Existe en España una tendencia natural a acabar admitiendo como válidas algunas de las manipulaciones y mentiras más groseras del independentismo
El presidente de la Generalitat, Quim Torra. (EFE)
La más exasperante muestra de la fortaleza del independentismo
catalán no está entre sus filas sino en el resto de la sociedad, sobre
todo en las élites de la sociedad. Pese a la ofuscación y el hartazgo
que provoca la matraca catalana, existe en España una tendencia natural a
acabar admitiendo como válidas algunas de las manipulaciones y mentiras
más groseras del independentismo, de forma que degeneran en una especie
de aceptación tácita de todas ellas.
Lo pensaba el otro día, en aquella entrevista de televisión que concedió el presidente de la Generalitat, Quim Torra, cuando, de forma permanente, buscaba un sentimiento de pena, o de compasión, hacia los independentistas procesados. Es interesante analizar el tono de voz que utiliza, y hasta las expresiones, como de párroco servicial y bonachón. Será porque en ese modelo de ‘pensamiento cerrado’ se genera “un tipo de inteligencia escolástica, talmúdica y minuciosa”, como destacaba el otro día Ignacio Varela en su artículo, citando a Koestler.
Es así, Torra repetía las mismas consignas como si estuviera rezando un rosario, cuenta tras cuenta, infatigable, mientras que, frente a él, se desvanecía hasta desaparecer la periodista incisiva que hacía temblar a sus entrevistados, que no les dejaba respirar con sus preguntas, que los colocaba frente al espejo de sus propias contradicciones, que les desmontaba las mentiras con una exhibición implacable de hechos probados.
La ‘inteligencia escolástica’ del independentismo es la que nunca hemos sabido combatir, la que va ganando terreno, la que acaba imponiéndose. Donde primero se detecta es en el lenguaje: de tanto repetirlo, de tanto oírlo en todas partes, mañana, tarde y noche, hasta expresiones tan bárbaras como la de ‘presos políticos’ dejan de tener gravedad y comienzan a formar parte del uso cotidiano. En cualquier conversación de bar, o en alguna charla con los amigos, nos ponemos a hablar de la trama catalana y siempre habrá alguien que, sin la menor intencionalidad, se refiera a los ‘presos políticos’.
De hecho, si lo piensa, en cada conversación al respecto hay que hacer un esfuerzo mental para no incurrir en eso, para no mencionar las dichosas palabras que los independentistas ya han logrado introducir en el lenguaje cotidiano. Si esta mímesis inconsciente de la jerga independentista puede detectarse en Sevilla o en Madrid, solo hay que calcular lo que ocurre en la sociedad catalana, donde el bombardeo de consignas es diario e incesante.
La consecuencia inmediata es que, una vez que a las expresiones se les despoja de la gravedad que contienen, hasta el concepto mismo acaba desvirtuándose. Es entonces cuando buena parte de la sociedad y de las élites políticas, intelectuales, artísticas y periodísticas de la sociedad empiezan a considerar, por ejemplo, que la prisión preventiva, y hasta el hecho mismo de la cárcel, es un exceso. Como si todo lo ocurrido se tuviera que resolver con un reconocimiento equidistante de culpas, los unos y los otros. Ese es el punto exacto que marca el triunfo de la salmodia mentirosa y la matraca constante del independentismo.
Hasta el ministro Josep Borrell, que tenía las cosas tan claras hace un año, ha comenzado a declinar su discurso en favor de la libertad de los independentistas que están en prisión preventiva. "Yo, personalmente, hubiera preferido que el juez considerase otras medidas de precaución que no fuesen la prisión incondicional”, ha dicho el ministro para matizar, a continuación, que debe respetarse la independencia del poder judicial. Como es obvio, nada más trascender las declaraciones de Borrell, el independentismo ha comenzado a difundirlas como prueba de lo que vienen diciendo, como demostración irrefutable del chantaje que están proponiendo.
Ocurrirá con las declaraciones de Borrell igual que con el auto de la Justicia alemana sobre la extradición de Puigdemont, que en el argumentario independentista ya se ha convertido en la demostración de que en Europa “ya se ha juzgado” el conflicto catalán y se ha sentenciado que no ha existido ningún delito. El ministro Borrell, que tanta experiencia tiene en política, debió ser el primero en adivinar el uso que iba a dar el independentismo a sus declaraciones, con lo que solo cabe pensar que también él ha acabado plegándose inconscientemente frente a la ‘inteligencia escolástica’.
