UNA NUEVA DIVISIÓN POLÍTICA
"Izquierdas
y derechas nacen como negociados de una misma empresa, que es la
revolución, al asalto del orden cristiano hoy reducido a escombros; y
aunque sus estrategias son diversas (¡incluso aparentemente adversas!),
tienen un objetivo común".
Juan Manuel de Prada
Tiene razón Guy Sorman cuando afirma, en un artículo reciente,
que la distinción entre izquierda y derecha se ha quedado obsoleta. Más
propiamente podríamos afirmar que, en realidad, siempre fue una
distinción ficticia, un engañabobos inventado para alimentar la
demogresca y enardecer las pasiones de las masas, que así se figuran que
defienden cosas distintas. Izquierdas y derechas nacen como negociados
de una misma empresa, que es la revolución, al asalto del orden
cristiano hoy reducido a escombros; y aunque sus estrategias son
diversas (¡incluso aparentemente adversas!), tienen un objetivo común.
Ya Balmes nos advertía que los partidos “de instinto moderado y sistema
conservador” se convertían a la postre en conservadores “de los
intereses creados de una revolución consumada y reconocida”.
En esta estrategia convergente al negociado de izquierdas le ha
correspondido tradicionalmente la labor más resultona de acelerar el
triunfo de la revolución; y al negociado de derechas la labor más
lacayuna de consolidar sus “logros” parciales. Pero los líderes y
lideresas más aguerridos de la derechona ya se rebelan contra este
reparto de papeles que los perjudica, y pugnan por adoptar iniciativas
que aceleren el triunfo de la revolución, evacuando zurullos aún más
fétidos que la izquierda. Ahí tenemos, por ejemplo, a la alguacilesa
Cifuentes, convertida en adalid chillona del cambio de sexo y la
conversión de la escuela en un corruptorio de menores.
A la alguacilesa Cifuentes la votan muchos izquierdistas sistémicos que
quieren seguir mamando de la teta, como en Estados Unidos muchos
derechistas mamoncetes y sistémicos se disponen a votar a la bruja
Hilaria. Como nos advertía Ernest Hello, “las opiniones del mundo pactan
fácilmente con las demás opiniones de su especie, pues las une un odio
profundo contra el común enemigo”, que aunque reducido a escombros
cuenta con un Dios que sabe cómo salir de la tumba. En efecto, las
opiniones del mundo, por mucho que finjan contradicción, por mucho que
se esfuercen en levantar construcciones ideológicas aparentemente
disímiles, a la postre enseñan la patita del odio al común enemigo; y,
llegado el caso, se coaligan para combatirlo, en lo que Hello denominaba
una “parodia de unión” y Unamuno “la liga aparente de los intereses”.
Si peperos y sociatas tuvieran enfrente una formación que postulase una
auténtica política cristiana, haría más de medio año que tendríamos un
gobierno de coalición, porque se habrían unido de inmediato contra ella.
Pero como no tenemos esa formación peperos y sociatas pueden permitirse
el lujo de simular "sine die" una división aparente, para seguir
alimentando la demogresca, que es el nutriente que los hace fuertes.
En el artículo arriba citado de Guy Sorman no se mencionaba, sin
embargo, esta división entre adalides de la revolución y defensores de
una política cristiana; pues dos siglos de hegemonía revolucionaria han
hecho ininteligibles unos postulados que ya sólo se atreven a defender
unos pocos obispos arriscados (solos entre una multitud de hijos de
Oppas) y algún reaccionario maldito e irredento. Sorman distinguía, en
cambio, entre los partidarios de una “sociedad abierta” y los
partidarios de una “sociedad tribal”; división que nos ha parecido muy
interesante como expresión (eufemística por un lado, caricaturesca por
el otro) del malestar que bulle, lo mismo entre liberales que entre
progresistas, ante la emergencia de nuevos líderes políticos que se
revuelven, a veces de forma más visceral que consciente, contra el
mundialismo. Trataremos de explicar este asunto en un próximo artículo.
