Tiene Mariano Rajoy un sobrevenido simbolismo con los muñecos que se queman en muchas localidades de España. Por ejemplo, estos días en Santa Fe, la histórica localidad en que los Reyes Católicos montaron en 1483 el campamento para preparar el asalto final al reino nazarí de Granada. Se celebran las fiestas patronales dedicadas a San Agustín y lo primero que hacen los vecinos es quemar una falla, ‘el Penas’, en la que, previamente, han depositado un papelito con todo aquello que detestan.
Es la misma costumbre de otras muchas ciudades españolas y americanas en las que se quema un muñeco, un guiñapo, que simboliza lo negativo. Pues eso mismo es lo que le ha pasado a Rajoy, a su personaje público, que se ha convertido en 'el Penas' en quien muchos señalan todos los males de España. De modo que si en la sesión de investidura los diputados pudieran prenderle fuego a una falla que simbolizara a Rajoy, después de colocar allí su papelito con las penas que le adjudican al presidente, seguro que todo sería más sencillo después. Más factible, digamos.
Tanto es así que podría afirmarse que la figura política de Mariano Rajoy ha acabado convertida en uno de los inconvenientes que se arrastran en este tiempo político tan convulso, porque el mero acercamiento al presidente en funciones se entiende como un ejercicio de alto riesgo. A ver, es una mera convención política, coyuntural, injusta y cruel, porque nadie puede sostener que Mariano Rajoy sea la encarnación de todos los males, pero esa es la realidad.
Rajoy es otra cosa, con sus virtudes y sus defectos, pero lo han convertido en símbolo de lo que tiene que acabar. Esto es así y tiene mucho que ver con tres cosas, con la simpleza de la política española, con el cainismo pertinaz de la izquierda y también, hay que añadirlo, con la extraordinaria torpeza de la derecha española a la hora de comunicar y relacionarse con los demás, al punto de que en ocasiones los dirigentes del PP han encontrado en el aislamiento un motivo de reafirmación política.
Hasta Ciudadanos, el único que se ha prestado a negociar con Mariano Rajoy, ha estado renegando de la foto hasta el último momento porque le concede al presidente en funciones esa condición simbólica de ‘el Penas’: “El problema no es solo Rajoy, pero Rajoy es parte del problema”, decían. De hecho, estaban dispuestos a negociar con cualquiera del Partido Popular que no fuera Rajoy. Hasta sugirieron varios nombres como alternativa. Si finalmente ha alcanzado el pacto que exhibirá en la sesión de investidura, es solo por estrategia. Lo que no podía hacer Ciudadanos ante sus electores es justificar que no se sentaba a negociar con el Partido Popular con 137 escaños cuando sí lo hizo con los socialistas cuando tenían 90 escaños.
Pero es un pacto de doble filo, diríamos, porque, al mismo tiempo, aúpa y se aleja de Rajoy. Quiere decirse que, en algún momento, Rivera tendrá que justificar su impresionante giro político, aquello que dijo de Rajoy en marzo y que tantas veces ha repetido desde entonces: “¿Me puede dar una sola razón para que los españoles confíen en usted para liderar una nueva etapa política? Solo una. Yo no encuentro ninguna”.
Es una mera convención política, coyuntural, injusta y cruel, porque nadie puede sostener que Rajoy sea la encarnación de todos los males, pero es la realidad
La ‘salvaguarda’ de Ciudadanos en el pacto que ha firmado con el Partido Popular es la comisión de investigación que impuso en las seis primeras condiciones, una especie de cláusula final de autodestrucción de todo lo firmado, porque conllevaría la declaración de Luis Bárcenas en el Congreso, algo incompatible con la permanencia de Rajoy en la presidencia. Entendamos que Bárcenas es el tesorero que le pagaba al presidente en funciones los “sobres con dinero negro”, como lo fustigaba Albert Rivera, con lo que el ‘cara a cara’ de ambos en el Congreso sería letal para Rajoy en una hipotética legislatura en que los populares pudieran gobernar con el apoyo central de los diputados de Ciudadanos.
La cuestión es que cualquier acercamiento a Rajoy siempre tenga una explicación de ‘nariz tapada’, como les ocurrió a los nacionalistas cuando llegaron a un acuerdo con los populares para la composición de la Mesa del Congreso de los Diputados. Votaron a favor del PP y salieron de la reunión silbando y mirando al techo; lo negaron con explicaciones y evasivas ridículas, porque hasta el ridículo les parecía más rentable que la aceptación de la verdad, un acuerdo con aquel que han convertido en el símbolo del mal.
En la izquierda, tan dada al fetichismo, tan plagada de pegatineros, la identificación de Rajoy con todos los males de España es algo que trasciende de la estrategia política. En la izquierda, ese simbolismo es fundamental, forma parte del discurso, de su ADN ideológico. Ese sambenito es siempre necesario, para exhibirlo en los mítines y en las manifestaciones; le ocurre ahora a Rajoy como en tiempos le pasaba a José María Aznar con el ‘trío de las Azores’. Desde Felipe González al diputado Rufián, de Esquerra, pasando por Pablo Iglesias o Pedro Sánchez, existe un solo común denominador, el rechazo a Rajoy por encima incluso del Partido Popular.
Ya dijo Felipe González, principal defensor de la abstención socialista para que el Partido Popular pueda gobernar, que el PSOE debe “dejar formar Gobierno, incluso si Rajoy no se lo merece”. ¿Cómo que no se lo merece quien ha ganado tres veces las elecciones? ¿Quién decide eso, el merecimiento? En fin, eso, que es tan importante el simbolismo de Rajoy que si existe una posibilidad de que el PSOE pueda acabar absteniéndose en esta legislatura, será solo a cambio de que Mariano Rajoy no sea el candidato a presidente, como ya se adelantó en El Confidencial hace unas semanas. “Me llevaré por delante a Rajoy”, contaba mi compañero José Antonio Zarzalejos que se le ha oído decir al secretario general del PSOE, Pedro Sánchez. Obsérvese el detalle: es más importante quitar a Rajoy que pactar la eliminación de cualquier otra política del PP, al que se dejaría gobernar con la sola condición anterior.
En definitiva, que llegados a este punto en la política española, lo que cuesta menos es imaginar esta escena de película surrealista, con los diputados llegando al Congreso con un talante nuevo, alegre, como de fiesta. A la altura de los leones, habría una falla de Rajoy para que todos depositaran allí sus papelitos con las penas, con los males de España. Cuando todos hubieran hecho corro en torno a la falla, la presidenta del Congreso, solemnemente, ordenaría a los ujieres que prendieran la mecha de Mariano Rajoy, ‘el Penas’. Ya dentro del hemiciclo, todos se mirarían con satisfacción. Y podrían hablar mas relajados, con menos líneas rojas, con más entendimiento. Fuera, en su soledad, quedaría ardiendo Mariano Rajoy, ‘el Penas’.
JAVIER CARABALLO Vía EL CONFIDENCIAL
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