/CHRISTOPHE PETIT TESSON / EFE
El alza del gasóleo es la punta del iceberg del desequilibrio entre la periferia y el centro. El 60% de los vehículos particulares que circulan en Francia lo hacen con diésel, pero en algunas regiones, como el Macizo Central o Bretaña, este porcentaje crece al 72%. Cuando Macron llegó a la Presidencia de la República, en mayo de 2017, el litro de gasolina sin plomo costaba 1,37 euros y el de diésel, 1,21. Durante las últimas semanas se ha disparado hasta 1,56 y 1,52, respectivamente. Y el gasóleo, que es el carburante más vendido en Francia, subió el 18,3% hasta octubre, en contraste con el 12,7% de media en la UE. Casi 19 millones de franceses -más de la cuarta parte de la población- residen en zonas geográficas en las que no existen transportes colectivos. En cambio, en el centro de París solo un tercio de los hogares dispone de coche propio: acostumbran a viajar en avión o en tren de alta velocidad. Antes la tierra determinaba la renta. Ahora lo hace la tecnología y la movilidad.
El combate contra el diésel se ha convertido en un objetivo preferente para la necesaria transición ecológica y la lucha contra el cambio climático. El problema en Francia, a diferencia de España, es que allí choca no sólo con la defensa numantina del Estado del bienestar sino con el lacerante declive de sus regiones periurbana, que abarca las áreas rurales y los corredores urbanos alejados de la capital. El factor clave para entender el grado de adhesión y la transversalidad de la cólera de los chalecos amarillos estriba en la estructura demográfica del país galo. Mientras en España más del 60% de los ayuntamientos tienen menos de 1000 habitantes y solo concentran el 3,2% de la población, en el país vecino cerca de la mitad de sus habitantes vive en municipios de menos de 10.000 habitantes. No es la Francia vacía la que se indigna porque en este país llevan aplicando políticas contra la despoblación desde De Gaulle. Es la Francia que estalla por los rencores larvados como consecuencia de su rampante precariedad laboral.
El grito se dirige no tanto contra un cambio del sistema energético sino contra un modelo económico que erosiona la cohesión territorial, es decir, la igualdad entre ciudadanos con los mismos derechos. De ahí que no pueda tacharse de boutade el subterfugio con el que el primer ministro francés justificó la debilidad de su Gobierno: "ninguna tasa merece poner en peligro la unidad de la nación". Porque es exactamente eso lo que está en juego. La brecha entre la ciudad y el campo sigue agigantándose. La diferencia entre Francia y España es que allí no solo operan los rescoldos de una añeja conciencia revolucionaria, sino la fuerza de un territorio vivo y poblado. Aunque a duras penas sus vecinos lleguen a fin de mes.
RAÚL CONDE Vía EL MUNDO
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