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martes, 9 de agosto de 2016

¿A QUÉ HUELE EL PROGRESISMO?

Imagen Ryan McGuire.

Era más de medio día y hacía un sol de justicia, casi 40 grados a la sombra, cuando un hombre nos adelantó según entrábamos en un pequeño bar. Fue pasar delante de nosotros y dar un respingo mi acompañante, como si hubiera metido los dedos en un enchufe. Inmediatamente después torció el gesto, miró en dirección al tipo y gruñó: “¡Joder! ¡Algunos no saben lo que es el agua y el jabón!”. Era un peón, que trabajaba en la obra que había justo en frente, el que a su paso había dejado la estela de un fuerte olor a sudor, como si fuera la cola gaseosa de un cometa. Para colmo, fue a colocarse en el lugar de la barra hacia el que nos dirigíamos. Mi acompañante se paró en seco, miró a su alrededor y buscó una alternativa. Pero el bar era demasiado pequeño y todos los sitios disponibles se encontraban a escasa distancia de aquel sujeto. Así que frunció el entrecejo y dijo: “No voy a poder soportar el olor a muerto de ese tío. Hay otro bar al final de la calle”. Y salió de allí a toda prisa, como si huyera de un inspector de Hacienda. Una vez fuera exclamó “¡Será cerdo!”.
No voy a negar que el olor tiraba de espaldas, ni tampoco a fingir que no me resultó molestó. Tengo nariz en la cara. Pero siendo justos, aquel hombre olía mal no porque fuera un cerdo sino por culpa de las más de seis horas que llevaba en el tajo; cuatro de ellas, calculé, bajo un sol de justicia. Los operarios de esa obra, un futuro edificio de apartamentos, estaban trabajando arriba, en la última plataforma: el único lugar donde no había sombra alguna. Además, el olor que desprendía tenía un fuerte componente a amoniaco. Como era extremadamente delgado y carecía de grasa corporal, su metabolismo estaba literalmente procesando sus músculos. Por eso, en la peor hora del día, cuando los rayos del sol caían totalmente perpendiculares, fue al bar más cercano a por una bebida fría y… se topó con nosotros. Mala suerte.
Un par de pasadas más por delante de sus narices y le habría llamado fascista
Esto no dejaría de ser una mala experiencia olfativa si no fuera porque la persona que me acompañaba, y que tan mal lo llevó, se integra en ese universo de seres extremadamente sensibilizados con las desgracias humanas, a ser posible las universales; gente a la que, se supone, le conmueve el drama de los refugiados, la pobreza en el mundo, las desigualdades. En definitiva, personas que se tienen a sí mismas como extraordinariamente receptivas ante los padecimientos ajenos. Sin embargo, bastó la bofetada de un fuerte olor en su aristocrática nariz para que todo el encanto de las grandes causas se desvaneciera y llamara cerdo a un currante que llevaba horas sudando la gota gorda en la última planta de un edificio en obras, bajo un sol atroz. Un par de pasadas más por delante de sus narices y le habría llamado fascista que, como todos sabemos, es el insulto definitivo.
De pronto, aquel joven defensor de los derechos humanos se había sentido ofendido por un humilde peón que había osado traspasar su perímetro de seguridad con su desagradable olor físico. Quizá aquel ser superior habría podido perdonar, tal vez tolerar (tengo mis dudas), el mal olor de un refugiado que huyera de la guerra de Oriente Medio, de cualquiera que escapara de la hambruna de algún lugar ignoto de África o de cualquier otra persona que estuviera hacinada en un gueto a consecuencia de uno de tantos conflictos, pero jamás el de ese operario que, para su desgracia, trabajaba al lado de su bar favorito. Por culpa de aquel desgraciado, de aquel guarro, había tenido que dar media vuelta y recorrer los cien metros que había hasta la siguiente cafetería. Él ni lo sospechaba, pero se retrató en un instante, dejó meridianamente claro que todo lo que decía, sus grandes sentimientos, sus aún más grandes causas se habían ido a tomar viento entre gruñidos y juramentos. Qué fácil es defender el mundo sin soportar el terrible hedor que desprenden las personas y sin enfrentarte a tus propias repugnancias.
Hay una peste peor que el olor a sudor de un currante, y ese olor es el tufo del hipócrita, de su doble moral, de ese apuntarse a las grandes causas para salir de la insignificancia. Es la hipocresía a la medida de un mundo peligrosamente monocorde, donde hasta los más formados, los que se supone mejor preparados, se comportan como tiranillos.
Tiene guasa, pero a pesar de que la nuestra es la sociedad del ruido, del jolgorio, vivimos bajo la ley del silencio
Tiene guasa, pero a pesar de que la nuestra es la sociedad del ruido, del jolgorio, vivimos bajo la ley del silencio, tutelados por clérigos que usan el Estado para propagar su religión y convertirla en obligatoria. Todo lo aprendido no está sirviendo para una mejor comprensión y respeto de nuestras diferencias sino, muy al contrario, para comportarnos como elefantes en una cacharrería. Y paradójicamente, los nuevos recursos, los datos, las estadísticas, los estudios, las teorías, no sirven al debate sino que se han convertido en armas con las que neutralizar el pensamiento crítico. De ahí que los serios avisos de que no se están haciendo las cosas demasiado bien sean acallados de forma increíblemente irresponsable. Y que fenómenos como el de Donald Trump se expliquen como simple eclosión de la extrema derecha, de los tipos malos. Resulta que, de pronto, la sociedad se ha vuelto estúpida; o peor aún, lo ha sido siempre. Y basta que un fulano cualquiera abra la boca para que Estados Unidos se coloque al borde del precipicio, así, de un día para otro. Las décadas de errores y abusos políticos, de ingeniería social forzosa, de sometimiento a lo políticamente correcto, de trolas administrativas, de dilapidar el dinero ajeno, no han influido en nada. Tampoco la infantilización de la sociedad que se ha propiciado desde el Estado. Son los tipos malos, que no descansan nunca. Punto.
Lo que sea con tal de no reconocer que lo que llamamos “progresismo” se ha convertido en una apisonadora al servicio del Poder que, por donde pasa, tritura convicciones, costumbres, libertades, derechos y… responsabilidades. En definitiva, siembra vientos y cosecha…
Sí, lo del currante y el progre es una anécdota traída por los pelos. Demasiado poco para explicar tanta chaladura. Pero no me negarán que apestar, apesta un rato. Casi tanto como la hipocresía de estos tiempos postmodernos.


                                                                     JAVIER BENEGAS  Vía VOZ PÓPULI

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