"La población había terminado cansada del largo periodo de gobierno conservador,
por lo que, tras reponerse de la sorpresa, observó, con inequívoco
agrado y expectación, el anuncio de una política más aperturista".
"La clave para entender la actuación de este primer gobierno de Sa..... fue su deseo de contentar, desde el principio, a todos
los sectores, tanto del régimen como extraconstitucionales. Conscientes
de la precariedad de sus apoyos, Sa..... y sus ministros combinaron las
medidas izquierdistas con una serie de gestos destinados a tranquilizar
a la oposición conservadora".
"No obstante, pronto fue evidente la imposibilidad de satisfacer intereses tan opuestos. Sa... había hecho creer a los izquierdistas que estaba dispuesto a aceptar
sus proyectos, error que no tardaron en advertir. La propia
heterogeneidad del partido dificultaba la adopción de cualquier política
enérgica, en una u otra dirección, pues esta siempre iba a provocar
divergencias y la oposición de alguno de los grupos que apoyaban al
Gobierno".
"Profundo conocedor de la psicología humana, Sa.....
permitió en los meses siguientes a su subida al poder que las
diferentes fracciones del partido se abalanzasen sobre la Administración
pública, tras seis años sin disfrutar de la tarta del presupuesto.
Se produjo entonces la habitual sustitución masiva de funcionarios y
una corrupción administrativa que superó cualquier expectativa y empañó
su imagen pública".
La palabra que completan las cinco letras que faltan en el apellido de este presidente del Gobierno equilibrista no es Sánchez, sino Sagasta.
En estas citas literales, procedentes de un estudio del profesor Milán
García sobre el primer gobierno de la Restauración fruto de la
alternancia, sólo me he permitido la licencia de poner "medidas
izquierdistas", donde ponía "medidas liberales".
Qué otra cosa era el Partido Liberal, sino la izquierda posibilista del sistema alfonsino, ocupando un espacio político equivalente al que viene ocupando el PSOE
Pero mi licencia no sólo no altera el sentido de
estos párrafos, sino que lo refuerza, pues qué otra cosa era el Partido
Liberal, sino la izquierda posibilista del sistema alfonsino, ocupando
un espacio político equivalente al que, desde el restablecimiento de la
democracia, viene ocupando el PSOE.
Confieso mi debilidad por Sagasta, tanto por razones de paisaje ideológico como de paisanaje estricto.
Recuerdo la indignación infantil con que escuchaba, en mi Logroño
natal, los murmullos retrospectivos sobre el acto de vandalismo que
había tenido lugar en la década de los 40, cuando un grupo de
falangistas borrachos había decapitado la estatua del riojano que más
alto había llegado en la política. Siempre que pasaba por el puente de
hierro que él había promovido, me fijaba en el curso del Ebro, al que
supuestamente habían arrojado la cabeza, por si acaso aparecía veinte
años después, regurgitada por el río.
Cánovas había gobernado, como Rajoy, prácticamente
seis años, desde el pronunciamiento de Sagunto que puso a Alfonso XII en
el trono. A comienzos de 1881, el joven monarca, a quien se atribuían
simpatías liberales, ejerció su prerrogativa -con los mismos efectos
constitucionales de la moción de censura- y encargó formar gobierno a
Sagasta. El prócer riojano acometió el empeño mediante un ejercicio cotidiano de funambulismo político, equivalente al que viene realizando Sánchez desde que, hace cien días, amalgamó la heterogénea coalición que derribó a Rajoy.
La principal diferencia es que, así como los problemas de Sánchez tienen más que ver con sus aliados externos que con las propias facciones de su partido, en el caso de Sagasta ocurría al revés
La principal diferencia es que, así como los
problemas de Sánchez tienen más que ver con sus aliados externos que con
las propias facciones de su partido, domesticadas por el reparto de
prebendas, en el caso de Sagasta ocurría al revés. De hecho, el
finalmente bautizado como Partido Liberal había comenzado llamándose
Fusionista, en la medida en que reunía tanto a parte de los
revolucionarios que habían derribado la Monarquía en el 68, con el
propio Sagasta a la cabeza, como a algunos de los
paladines de su Restauración en el 74, empezando por el general Martínez
Campos, de acendrado espíritu dinástico, o por los "centralistas" de Alonso Martínez, a menudo próximos a los conservadores.
