El separatismo debe rectificar, porque en seis años solo ha logrado agitar, pero estos largos años indican también ineptitud del Estado en Cataluña
Manifestación de este martes por la Diada. (Reuters)
La Guardia Urbana de Barcelona —Colau supervisa las cifras— afirma que alrededor de un millón de ciudadanos participaron ayer en la manifestación de la Diada de 2018. No entremos en la guerra de cifras.
Sean un millón o la mitad, han sido muchísimos los catalanes que, como
otros años —exactamente seis—, se han manifestado a favor de la
independencia o de un referéndum de autodeterminación.
Por parte de Madrid sería absurdo pretender que una manifestación de seis años seguidos —una de las mayores que se celebran en el mundo— a favor de la independencia de Cataluña puede ser niguneada o despreciada alegando que el pueblo catalán —el 16% de la población española y el 20% del PIB— está manipulado por TV3 y unos dirigentes sectarios y autoritarios. Sería no querer ver una realidad que las urnas han confirmado tres veces —2012, 2015 y 2017— en los últimos años.
El independentismo domina la calle, pero en las urnas se ha visto que solo representa al 47% de catalanes. Mucho, pero insuficiente
Pero el independentismo también debería reconocer, tras seis años de experiencia, que el masivo y sensacional dominio de la calle y el espectáculo el 11-S de cada año son algo muy relevante, pero que tampoco son lo que pretende y que lo conseguido es menos de lo esperado. En efecto, un millón (o millón y medio de manifestantes) es mucho, muchísimo. Pero no autoriza a hablar en nombre de todo el pueblo catalán. En las tres elecciones catalanas que se han celebrado desde el primer 11-S del 'procés' —cuando Artur Mas creyó que lograría no una mayoría absoluta sino una mayoría excepcional—, el independentismo nunca ha llegado al 50% de los votos. No puede hablar pues, ni de lejos, en nombre de la totalidad de Cataluña, y se ha comprobado que la independencia divide Cataluña en dos mitades prácticamente iguales. Y no hay progresión ninguna, las cuotas electorales de los separatistas y los constitucionalistas son estables y lo único que varía es el peso de los partidos concretos en el interior de cada frontera. Ejemplo: sube Cs pero baja el PP.
El independentismo ha movilizado y sigue agitando mucho —quizás este año un poco menos—, pero no ha conseguido avanzar electoralmente y ha dividido a la sociedad.
Como ha dicho —esperemos que no irreflexivamente— el diputado Joan
Tardà (ERC), solo un estúpido puede creer que es posible imponer la
independencia con el apoyo de solo la mitad de la población.
Pero el fracaso del independentismo no es solo que electoralmente no haya avanzado nada en estos seis años, desde 2012, sino que ha conseguido muy poco o nada en la mejora del autogobierno de Cataluña, que era el primer deseo de muchos de los ciudadanos movilizados. Además, la simpatía al autogobierno catalán ha descendido en toda España y el objetivo independentista no se ha granjeado ningún apoyo relevante (o no relevante) en Europa.
Los dirigentes, abrazando un populismo con algún rasgo excesivo, no solo no informaron a sus electores de la complejidad de toda acción política, sino que el año pasado se embarcaron —y arrastraron a muchos de sus seguidores— en un unilateralismo que violaba la Constitución del 78 —que los catalanes votaron en mayor proporción que el resto de españoles— y flagrantemente el propio y tan reivindicado Estatut, del que se acusaba al Constitucional no haberlo respetado.
Todo aquello acabó en la penosa declaración unilateral de independencia del 27-O del pasado año, que fue un fracaso total porque no hubo independencia ni por un minuto, luego se proclamó y aceptó el 155 y la suspensión de la autonomía, y ningún Estado europeo (ni del resto del mundo) dio ni un solo paso por reconocerla.