II
En un artículo reciente, Guy Sorman sostenía que la distinción entre
izquierda y derecha se ha quedado obsoleta; y proponía como distinción
alternativa otra que señalase, por un lado, a los partidarios de la
“sociedad abierta” y, por otro, a los partidarios de la “sociedad
tribal”. La elección de los epítetos delata las preferencias del autor,
que incluye entre los adalides de esta “sociedad tribal” –en el artículo
citado y en otros anteriores– a líderes políticos de muy diverso pelaje, desde
el “populista” Trump al “despótico” Putin, pasando por los
“criptofascistas” Viktor Orban o Andrzej Duda. Los epítetos peyorativos
desempeñan nuevamente una función anatemizadora de estos líderes, a
quienes Sorman moteja de “nacionalistas, autárquicos y estatistas”. En
cambio, cuando describe los rasgos principales de los partidarios de la
“sociedad abierta” (entre los que ocupa un lugar destacado la bruja
Hilaria), Sorman adopta un lenguaje más acariciante que los convierte en
defensores de “la diversidad cultural, étnica, religiosa y sexual” y
del “activismo diplomático y militar”.
Lo que traducido al román paladino significa que son fieles mamporreros
del mundialismo, encargados de convertir a los pueblos en una papilla
buenista y bardaje; encargados de promover el multiculturalismo,
destruir la familia y erosionar las tradiciones de sus pueblos;
encargados de expoliar las economías nacionales y de ponerlas al
servicio de la plutocracia transnacional; encargados de apoyar los
conflictos bélicos que han convertido Oriente Próximo en un avispero,
alimentado el yihadismo y desatado corrientes migratorias incontenibles.
Y enfrente de estos mamporreros tenemos una miscelánea de líderes
políticos que se resisten de forma visceral a los designios del
mundialismo, a veces revitalizando el patriotismo, a veces apoyando la
familia y combatiendo el homosexualismo, a veces tratando de devolver a
las naciones cierto grado de independencia económica, a veces renegando
de la geopolítica impuesta por el mundialismo o negándose a aceptar
invasiones disfrazadas de migración. Ninguno de estos líderes encarna
una política verdaderamente cristiana; y alguno cuenta con episodios muy
turbios en su biografía. Pero tampoco Tamerlán era un santo varón de
comunión diaria, sino un mongol al que se le metió entre ceja y ceja la
idea quimérica de zurrar la badana al sultán turco; y vaya si se la
zurró. Desbarató sus tropas, saqueó sus posesiones y dejó a los turcos
noqueados durante décadas, justo cuando más amenazaban a una Cristiandad
debilitada en guerras intestinas. Evidentemente, Tamerlán no era ningún
paladín de la Cristiandad; pero, al destrozar al turco, permitió que la
Cristiandad se recompusiese. Ya llegaría luego don Juan de Austria.
Parece evidente que Putin y Orban, Trump y Duda no son santitos de
peana; pero son chinas en el zapato para un mundialismo al que, llegado
el caso, pueden causar graves daños, como Tamerlán se los causó al
turco. Esta es la razón por la que los malditos irredentos los miramos
con simpatía; y la razón por la que tanto liberales como progresistas
los detestan y arremeten contra ellos. Saben que, aunque no vayan a
restaurar el derruido orden cristiano que tanto odian, pueden favorecer
las condiciones que lo hagan posible; pues, aunque hijos de la
revolución, son hijos bastardos, hijos tronados y levantiscos que pueden
salir por peteneras, si se les mete entre ceja y ceja alguna idea
quimérica. Cosa que nunca harán la bruja Hilaria o –en la chiquita
medida de sus posibilidades– la alguacilesa Cifuentes, que se tragan las
ruedas de molino del mundialismo con un ardor (¡sociedad abierta de
orificios!) digno de Linda Lovelace.
Artículo publicado por JUAN MANUEL DE PRADA en ABC en dos partes los días 13 y 15 de agosto.
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