La Guerra de los Treinta Años y los Tratados de Westfalia significaron la primera fase de la globalización en Europa
La catedrática Cristina Borreguero
Cristina Borreguero, catedrática de Historia Moderna en la Universidad de Burgos, acaba de publicar un libro titulado “La Guerra de los Treinta Años. 1618-1648. Europa ante el abismo.” La profesora Borreguero me hizo el honor de invitarme a presentar su libro, junto con Luis Ribot,
antiguo catedrático de la misma especialidad en la Universidad de
Valladolid, amigo y compañero del departamento universitario que dirigía
nuestro común maestro de historiadores, Luis Miguel Enciso, fallecido hace pocos días. Presidió el acto de presentación el profesor René Payo,
un historiador del Arte, que, junto con Cristina Borreguero, forma
parte de una generación de profesores universitarios que, aunque con
medios materiales escasos y sufriendo el cambiante marco legal
universitario, logran con su competencia y dedicación que su tarea como
profesores tenga la necesaria dimensión cosmopolita y renovadora que la
Universidad debe poseer en esta época de transformación de los saberes y
de las profesiones.
Luis Ribot, con su autoridad de historiador del siglo
XVII y de su dimensión estatal y militar, señaló que la virtud del libro
de Cristina Borreguero está en su visión ampliamente completa de la
Guerra de los Treinta Años, poniendo en primer plano la contribución
española, en soldados y en dinero, cuando defendía sus intereses en
Europa, que coincidían con los de la rama familiar de los Habsburgo en el Sacro Imperio, básicamente, pero no absolutamente, defendiendo también los intereses del Papa
y del catolicismo. Ribot subrayó que la Guerra, aunque se presentó como
la lucha entre católicos y protestantes, también contenía una disputa
radical de ambiciones dinásticas y territoriales. En ese sentido, pienso
yo, así como la Primera Guerra Mundial, según escribió Hannah Arendt,
fue una guerra territorial, y la Segunda Guerra Mundial, una guerra
ideológica, la Guerra de los Treinta Años empezó como una guerra
ideológica-confesional para acabar con el triunfo de la Francia católica
sobre la Monarquía hispánica, también católica; en otras palabras, al
final, triunfo de los intereses territoriales y estatales.
España primero y luego el Reino Unido ocuparon durante siglos el lugar central de aquella globalización
Esta
secuencia diferente de un final ideológico o territorial en dos épocas
de la Historia de Europa, creo que significa varias cosas. En primer
lugar, la enorme distancia cultural y moral que existe entre las
sociedades del siglo diecisiete y las del presente, cuatrocientos años
después. Intenté describirlo con los sentimientos que produce la música:
cuando se escucha hoy a Antonio Cabezón (1510-1566), o a Bach (1685-1750), su música nos acerca a la santidad religiosa (¡prueben escuchando “Ebarme dich”, mein Gott”,
de la Pasión según San Mateo de Bach!), mientras nos sentimos paganos
escuchando la Novena de Beethoven (1770-1827). La misma distancia que se
da con un mundo en perpetua guerra en el siglo diecisiete, y el nuestro
en paz: desde que en 1945 los aliados vencedores de la Segunda Guerra
Mundial suprimieron el Derecho que tenían los Estados a declarar la
guerra (Derecho que había sido reconocido a los Estados precisamente en
los Tratados de Westfalia de 1648, los que pusieron fin a la Guerra de
los Treinta Años), con la consecuencia de que este periodo de paz es el
primero de una Historia que ensangrentó Europa occidental durante siglos
y siglos, sin tregua y cada vez peor.
En segundo
lugar, la Guerra de los Treinta Años y los Tratados de Westfalia
significan, desde mi punto de vista, una fase de la Historia de la
globalización en Europa. España ha estado en el núcleo de la
globalización, desde que ésta se puso en marcha cuando Juan Sebastián Elcano dio la primera vuelta al Globo terráqueo. Elcano recibió el emblema que lo reconocía del emperador Carlos V,
y esto es mucho más que una simple anécdota: con Carlos V, la Monarquía
hispánica se sitúa como el eje central del sistema global o
internacional de aquella época.
La Guerra de los
Treinta Años, desde esa perspectiva -y eso se puede deducir del libro de
Cristina Borreguero-, se constituye en la fase final del asalto a la
función global de España desde otros países europeos, que intentaron
ocupar su puesto como eje del orden económico e internacional de aquel
tiempo. En Westfalia, y también en la paz con Francia (Tratado de los
Pirineos, 1659), la monarquía de Francia creyó ocupar el puesto de
España. Aunque Luis XIV hizo todo lo
posible para ello, Francia careció de una doctrina cosmopolita
compartida, y no fue capaz de superar su mercantilismo característico.
Fue Inglaterra, en el tratado de Utrecht (1713), la que ocuparía
finalmente el lugar que dejó España vacante (con libre comercio y “the Balance of Power”).
Inglaterra, después el Reino Unido, mantuvo durante dos siglos ese
puesto central; una vez más Francia, con Napoleón, intentó
arrebatárselo, sin éxito. Gran Bretaña lo perdió por defectos propios,
unos años antes de la Primera Guerra Mundial. Ningún Estado fue capaz de
ocupar ese puesto que España y Gran Bretaña habían ostentado durante
siglos, hasta que los Estados Unidos, con los presidentes Roosevelt y Truman, en 1941-1947, ejercieron su función de eje del Orden Internacional. Hasta hoy, pues con Trump
hemos regresado a otra época sin que nadie ocupe el lugar central de la
globalización. ¿Nos condicionará aquella antigua guerra?
JUAN JOSÉ LABORDA Vía VOZ PÓPULI
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