El independentismo moviliza mucho, pero la pretensión de representar a toda la sociedad catalana ha acabado en fracaso, y el unilateralismo mordió el polvo el pasado 27-O. Hasta el punto de que sus dirigentes están en la cárcel o en el exilio. Es imperativo pues que revise al menos su estrategia —si no sus objetivos—, porque en los seis años transcurridos desde 2012 no ha conseguido nada. Y es lógico que, en este contexto, relevantes dirigentes de ERC como Oriol Junqueras, Pere Aragonès, vicepresidente de la Generalitat, y el diputado Tardà hayan iniciado una reflexión y revisión de planteamientos.
Pero el secesionismo no es el único que ha fracasado.
Que durante seis años consecutivos casi un millón de catalanes se hayan
manifestado contra el Estado español y que en tres elecciones catalanas
el secesionismo haya conseguido mayoría absoluta
—cierto que sin llegar al 50% de lo votos, pero de acuerdo con la ley
electoral española— indica que el Estado español —o al menos el partido
gobernante estos años— no solo no ha sabido sino que ha sido
notablemente torpe en su primera obligación, que es que todos los
ciudadanos tengan unos mínimos de confianza en el Estado.
Ha habido claros errores del PP —querer ganar elecciones en España con populismo anticatalanista—, pero también de otros partidos. Para que España pueda volver a vivir una normalidad institucional, será necesario que el independentismo —o al menos una parte sustancial de él— cambie de actitud. Pero para ello es muy conveniente un cambio de actitud por parte del Gobierno de Madrid, lo que afortunadamente Pedro Sánchez parece haber asumido con su política de desinflamación.
Pero el PSOE (o el PSOE y Podemos) no es suficiente. Sería conveniente que Pablo Casado y Albert Rivera (este último aupado por los indudables excesos del separatismo) renuncien, o al menos modulen, su populismo anticatalanista. El PP debería admitir que su cruzada política contra el Estatut de 2006 (no tanto el recurso al Constitucional, que también) contribuyó a agravar un conflicto que los nacionalistas catalanes más irreflexivos atizaron luego porque, en su gran ignorancia —Pujol sabía mucha más geopolítica e historia que Artur Mas, y no digamos que Puigdemont o Torra—, creyeron que podían ganar.
En segundo lugar, la clase política y judicial debe reflexionar sobre si el rigor excesivo y la exageración (confundir una gamberrada con coacción hecha desde las instituciones del Estado con un alzamiento con violencia) es lo más útil e inteligente para ser comprendidos —y aceptados como autoridad— por la mitad de la población catalana, una mitad que muchas veces es la más activa.
Es indicativo que Josep Borrell, que no es Miquel Iceta y al que nadie —al menos hasta ahora— acusaba de criptoindependentista, haya declarado que personalmente preferiría que los políticos presos estuvieran en libertad provisional pero que en España hay división de poderes. Correcto. Lo que pasa es que la división de poderes seguramente no debería implicar —al menos a mi modesto entender— que los jueces y fiscales del Supremo estén exentos de tener sensibilidad política y social. Todo es más complejo de lo que algunas togas, quizá con indigestión de códigos, tienden a creer. Celebrar la apertura del año judicial, con profusión de doctrina Lesmes, un día antes de la Diada quizá no sea lo más apropiado. Aun en el caso de que Lesmes tenga, o tuviere, razón en sus cultas citas de Tocqueville.
Resumen, tras seis años de maximalismo —que le ha llevado a errores difíciles de reparar—, el independentismo debe rectificar. Salvo que quiera enrocarse y adentrarse más en el desastre con la teoría de cuanto peor, mejor. Pero tras seis años de maximalismo independentista, que ha tenido el apoyo del 47% de la población catalana (cuando la cuota de mercado de TV3 tiene máximos del 15 o 16%), el partido que gobierna en Madrid y los grandes partidos españoles deben ser conscientes, aunque no lo digan demasiado, de que el Estado no ha estado especialmente dotado al abordar la crisis catalana. Y que dejarse arrastrar por el populismo es una mala opción.
El Gobierno de Cataluña debe rectificar, porque los resultados del maximalismo han sido pésimos. El de Madrid debe perseverar en la política de desinflamación. Y Pablo Casado y Albert Rivera deben decidir si quieren una España constitucional —abierta al ambiguo término de las nacionalidades, como consagra su artículo dos— o cabalgar en el anticatalanismo para echar al PSOE del poder. Como intentó Rajoy contra Zapatero cuando el Estatut.
