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miércoles, 31 de agosto de 2016

Quince minutos de discurso de Rajoy y setenta y cinco de arrogancia

El presidente del PP y en funciones del Gobierno tiene un serio problema de empatía con la realidad española. No es un problema ni de edad, ni de preparación intelectual.

Rousseau escribió que “el acento es el alma del discurso”. Y solo cuando frisaba los 75 minutos de intervención, el monólogo de Rajoy adquirió el rango de discurso parlamentario de investidura. Es decir, cuando se refirió a Cataluña y a lo inevitable de unas terceras elecciones si no recababa la confianza del Congreso. Hasta llegar ahí, hubo que escalar hora y 15 minutos soporíferos, plúmbeos y rutinarios en los que Mariano Rajoy raseó el balón dialéctico como en su peor intervención el 2 de marzo pasado, por todo lo contrario, cuando trató -y quizá consiguió- destrozar a Pedro Sánchez en la contestación al discurso de investidura del secretario general del PSOE.
Todo aquel sarcasmo hiriente (‘fraude’, ‘rigodón’, ‘teatrillo’, ‘bluf’) que manejó con soltura el líder del PP se transformó en una declamación monocorde de unas reflexiones manidas que se alejaron de cualquier relato creíble de lo que está sucediendo en la sociedad española, en la nueva correlación de sus fuerzas políticas y en el funcionamiento de las instituciones. En definitiva: que ni rozaron los perfiles de la crisis en la que está instalado el país.
Oyendo a Mariano Rajoy durante esa eterna hora y media de discurso de investidura, la política española se retrotrajo a un lustro antes
Pero lo peor no fue el bajo nivel de fondo y forma que exhibió este martes Mariano Rajoy, sino la injustificada arrogancia que, con lo que dijo y con lo que calló, mostró un candidato al que le faltan seis votos para alcanzar la presidencia del Gobierno y 11 abstenciones el viernes. El presidente en funciones subió a la tribuna del Congreso con la pérdida de una aplastante mayoría absoluta (186 diputados) en la XI legislatura y una mayoría insuficiente en las segundas elecciones del 26 de junio (137 escaños). Y viene también de una negativa al Rey a asumir la responsabilidad de formar Gobierno después del 20-D (123 diputados). Pues bien, el candidato no solo no pidió expresamente el respaldo del PSOE ofreciendo la apertura de una negociación tan amplia como fuera posible, sino que devaluó el pacto de investidura alcanzado con Ciudadanos.
Rajoy citó siete veces al partido naranja -sin énfasis alguno-, omitiendo el nombre de su presidente. Lo más grave, sin embargo, no fue ese ninguneo, sino la ocultación de cualquier referencia a los aspectos más sustanciales de las condiciones previas (pacto contra la corrupción) con C´s y de los acuerdos posteriores a la aceptación de aquellas. Ni una palabra sobre la ley electoral, sobre la supresión de los aforamientos, sobre la revisión de las liquidaciones a los amnistiados fiscalmente, sobre el nuevo delito de enriquecimiento ilícito de los políticos, sobre la reducción de las administraciones públicas provinciales… en definitiva, una evaporización de los aspectos más difíciles del acuerdo con Ciudadanos que, al explicitarlos, hubiesen explicado la capacidad de adaptación del PP a las nuevas circunstancias y puesto en valor el esfuerzo negociador del partido de Rivera.
Lo peor no fue el bajo nivel de fondo y forma que exhibió, sino la arrogancia que mostró un candidato al que le faltan seis votos para alcanzar la presidencia
Mariano Rajoy sabía que perderá este envite. Pero precisamente por ello debió exigirse mucho más para demostrar que es en la derrota (“ninguna derrota es la última”, escribió García Márquez, con lo cual al presidente en funciones puede quedarle alguna más) cuando luce la capacidad de resistencia y la voluntad política de un dirigente que, a diferencia de lo que pareció acreditar Rajoy,  atesora una vocación terminante de liderazgo. No lo mostró el candidato, a reserva de que en las réplicas le salga esa casta de buen parlamentario que en otras ocasiones ha demostrado.
El presidente del PP y en funciones del Gobierno tiene un serio problema de empatía con la realidad española. No es un problema ni de edad, ni de preparación intelectual. Es una cuestión emocional, de fibra, de sensibilidad. Consiste en una renuencia a asumir el devenir de los acontecimientos y las transformaciones que conllevan. Oyendo a Rajoy durante esa eterna hora y media de discurso de investidura, la política española se retrotrajo a un lustro antes como si con un salto de pértiga el candidato obviara -entre la arrogancia que se gasta y la tozudez que acredita- la muesca social, política, económica y cultural que la crisis ha dejado en la sociedad española. Cuando Sánchez repita su “no es no”, se habrá cerrado el círculo de la mediocridad que nos atenaza.

                              JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS  Vía EL CONFIDENCIAL

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