Esas dos tendencias quedaron plasmadas en aquel inesperado gobierno de 1881, en el que Sagasta colocó como árbitro y especialista en pucheros electorales a Venancio González,
versión rústica de Romero Robledo, entregando las carteras militares a
Martínez Campos y el contralmirante Pavía y la de Gracia y Justicia a
Alonso Martínez, pero colocando en otros ministerios clave a
republicanos como Albareda o León y Castillo.
Entre los apoyos parlamentarios de Sagasta figuraba la minoría catalana,
liderada por el poeta y dramaturgo Victor Balaguer, volcada en su
oposición al proteccionismo que beneficiaba a la agricultura castellana y
perjudicaba a la industria textil. Pero también contaba, en la extrema
izquierda del sistema, con el pequeño grupo del ex presidente de la
República Pi y Margall, diputado por Figueras e impulsor del
"federalismo sinalagmático".
El Gobierno hizo una serie de gestos para la galería, en materia de "memoria histórica",
reponiendo a catedráticos represaliados en el final de la era
isabelina, pero mantuvo su lealtad a la Corona, decepcionando a los
radicales. Al mismo tiempo, tuvo que afrontar la escalada de terrorismo
anarquista de la "Mano Negra" en Andalucía y varias intentonas
republicanas que desataron la desconfianza de los moderados.
Nada resumió mejor la inestabilidad crónica de
aquel ejecutivo como una espectacular caricatura, publicada, en las
páginas centrales del semanario satírico El Motín, a los pocos meses de su formación. Su autor era Eduardo Sojo "Demócrito"
-dibujante republicano, recién regresado de Argentina- y presentaba a
Sagasta como un artista circense, con los brazos desplegados, sólo
apoyado sobre un deslizante y movedizo queso de bola, con la porra del
orden público, lastrándole la espalda. Mientras Venancio González
trataba de controlar la situación, subido a su tupé, y los dos sectores
del Gobierno, instalados en cada una de sus manos, intentaban inclinar
la balanza a uno y otro lado, los ratones opositores, encabezados por el
propio Cánovas, roían a bocados el queso de bola.
Ciudadanos y PP han acumulado, en estos primeros cien días, materia más que suficiente para ejercer la crítica, empezando por los nombramientos arbitrarios de socialistas nada cualificados
El título de la caricatura, "¿De qué lado caerá?", ha venido inevitablemente esta semana a mi cabeza, cuando Pablo Iglesias se le ha subido a Sánchez al tupé,
Torra y Puigdemont han seguido echando su órdago en pro del todo o nada
del referéndum de autodeterminación, -contrarrestado a duras penas por
la sensatez de ministros como Borrell, Robles o Ábalos-, y Albert Rivera
y Pablo Casado han redoblado una oposición sin tregua, que ya erosiona
la buena acogida que recibió el Gobierno.
Ciudadanos y PP han acumulado, en estos primeros
cien días, materia más que suficiente para ejercer la crítica, empezando
por los nombramientos arbitrarios de socialistas nada cualificados para
organismos públicos, siguiendo por los bandazos en materia de inmigración,
por los temerarios globos sonda en política económica o, desde luego,
por el recurso al decretazo para afrontar la cuestión, tan poco urgente
como altamente divisiva, de la exhumación de Franco y el destino del Valle de los Caídos.
Pero, sobre todo, el flanco débil que deja al
Gobierno a expensas de las dentelladas de Rivera y Casado es su gestión
de la crisis catalana, basada en la paulatina claudicación en aras del apaciguamiento.