Alguien dijo una tontería que tiene algo de verdad, dos no se pelean si uno no quiere. En este caso, si alguien sabe usar su poder y estatus europeo con 'seny' e inteligencia.
JOAN TAPIA Vía EL CONFIDENCIAL
Por parte de Madrid sería absurdo pretender que una manifestación de seis años seguidos —una de las mayores que se celebran en el mundo— a favor de la independencia de Cataluña puede ser niguneada o despreciada alegando que el pueblo catalán —el 16% de la población española y el 20% del PIB— está manipulado por TV3 y unos dirigentes sectarios y autoritarios. Sería no querer ver una realidad que las urnas han confirmado tres veces —2012, 2015 y 2017— en los últimos años.
El independentismo domina la calle, pero en las urnas se ha visto que solo representa al 47% de catalanes. Mucho, pero insuficiente
Pero el independentismo también debería reconocer, tras seis años de experiencia, que el masivo y sensacional dominio de la calle y el espectáculo el 11-S de cada año son algo muy relevante, pero que tampoco son lo que pretende y que lo conseguido es menos de lo esperado. En efecto, un millón (o millón y medio de manifestantes) es mucho, muchísimo. Pero no autoriza a hablar en nombre de todo el pueblo catalán. En las tres elecciones catalanas que se han celebrado desde el primer 11-S del 'procés' —cuando Artur Mas creyó que lograría no una mayoría absoluta sino una mayoría excepcional—, el independentismo nunca ha llegado al 50% de los votos. No puede hablar pues, ni de lejos, en nombre de la totalidad de Cataluña, y se ha comprobado que la independencia divide Cataluña en dos mitades prácticamente iguales. Y no hay progresión ninguna, las cuotas electorales de los separatistas y los constitucionalistas son estables y lo único que varía es el peso de los partidos concretos en el interior de cada frontera. Ejemplo: sube Cs pero baja el PP.
Guerra de cifras en la Diada: ¿200.000 manifestantes o un millón?
Pero el fracaso del independentismo no es solo que electoralmente no haya avanzado nada en estos seis años, desde 2012, sino que ha conseguido muy poco o nada en la mejora del autogobierno de Cataluña, que era el primer deseo de muchos de los ciudadanos movilizados. Además, la simpatía al autogobierno catalán ha descendido en toda España y el objetivo independentista no se ha granjeado ningún apoyo relevante (o no relevante) en Europa.
Los dirigentes, abrazando un populismo con algún rasgo excesivo, no solo no informaron a sus electores de la complejidad de toda acción política, sino que el año pasado se embarcaron —y arrastraron a muchos de sus seguidores— en un unilateralismo que violaba la Constitución del 78 —que los catalanes votaron en mayor proporción que el resto de españoles— y flagrantemente el propio y tan reivindicado Estatut, del que se acusaba al Constitucional no haberlo respetado.
El
maximalismo separatista llevó al grave error de la declaración
unilateral del 27-O del pasado año y a la aplicación del artículo 155
Todo aquello acabó en la penosa declaración unilateral de independencia del 27-O del pasado año, que fue un fracaso total porque no hubo independencia ni por un minuto, luego se proclamó y aceptó el 155 y la suspensión de la autonomía, y ningún Estado europeo (ni del resto del mundo) dio ni un solo paso por reconocerla.
El independentismo moviliza mucho, pero la pretensión de representar a toda la sociedad catalana ha acabado en fracaso, y el unilateralismo mordió el polvo el pasado 27-O. Hasta el punto de que sus dirigentes están en la cárcel o en el exilio. Es imperativo pues que revise al menos su estrategia —si no sus objetivos—, porque en los seis años transcurridos desde 2012 no ha conseguido nada. Y es lógico que, en este contexto, relevantes dirigentes de ERC como Oriol Junqueras, Pere Aragonès, vicepresidente de la Generalitat, y el diputado Tardà hayan iniciado una reflexión y revisión de planteamientos.
