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domingo, 21 de agosto de 2016

"¿CÓMO CREES, PEDRO, QUE ME JUZGARÁN EN LOS LIBROS DE HISTORIA?"

Se cumplen 300 días desde que Rajoy disolviera las Cortes en octubre de 2015.
Pedro Arriola, alias ‘el Brujo’, se presentó a las puertas de La Moncloa en las semanas previas a los comicios del 20 de diciembre. Desde el refugio de los Narcisos 13, dirección donde se ubica su base de operaciones, este experto demoscópico acudía de nuevo a la llamada de Mariano Rajoy. Pese a su vano intento por hacer ver que se encontraba de retirada y haber apostatado como oráculo para las empresas del Ibex, Arriola no podía por menos que atender a la llamada del presidente del Gobierno. Su relación con Rajoy iba más allá de loestrictamente profesional. Después de tanto vivido, uno y otro habían ligado sus destinos a fuego como esos hermanos gemelos que Jeremy Irons interpretaba en ‘Inseparables’.
Eran tiempos duros. Lo había sido toda la legislatura, cuatro años empedrados de dificultades: desde las presiones para acogerse al rescate, pasando por el desafío catalán, los casos de corrupción que cuelgan de las paredes de Génova y los SMS de Bárcenas. Pero se acercaba el día D, esto es, el momento de renovar el voto de confianza de los electores para continuar al frente del Ejecutivo, y en vez de ánimos, lo único que Rajoy escuchaba por detrás eran bisbiseos de que él no era el candidato adecuado, que estaba quemado, que con otro líder al frente del Partido Popular se podría dar imagen de regeneración y obtener más votos en las urnas.
La pregunta se la lanzó a Arriola aquel día en La Moncloa: “¿Cómo crees, Pedro, que me juzgarán los libros de Historia?”. Acaso era esa la principal preocupación del todavía presidente en funciones: cómo sería recordado si después de haber estado dos legislaturas ejerciendo la oposición a Zapatero tras el 11-M, si después de haber alcanzado el poder con mayoría absoluta y haber sacado al país de una profunda depresión tras tomar decisiones duras, muy duras, que habían hecho mella en los españoles y también en su persona, cómo sería recordado, digo, si después de todo ese sacrificio daba un paso atrás y se retiraba como candidato atendiendo a las presiones de algunos poderes fácticos.
No lo hizo. Rajoy decidió continuar. Después de dos elecciones generales y una situación de bloqueo político como nadie recuerda, hoy se cumplen 300 días de la disolución de las Cortes el 26 de octubre de 2015. Y es ahora, por fin, cuando Rajoy ha decidido someterse a la investidura. Será el próximo 30 de agosto. Y lo hará, probablemente, para perder.
Rajoy, Arriola y Moragas, entre bambalinas en el debate del 26-J
 Rajoy, Arriola y Moragas, entre bambalinas en el debate del 26-J.

