El exprimer ministro de Francia Manuel Valls, en un acto de Societat Civil Catalana.
EFE
Es quizá la operación política más interesante de cuantas
se han puesto en marcha en los últimos tiempos en España y, si me
apuran, en Europa, y desde luego una de las más importantes, cuya
trascendencia rebasa con mucho lo nacional, naturalmente lo catalán,
para inscribirse en el marco político de una Unión Europea en crisis que
lucha por sobrevivir a unos nacionalismos dispuestos a dejar de nuevo
al viejo continente a los pies de los heraldos negros de la guerra. Un
ex primer ministro de Francia aspira a ocupar la alcaldía de una gran
ciudad como Barcelona, un ayuntamiento cuyo presupuesto supera al de la
propia Generalidad. Más allá de lo municipal, el envite apunta de lleno
al corazón del problema que el separatismo plantea, con particular
virulencia desde 2012, a la unidad de España y, por extensión, al propio
proyecto de UE. Manuel Valls ha dinamitado
el escenario. Por primera vez en mucho tiempo el nacionalismo ha
perdido la iniciativa. Si su candidatura lograra conquistar la alcaldía
de la capital catalana, los separatistas habrían recibido un rejón de
castigo del que les costaría recuperarse. Esta realidad tiene voz
pasiva: su fracaso haría aún más difícil el futuro del
constitucionalismo en Cataluña.
Una apuesta, en todo caso, arriesgada. Salvado el inicial
entusiasmo provocado meses atrás por la sola idea de que Valls pudiera
concurrir en Barcelona como cabeza de una lista “constitucional” en la
que pudieran integrarse Ciudadanos (C,s), PPC y hasta el PSC, la
presentación oficial de la candidatura no ha hecho sino poner de relieve
las enormes dificultades del intento. Con buen criterio, el aludido ha
pretendido huir de la adscripción partidaria para encabezar una
candidatura transversal, la palabra de moda, no sujeta a una disciplina
concreta. Echándole audacia, Albert Rivera
ha decidido apoyarla desde el principio renunciando a presentar
candidato propio. Es un gesto que honra a quienes concibieron la
formación naranja no como un partido al uso con el que unos cuantos
políticos se ganan los garbanzos tocando poder, cuando toque, sino como
un medio, un instrumento capaz de mejorar la vida de los ciudadanos y la
propia sociedad. Es el valor de la marca. Rivera y los suyos corren
muchos riesgos con esta apuesta, unos riesgos que, en todo caso, solo
son asumibles desde esa concepción puramente instrumental del partido.
La
presentación de “Barcelona, ciudad europea”, que así se llama su
candidatura, ha supuesto un auténtico terremoto en el mapa político
catalán, rompiendo esquemas y alterando estrategias. El PSC es hoy un
manojo de nervios. Si la desastrosa apuesta de Pedro Sánchez
aceptando la presidencia del Gobierno de España con el apoyo de los
enemigos de España puede en breve plazo terminar con la historia
centenaria del PSOE, como ha ocurrido con tantos partidos socialistas
europeos, las elecciones a la alcaldía de Barcelona podrían igualmente
acabar con un PSC infectado hasta el tuétano por la metástasis de ese
nacionalismo por el que siempre se ha sentido tentado, acomplejado, y
nunca se ha atrevido a combatir. Todos ven ahora a Jaume Collboni encabezando una candidatura perdedora frente a la potencia emergente de Valls. El ex alcalde Jordi Hereu (2006-2011), sondeado por el gran bailarín Iceta, ha dicho que no a la aventura de un regreso, y algunos nombres pintorescos están sobre la mesa, caso del comediante Javier Sardá, y, más llamativo aún, del propio ministro de Exteriores, José Borrell, una auténtica bomba si llegara a confirmarse.
Si el PSOE y su franquicia catalana, el PSC, hubieran
resuelto sus viejos problemas de identidad para con España, problemas
agravados por el giro a la izquierda de Sánchez y la gravosa hipoteca
del apoyo nacionalista a su presidencia, no cabe duda de que la decisión
lógica, además de democrática, incluso patriótica, sería la de
integrarse en la candidatura de Valls para dar vida a ese gran bloque
constitucional capaz de romper la espina dorsal de un separatismo
supremacista y totalitario. A los mandos de un tipo tan volátil como
Iceta no es descartable, en cambio, que el PSC se acabe integrando en la
lista de los “comunes” de Colau, que en cuestión de suicidios no hay nada escrito. Lo mismo, o casi, podría valer para el PP catalán. Pablo Casado
ha dicho que “no podemos desaparecer en la segunda ciudad de España;
debemos tener una lista propia”. El riesgo para el PPC, que ni siquiera
tiene candidato fuera de la eterna figura de cera de Alberto Fernández,
es que la mayoría de los 60.900 votos (5,03%) que obtuvo en las
municipales de mayo de 2015 opten por pasarse en bloque a la candidatura
de Valls por aquello del voto útil, dejando al PP por primera vez fuera
del Ayuntamiento, sin grupo parlamentario, una ominosa realidad
adelanto de lo que podría pasarle al partido a nivel de Generalidad si
Casado no varía pronto el rumbo de miseria impuesto a la nave por el
nefasto tándem Mariano-Soraya.
