimiento de la ley. Con tantas lecciones que a diario nos imparten unos y otros sobre la democracia, es necesario insistir en que esta no es posible sin el Estado de derecho, vulnerado de manera recurrente y descarada por los nacionalistas catalanes. Y puesto que de cumplimiento de la ley hablamos cabría recordar lo que un valenciano catalanoparlante, Rafael Lapesa, ilustre filólogo y secretario perpetuo que fue de la Real Academia Española me comentó hace más de 20 años. “Lo de estar en chirona, metáfora de estar en la cárcel, procede de que en Gerona había una prisión muy famosa, como pudo serlo luego la de Carabanchel. Si te mandaban a Chirona (Girona en su defectuosa pronunciación) era que te enviaban a la cárcel”. Mejor haría pues el Ayuntamiento de la ciudad en recuperar su tradición de convivencia entre culturas e impulso a la ciencia, para que cuando te manden a ella quiera decir que a lo que vas es a recoger un premio al talento y no a otra cosa. Aunque lo entregue el Rey.
JUAN LUIS CEBRIÁN Vía EL PAÍS
Todo eso explica el esperpéntico espectáculo de estas semanas en el que sobresalen dos hechos de extraordinario simbolismo. Por un lado, la decisión de celebrar un Consejo de Ministros en la segunda ciudad de España, tanto por número de habitantes como por creación de riqueza, es considerada por la Generalitat como una provocación, e incluso en La Moncloa se llegó a pensar que quizás podría anular su visita a Barcelona en nombre de la convivencia. Por si fuera poco, ante las amenazas públicas de grupos anarquistas que llaman a movilizaciones violentas para ocupar ese día el Parlament, el propio Gobierno enviará un contingente de mil policías y guardias civiles, pues por lo visto no son suficientes los más de 16.000 efectivos encuadrados en el servicio de orden de la comunidad autónoma. No se harán esperar las diatribas independentistas contra las “fuerzas de ocupación”. De otro lado, el patronato de los Premios Princesa de Girona ha decidido trasladar a Barcelona las celebraciones. No por amor a la capital de Cataluña, sino después de que el Ayuntamiento de aquella ciudad declarara persona non grata al monarca y este tuviera que presidir la entrega de los galardones en un restaurante, sito en un pueblo de menos de 3.000 habitantes. Anécdotas, no tan pequeñas, que muestran que la ausencia del Estado ha degenerado en una beligerancia activa contra el mismo ahora que trata de recuperar el tiempo perdido.
Crece la impresión de que España funciona cada día peor y que no funciona casi en absoluto en Cataluña
Además de acumular diatribas contra el surgimiento de la extrema derecha convendría que la izquierda, que ha nutrido en parte con sus votantes ese despertar del tardofranquismo, haga una lectura no sectaria y no solo ideológica del fenómeno. Repetidas veces he comentado que en la campaña previa a las elecciones de 1982 que dieron la victoria al PSOE, Felipe González fue interrogado por el periodista José Oneto sobre qué era el cambio, palabra que se identificaba con el programa de su partido. “El cambio es que España funcione”, contestó. Hoy en día crece la impresión de que España funciona cada día peor, después de unos cuantos lustros de excelencia, y no funciona casi en absoluto en Cataluña, adonde al parecer ni el Gobierno ni el jefe del Estado pueden ir cuando quieran y como quieran. El crecimiento de la derecha dura, amén de sus similitudes con las experiencias de otros países, viene espoleado por el contencioso catalán que además ejerce una especie de efecto demostración, muy peyorativo, sobre el conjunto del sistema de las autonomías. Se enmarca igualmente en las insidias contra la democracia misma, cuyo prestigio popular decrece a ojos vista como consecuencia de las dificultades para aportar soluciones a los problemas del día a día de las gentes. No existe aprecio por los políticos que no halaguen las emociones primarias de sus potenciales electores, y apenas quedan líderes capaces de orientar las masas, a las que encima confunden con el censo de los militantes de su partido.
Hoy, la amenaza no procede tanto de los extremos del arco parlamentario como de las desavenencias en el centro
La conllevancia es una norma general aplicable a todos los contenciosos que surgen en democracia, y el único límite a su ejercicio reside en el cumplimiento de la ley. Con tantas lecciones que a diario nos imparten unos y otros sobre la democracia, es necesario insistir en que esta no es posible sin el Estado de derecho, vulnerado de manera recurrente y descarada por los nacionalistas catalanes. Y puesto que de cumplimiento de la ley hablamos cabría recordar lo que un valenciano catalanoparlante, Rafael Lapesa, ilustre filólogo y secretario perpetuo que fue de la Real Academia Española me comentó hace más de 20 años. “Lo de estar en chirona, metáfora de estar en la cárcel, procede de que en Gerona había una prisión muy famosa, como pudo serlo luego la de Carabanchel. Si te mandaban a Chirona (Girona en su defectuosa pronunciación) era que te enviaban a la cárcel”. Mejor haría pues el Ayuntamiento de la ciudad en recuperar su tradición de convivencia entre culturas e impulso a la ciencia, para que cuando te manden a ella quiera decir que a lo que vas es a recoger un premio al talento y no a otra cosa. Aunque lo entregue el Rey.
JUAN LUIS CEBRIÁN Vía EL PAÍS
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