Han sido 300 días que pasarán, precisamente, a los libros de Historia como uno de los capítulos más oscuros del país, no solo porque hayan saltado las costuras tejidas en la Transición, poniendo en solfa el sistema de partidos, el reloj constitucional, el papel del presidente del Congreso e incluso el del jefe del Estado, sino por la vulgaridad imperante desde entonces, esa vulgaridad que, como señala el filósofo Javier Gomá, es consustancial a lo humano, pero que en España “ha alcanzado, en el sentir de muchos, un término insoportable”.
Han sido 300 días en los que el líder del Partido Popular ha sufrido un desgaste brutal y en los que unos y otros se han esmerado en amortajarle como si estuvieran preparando su funeral. Como muestra, el Rajoy que se presentó en la rueda de prensa del pasado miércoles. Aquel era un Rajoy de mirada torva, más alterado que nervioso, que señalaba con su índice acusador a los periodistas como si fueran ellos responsables de sus contradicciones.
El líder del PP dejó a todos ojipláticos cuando explicó que el comité ejecutivo de su partido no había entrado a valorar las condiciones exigidas por Albert Rivera para suscribir el pacto con Ciudadanos -a pesar de que unos días antes había asegurado lo contrario-, al tiempo que evitaba fijar fecha para la investidura. No solo dejó ojipláticos a los periodistas. También a sus compañeros de partido. Los populares que acudieron aquella mañana a Génova conscientes de la relevancia de lo que allí se iba a decidir, se quedaron con un palmo de narices.
“No nos lo esperábamos, la verdad”, confiesa un miembro de la dirección del PP. “No me refiero a la rueda de prensa sino al comité ejecutivo. Nos quedamos muy sorprendidos cuando nos comunicó que no íbamos a discutir los seis puntos de Ciudadanos, que lo único que nos pedía era un cheque en blanco y que él ya se encargaba de todo. Ya sabemos cómo es Mariano, pero le fallaron las formas. A veces se olvida de lo que es el PP”.
“Nadie sabe lo que pasa por su cabeza”, reconoce otro miembro de la dirección. “Ni yo ni ningún ministro. Las negociaciones las está llevando exclusivamente él. Es una información que está centralizada en su persona. Ya sabemos cómo es Mariano. ¿Que alguna idea debe tener Carmen Martínez Castro? Pues supongo que sí. ¿Moragas? Entiendo que también. Pero es él quien dice a Carmen y Jorge lo que tienen que hacer. En los comités ni preguntamos. Para qué preguntar si no te lo va a decir. Y si te lo dice, casi peor”.
En Rajoy ha germinado cierta desafección respecto a personas de su entorno que, llegado al momento, no se pronunciaron sobre su candidatura
En estos 300 días desde que se disolvieron las Cortes, e incluso antes, la desconfianza ha ido germinando en el Palacio de la Moncloa. Una desconfianza que el presidente del Gobierno en funciones no solo ha proyectado hacia los rivales políticos, algunas empresas del Ibex y medios de comunicación, sino también hacia los suyos, vicesecretarios del partido, presidentes regionales e incluso ministros, personas que consideraba de su confianza pero que, en determinados momentos, cuando se propagó la especie de que Rajoy debía apartarse para facilitar un gobierno de la nación, no se pronunciaron y se pusieron a hacer requiebros como si estuvieran disputando un partido de fútbol siete.
Es el vértigo del poder. Cuanto más alto llegas, más solo te quedas. Recibes consejos y admoniciones por doquier, pero al final eres tú el que toma las decisiones, es sobre tu persona sobre la que recae el grueso de la responsabilidad. Los demás se lavan las manos. Un ejercicio del poder que lleva a encastillarte en posiciones a veces alejadas de la realidad y que te obliga, en ocasiones, a sacrificar afinidades. Es por ello por lo que la guardia de corps de Mariano Rajoy es un tanto exigua: su jefe de gabinete, Jorge Moragas; la secretaria de Estado de Comunicación, Carmen Martínez Castro, y entre bambalinas, Pedro Arriola. Poco más. En Génova se apoya en Fernando Martínez-Maíllo, figura ascendente dentro del partido.
Rajoy quiere ser el próximo presidente del Gobierno. Cuanto más le presionan, más dispuesto se muestra a lograr tal objetivo pese al desgaste que lleva a sus espaldas, las desafecciones personales y el viscoso engrudo en el que se ha convertido la política española. Tiene casi imposible conseguirlo el próximo 30-31 de agosto por el inmovilismo del PSOE. Sería más factible lograrlo en una segunda ronda de investidura después de las elecciones vascas y gallegas, pero nadie se juega el dedo meñique en ese envite. Así las cosas, las terceras elecciones no solo se muestran como un escenario real sino que es el más plausible de todos.
Los cuatro partidos en liza barruntan que no les iría mal en unos nuevos comicios, ignorando el nivel de hartazgo de los españoles. Hasta Pedro Sánchez vaticina que unas terceras elecciones servirían para apuntalar el bipartidismo y reforzar su liderazgo en el PSOE, al tiempo que le permitirían beneficiarse de la crisis del ‘holding’ Podemos.
Planteamiento similar ronda por la cabeza de Rajoy: ¿para qué ser investido presidente si contaré con una mayoría exigua en el Congreso y voy a tener que pedir permiso a la oposición hasta para ir al baño? Mejor acudir a las urnas y tratar de ampliar ventaja.
No se fía de Pedro Sánchez, pero tampoco de Rivera. Después de que Ciudadanos haya perdido un sinnúmero de veces su cabeza, Rajoy se malicia que el acuerdo con C’s será fútil y efímero. El artículo que Rivera escribió en ‘El País’, en el que animaba al PSOE a una abstención patriótica y a ejercer una oposición conjunta 24 horas después de la investidura, no ha ayudado precisamente a distender la situación. Rajoy considera que esas declaraciones no son sino arpones ajenos que le lanza al lomo para desgastar su imagen. Llegados a este punto, si hay que ir a terceras elecciones, se va. Sic transit gloria mundi.  

                                                 NACHO CARDERO  Vía EL CONFIDENCIAL

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