La oferta de Sánchez de reformar otra vez al alza el Estatut,
promoviendo así un nuevo referéndum sólo en Cataluña, y la vergonzante
reunión de la Junta de Seguridad, con Marlaska pasando bajo el dintel de
la pancarta y los lazos de la infamia, para lanzar, precisamente ahí,
el mendaz mensaje de la neutralidad del espacio público, son los dos
últimos síntomas de que el Ejecutivo actúa como si fuera el Estado el
que estuviera en deuda con los golpistas.
Mi gran duda es si Sánchez realmente cree en esa
vía o finge hacerlo para cargarse de razón, de cara a una nueva
exacerbación del conflicto. En la primera hipótesis, habría que
interpretar el envío masivo de antidisturbios a Cataluña,
acordado por los mandos de la Policía y Guardia Civil, como una especie
de medida paliativa, en clave similar a la de la "resistencia interna"
en la administración Trump: "Que los ciudadanos sepan que hay adultos en
la sala". Si por el contrario, todo es una cortina de humo, y Sánchez
acaricia la porra del 155 que lleva a las espaldas, habrá que convenir
que la duración de la legislatura dependerá del momento en que los
separatistas planteen su próximo órdago.
Para muchos analistas, el optimismo literalmente
exudado por Pablo Iglesias, tras su visita del jueves a Moncloa, es un
claro indicio de que habrá pacto presupuestario y, por lo tanto,
Gobierno de Sánchez hasta 2020. Yo, más bien, creo lo contrario.
El lider podemita compareció en calidad de virtual 'Vicepresidente del Aumento del Gasto Público'
-él lo escribiría todo con mayúsculas- pero no sólo no presentó ningún
acuerdo para financiar sus múltiples renglones -pensiones, salario
mínimo, Educación, Sanidad, Dependencia...- , sino que, además, anunció
mermas en los ingresos por IVA y autónomos. Es obvio que Sánchez no se
va a exponer ni a la destrucción masiva de empleo, fruto de subidas
generalizadas de impuestos, ni a un nuevo choque con la UE, permitiendo
que se le dispare el déficit. Y, en cualquiera de los dos escenarios,
estaría por ver que el PNV y los propios separatistas burgueses del
PdeCat, respaldaran esa deriva podemita.
A su favor, Sánchez tiene un arma formidable de la que carecía Sagasta: la capacidad de disolver las Cortes y convocar elecciones cuando más le convenga.
Como irónicamente decía Joaquín Garrigues de Adolfo
Suárez, la situación parlamentaria de Sánchez "es desesperada, pero no
grave". A su favor, tiene un arma formidable de la que carecía Sagasta:
la capacidad de disolver las Cortes y convocar elecciones cuando más le
convenga. Eso introduce la interesante variable de transformar la
pregunta de "Demócrito" "¿De qué lado caerá?" en "¿Contra quién se
arrojará?". Los separatistas catalanes tienen muchas papeletas, pero yo
que Iglesias me prepararía para una confrontación entre posibilismo y extremismo, en el momento menos oportuno para él.
Sagasta tenía 56 años -diez más que Sánchez- cuando
presidió por primera vez el Gobierno tras la Restauración. Durante las
dos décadas siguientes, le tocaría hacerlo cuatro veces más, convertido
ya en el "diablo bueno" del sistema. Reproduzco, para
ilustración de Ivan Redondo y demás estrategas monclovitas, uno de sus
momentos estelares como parlamentario, refrenando las ansias de su
correligionario Moret:
"Dice el señor Moret que los partidos liberales tienen necesidad de hacer pronto las cosas porque viven poco tiempo en el Gobierno.
Viven poco tiempo en el poder por esto: porque quieren ir demasiado
deprisa y porque producen alarmas. Es por lo que no dura nada lo que
hacen. Pero vayan los partidos liberales despacio y durarán lo que los
partidos conservadores. A esto es a lo que yo aspiro... Yo quiero la
libertad real, la libertad práctica, la libertad verdadera, que no
traiga nuestro desprestigio; la libertad que no asuste y que no se
desacredite".
Pues eso.
PEDRO J. RAMÍREZ Vía EL ESPAÑOL
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