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lunes, 10 de diciembre de 2018
LOS PARTIDOS CONSTITUCIONALISTAS SE EMBARCAN EN EL TITANIC
Disolver el bloque constitucional
cuando la Constitución está bajo amenaza de jaque mate es la decisión
política más irresponsable que se ha tomado en España desde el final de
la dictadura
Fotograma de la película 'Titanic'.
Balance de una semana: el seísmo andaluz, precuela de lo que viene en el resto de España, nos proyectó hacia un futuro inquietante. Y el 40 cumpleaños de la Constitución nos condenó a la nostalgia.
El llamado régimen del 78 descansa sobre cuatro pilares fundacionales. La democracia representativa como forma de gobierno. La monarquía parlamentaria
como forma de Estado. Un modelo territorial basado en la
descentralización política dentro de un Estado unitario. Y la economía
de mercado corregida con criterios de equidad social. Más tarde se
añadió una quinta pata: la pertenencia a la Unión Europea, que conlleva aceptar progresivas cesiones de soberanía.
Ese es el núcleo genético del pacto constitucional.
Puede modificarse cualquier otra parte del texto del 78, y lo
llamaremos reforma. Pero poner en jaque alguno de esos cinco elementos
(no digamos si se cuestionan todos) aboca necesariamente a un proceso constituyente.
Durante casi cuatro décadas, la Constitución operó como el marco, por todos respetado, de la competición política en España
Durante casi cuatro décadas, la Constitución operó como el marco, por todos respetado, de la competición política en España.
Esos cinco principios delimitaron el terreno de juego, y todas las
alternativas viables se movieron dentro de él. Cualquier iniciativa que
lo rebasara se consideraba políticamente no pertinente. La propia
sociedad se encargó de penalizar con la insignificancia electoral a
quien osara jugar, como en el golf, fuera de límites.
El cambio más trascendente de los últimos tres años es que lo que antes encuadraba la competición política
se ha convertido ahora en el objeto de esa competición. Ya no
discutimos dentro de unas reglas comúnmente aceptadas: discutimos sobre
ellas. La Constitución
ha pasado de ser marco a ser trinchera. Hoy, situarse a un lado o al
otro de esa línea divisoria es el primer y principal criterio de
diferenciación política. Constitucionalismo y europeísmo,
o sus contrarios, son los ejes determinantes de nuestro futuro. Este
dependerá, más que de ninguna otra cosa, de cómo se resuelva esa
antinomia.
La primera línea de quiebra del marco fue la irrupción de Podemos,
un partido que impugna los cinco fundamentos del sistema. No cree en la
democracia representativa, sino en la plebiscitaria. Ha hecho del
derribo de la monarquía parlamentaria uno de los ejes de su estrategia.
Defiende el derecho de autodeterminación, incompatible con la integridad
territorial. Su fe en la economía de mercado es nula. Y desconfía
profundamente de la Unión Europea (hasta la llegada de Vox, Pablo Iglesias ha sido el político español que más veces ha invocado la palabra 'soberanía').
Pablo Iglesias. (EFE)
El nacionalismo independentista,
en sus versiones catalana y vasca, repudia el modelo territorial basado
en la unidad de España y la forma monárquica del Estado. También el
proyecto europeo, porque la Unión no puede digerir la disgregación de sus miembros.
Pera cerrar la soga, aparece Vox. Una fuerza que no oculta su propósito de abrogar el Estado de las autonomías devolviéndonos al centralismo preconstitucional y que se apunta a la rampante eurofobia que atraviesa (nunca mejor dicho) el continente.
Si contamos los votos de Podemos
y del nacionalismo y atribuimos a Vox en España una fuerza similar a la
obtenida en Andalucía (lo que podría ser un cálculo conservador), el
resultado es que pronto tendremos a más de un tercio del electorado
representado por fuerzas expresamente extraconstitucionales. Y de ellas
dependerán todos los gobiernos (municipales, autonómicos y nacional) si
los tres partidos constitucionales persisten en la política suicida de alianzas que han emprendido.
Pero lo más
importante no es su fuerza numérica, sino su capacidad para imponer los
términos del debate. En cualquier medio de comunicación o en el discurso
de cualquier político —por no hablar del infierno de las redes
sociales—, se comprueba lo que atrae la atención, moviliza las pasiones y
polariza las posiciones: la crisis de la democracia, la unidad de España,
el ataque a la monarquía, la impugnación del modelo económico tras la
crisis, el resurgir de los nacionalismos xenófobos, el rechazo de la
globalización, el repliegue identitario y el reforzamiento de las
fronteras para defenderse de la inmigración. Todos y cada uno de los
pilares sobre los que se asentó en España el pacto de convivencia son
hoy el objeto de la disputa política y el mayor generador de crispación.
Se
puede ser más conservador o progresista, más o menos autonomista, más
liberal o más socialdemócrata en cuanto a la economía, pero lo urgente
en este momento, lo inexcusable e inaplazable, es situarse en la pista
central, que tiene poco que ver con la topografía convencional: se está
con el constitucionalismo europeísta o se está con cualquiera de las
versiones del nacionalpopulismo soberanista (llámense Iglesias, Abascal o Puigdemont). Y una vez elegido el lugar de cada quién, hay que actuar en consecuencia. Por ejemplo, para buscar aliados.
Lo
urgente en este momento, lo inexcusable e inaplazable, es situarse en
la pista central, que tiene poco que ver con la topografía convencional
Sostiene Sánchez
que “no se puede ser proeuropeo y apoyarse en fuerzas antieuropeas para
gobernar”. Ciertamente. Esa es una contradicción tan insalvable como la
de ser constitucionalista y apoyarse en los enemigos de la Constitución
para gobernar; o creer en la unidad de España y obtener oxígeno de quienes la quieren destruir.
Hacer
tal cosa como un recurso ocasional para ganar una moción de censura es
objetable. Convertirlo en 'modus vivendi' para sostenerse en el Gobierno
resulta incomprensible en un partido con la trayectoria del PSOE.
Y convertirlo en proyecto estratégico para asegurar investiduras
futuras es inasumible para cualquier español, de izquierdas o de
derechas, que crea en un país constitucional y plenamente europeo. No
hay táctica que justifique semejante renuncia a los principios.
Igual dilema se presenta a los otros dos partidos del extinto bloque constitucional, PP y Ciudadanos.
Si creen que su problema se acabará camuflando entre la maleza de un
entendimiento con Vox para gobernar en Andalucía, están muy equivocados.
Andalucía no ha sido una excepción, sino la nueva norma. A partir de
ahora, PP y Ciudadanos se verán obligados a depender de Vox para gobernar en los ayuntamientos, en las comunidades autónomas y en España; y el PSOE
se abocará a ligar su suerte de por vida a la de Podemos, y a
reproducir la coalición Frankenstein para seguir en La Moncloa. La
alternativa sensata, que es hablar entre ellos, ninguno la contempla.
Disolver
el bloque constitucional cuando la Constitución está bajo amenaza de
jaque mate es la decisión política más irresponsable que se ha tomado en
España desde el final de la dictadura. No solo por el país, también por
ellos mismos: jugando en el lado equivocado de la pista, no habrá
sobrevivientes en el Titanic constitucionalista. Eso sí, tendrán la triste satisfacción de hundirse por separado.
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