De
modo que a Casado no le quedará más remedio que poner cara de póquer
durante un tiempo para, a última hora, anunciar su apoyo a la
candidatura de Valls. A la fuerza ahorcan. Que el nacionalismo va a
intentar conquistar la alcaldía de Barcelona para sumar la ciudad al
proyecto separatista, lo ha dejado claro el candidato elegido a dedo por
el prófugo de Waterloo: se trata del diletante Ferran Mascarell,
otro socialista exquisito que tras militar en el PSC se pasó con armas y
bagajes al bando de los malos: “nuestro objetivo es sumar esfuerzos
para transformar la fuerza del 1-O en una fuerza política unitaria”. La
unidad del “soberanismo”. El imparable deterioro de Barcelona como gran
ciudad bajo el bastón de la sectaria Colau les importa un pimiento. Lo
suyo es el miedo al descalabro que para el secesionismo significaría
perder la alcaldía de la capital, miedo compartido por la propia actual
alcaldesa, mala enemiga en cualquier caso, bajo cuyo mandato Barcelona
se ha convertido en una ciudad “pequeña”, además de sucia, insegura,
antipática y reñida con la libre iniciativa.
El nacionalismo, dividido
“No
nos imaginamos demasiado concurrir contra ERC y la CUP”, ha dicho
también Mascarell. Pues parece que sí, porque ERC persiste en su
intención de no dejarse absorber por el trío Puigdemont, Torra y PDeCAT, los hijos políticos del trincón mayor del reino, Jordi Pujol, y de su directo heredero, Artur Mas. La formación que lidera Junqueras ha nombrado ya como cabeza de lista a Ernest Maragal, 75, el hombre sin atributos encargado en la sombra de la intendencia de su hermano Pasqual
durante toda su carrera política, como alcalde de Barcelona (1982-1997)
primero, y como presidente de la Generalidad (2003-2006) después.
Discreto y falto de empatía, Ernest tratará de poner en valor el
“espíritu” de su hermano, el ex alcalde que, gracias al éxito de los
Juegos Olímpicos de 1992, logró situar a Barcelona en el mapa de las
capitales más atractivas de Europa como ciudad cosmopolita y abierta al
mundo, algo que ha dejado de ser bajo la presión combinada del
separatismo de la derecha ladrona del 3% y del populismo ramplón de la
extrema izquierda.
Es evidente que el candidato con más posibilidades para
devolver a Barcelona el perdido esplendor de ciudad abierta, cívica y
libre, es Manuel Valls. Una gran ciudad española, primero, y europea,
después. Que un ex primer ministro galo llegara a ocupar la alcaldía de
la antaño llamada Ciudad Condal supondría hacer realidad esa ciudadanía
europea compartida, la ciudadanía sin fronteras que el separatismo
pretende impedir. Nacido en Barcelona en 1962, Valls fue durante once
años alcalde de Évry, una ciudad dormitorio de París, de modo que conoce
de sobra el paño de la política local. Le queda por conocer los
barrios, sus aspiraciones y miserias, pero tiene tiempo de sobra para
ponerse al día. El constitucionalismo ha tomado la iniciativa por
primera vez en mucho tiempo. Valls es el enemigo a batir. Y le van a dar
sin piedad. Si como muestra vale un botón, aquí está el pintoresco
comentario de un columnista de La Vanguardia esta
semana: “Valls es como aquellos futbolistas que no sienten los colores
de la camiseta. Una temporada juegan en un equipo y en la siguiente en
otro. Y cuando ya no hay equipos que los quieran, cambian de liga”.
Apenas una caricia comparada con lo que se le viene encima. Esta va a
ser una campaña muy dura, aunque tampoco se puede decir que en la
política francesa, que tan bien conoce Valls, repartan flores.
Difícil
saber si la apuesta puede o no tener éxito. La llegada del ex primer
ministro a la alcaldía de Barcelona supondría un acontecimiento casi
revolucionario capaz de traspasar las fronteras de lo “nacional”, como
quedó patente con la presencia de decenas de periodistas extranjeros en
la presentación de su candidatura. Fruto podrido del nacionalpopulismo,
la población de Barcelona está muy dividida, partida en dos mitades
separadas por un abismo que hace muy difícil el trasvase de votos de un
bloque a otro. Su aparición en escena ha sido recibida con los brazos
abiertos por las tan a menudo silentes clases medias, no digamos ya los
ricos que habitan por encima de la Diagonal, y también por la Barcelona
pobre, sorpresa, que suspira por un alcalde capaz de poner orden en el
caos Colau. Todo dependerá, también, del equipo del que pueda rodearse,
el talento que pueda incorporar, y el dinero que pueda gastar. La
impresión de no poca gente es que Manuel Valls se ha metido en un
auténtico avispero. La recompensa del triunfo, sin embargo, es el premio
que espera a los valientes.
JESÚS CACHO Vía VOZ PÓPULI
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