Tras seis años de movilizaciones, agitación, días históricos y grandes palabras, el independentismo ha topado con sus límites. No reconocerlo sería (o es) pura cabezonería.
Ha habido claros errores del PP —querer ganar elecciones en España con populismo anticatalanista—, pero también de otros partidos. Para que España pueda volver a vivir una normalidad institucional, será necesario que el independentismo —o al menos una parte sustancial de él— cambie de actitud. Pero para ello es muy conveniente un cambio de actitud por parte del Gobierno de Madrid, lo que afortunadamente Pedro Sánchez parece haber asumido con su política de desinflamación.
Recurrir al populismo anticatalanista no ayudará a la conveniente normalización institucional de España. ¿Lo sabe Pablo Casado?
Pero el PSOE (o el PSOE y Podemos) no es suficiente. Sería conveniente que Pablo Casado y Albert Rivera (este último aupado por los indudables excesos del separatismo) renuncien, o al menos modulen, su populismo anticatalanista. El PP debería admitir que su cruzada política contra el Estatut de 2006 (no tanto el recurso al Constitucional, que también) contribuyó a agravar un conflicto que los nacionalistas catalanes más irreflexivos atizaron luego porque, en su gran ignorancia —Pujol sabía mucha más geopolítica e historia que Artur Mas, y no digamos que Puigdemont o Torra—, creyeron que podían ganar.
En segundo lugar, la clase política y judicial debe reflexionar sobre si el rigor excesivo y la exageración (confundir una gamberrada con coacción hecha desde las instituciones del Estado con un alzamiento con violencia) es lo más útil e inteligente para ser comprendidos —y aceptados como autoridad— por la mitad de la población catalana, una mitad que muchas veces es la más activa.
Es indicativo que Josep Borrell, que no es Miquel Iceta y al que nadie —al menos hasta ahora— acusaba de criptoindependentista, haya declarado que personalmente preferiría que los políticos presos estuvieran en libertad provisional pero que en España hay división de poderes. Correcto. Lo que pasa es que la división de poderes seguramente no debería implicar —al menos a mi modesto entender— que los jueces y fiscales del Supremo estén exentos de tener sensibilidad política y social. Todo es más complejo de lo que algunas togas, quizá con indigestión de códigos, tienden a creer. Celebrar la apertura del año judicial, con profusión de doctrina Lesmes, un día antes de la Diada quizá no sea lo más apropiado. Aun en el caso de que Lesmes tenga, o tuviere, razón en sus cultas citas de Tocqueville.
Torra, en la diana de la Diada: "Cuando el pueblo manda, el Gobierno obedece"
Resumen, tras seis años de maximalismo —que le ha llevado a errores difíciles de reparar—, el independentismo debe rectificar. Salvo que quiera enrocarse y adentrarse más en el desastre con la teoría de cuanto peor, mejor. Pero tras seis años de maximalismo independentista, que ha tenido el apoyo del 47% de la población catalana (cuando la cuota de mercado de TV3 tiene máximos del 15 o 16%), el partido que gobierna en Madrid y los grandes partidos españoles deben ser conscientes, aunque no lo digan demasiado, de que el Estado no ha estado especialmente dotado al abordar la crisis catalana. Y que dejarse arrastrar por el populismo es una mala opción.
El Gobierno de Cataluña debe rectificar, porque los resultados del maximalismo han sido pésimos. El de Madrid debe perseverar en la política de desinflamación. Y Pablo Casado y Albert Rivera deben decidir si quieren una España constitucional —abierta al ambiguo término de las nacionalidades, como consagra su artículo dos— o cabalgar en el anticatalanismo para echar al PSOE del poder. Como intentó Rajoy contra Zapatero cuando el Estatut.
Alguien dijo una tontería que tiene algo de verdad, dos no se pelean si uno no quiere. En este caso, si alguien sabe usar su poder y estatus europeo con 'seny' e inteligencia.
JOAN TAPIA Vía EL CONFIDENCIAL
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