Hasta vértigo produce repasar, un año después, lo que el mismo Borrell decía de Cataluña, de la gravedad de lo que allí había sucedido: “Un golpe de Estado sin tanques, que derriba un orden legítimo para imponer un ‘régimen neototalitario’ sin las mínimas garantías". ¿Cuáles deben ser las consecuencias de un ‘golpe de Estado’? ¿Debemos concederle importancia a un golpe de Estado o no? ¿Por qué acabamos creyéndonos las mentiras 'indepes'?
Quizá, como se decía antes, todo comienza en el lenguaje, en la jerga tramposa y grosera del independentismo que acaba convirtiéndose, desposeída de toda gravedad, en expresiones cotidianas que se asumen inconscientemente. Pero como no podemos permitir que triunfe la mentira, tendremos que repetirnos una vez más la única realidad que hemos vivido todos y recuperar, otra vez, la angustia que sentimos hace ahora un año: Se saltaron la ley y el Estatuto de Cataluña. Declararon la independencia y proclamaron la república catalana. Celebraron un referéndum ilegal y burlaron las prohibiciones judiciales. Provocaron el caos en toda España y miles de empresas huyeron de Cataluña. En España no hay exiliados, pero sí cinco o seis presuntos delincuentes que se han fugado. Tampoco hay presos políticos, y la prueba es que Quim Torra está en un despacho oficial. Ninguno de ellos ha sido juzgado aún, ni en Europa ni en España. Cuando lo sean, si son condenados, serán delincuentes políticos. Punto. Todo lo demás es mentira repetida.
JAVIER CARABALLO Vía EL CONFIDENCIAL
Lo pensaba el otro día, en aquella entrevista de televisión que concedió el presidente de la Generalitat, Quim Torra, cuando, de forma permanente, buscaba un sentimiento de pena, o de compasión, hacia los independentistas procesados. Es interesante analizar el tono de voz que utiliza, y hasta las expresiones, como de párroco servicial y bonachón. Será porque en ese modelo de ‘pensamiento cerrado’ se genera “un tipo de inteligencia escolástica, talmúdica y minuciosa”, como destacaba el otro día Ignacio Varela en su artículo, citando a Koestler.
Es así, Torra repetía las mismas consignas como si estuviera rezando un rosario, cuenta tras cuenta, infatigable, mientras que, frente a él, se desvanecía hasta desaparecer la periodista incisiva que hacía temblar a sus entrevistados, que no les dejaba respirar con sus preguntas, que los colocaba frente al espejo de sus propias contradicciones, que les desmontaba las mentiras con una exhibición implacable de hechos probados.
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La ‘inteligencia escolástica’ del independentismo es la que nunca hemos sabido combatir, la que va ganando terreno, la que acaba imponiéndose. Donde primero se detecta es en el lenguaje: de tanto repetirlo, de tanto oírlo en todas partes, mañana, tarde y noche, hasta expresiones tan bárbaras como la de ‘presos políticos’ dejan de tener gravedad y comienzan a formar parte del uso cotidiano. En cualquier conversación de bar, o en alguna charla con los amigos, nos ponemos a hablar de la trama catalana y siempre habrá alguien que, sin la menor intencionalidad, se refiera a los ‘presos políticos’.
La
‘inteligencia escolástica’ del independentismo es la que nunca hemos
sabido combatir, la que va ganando terreno, la que acaba imponiéndose
De hecho, si lo piensa, en cada conversación al respecto hay que hacer un esfuerzo mental para no incurrir en eso, para no mencionar las dichosas palabras que los independentistas ya han logrado introducir en el lenguaje cotidiano. Si esta mímesis inconsciente de la jerga independentista puede detectarse en Sevilla o en Madrid, solo hay que calcular lo que ocurre en la sociedad catalana, donde el bombardeo de consignas es diario e incesante.
La consecuencia inmediata es que, una vez que a las expresiones se les despoja de la gravedad que contienen, hasta el concepto mismo acaba desvirtuándose. Es entonces cuando buena parte de la sociedad y de las élites políticas, intelectuales, artísticas y periodísticas de la sociedad empiezan a considerar, por ejemplo, que la prisión preventiva, y hasta el hecho mismo de la cárcel, es un exceso. Como si todo lo ocurrido se tuviera que resolver con un reconocimiento equidistante de culpas, los unos y los otros. Ese es el punto exacto que marca el triunfo de la salmodia mentirosa y la matraca constante del independentismo.
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Hasta el ministro Josep Borrell, que tenía las cosas tan claras hace un año, ha comenzado a declinar su discurso en favor de la libertad de los independentistas que están en prisión preventiva. "Yo, personalmente, hubiera preferido que el juez considerase otras medidas de precaución que no fuesen la prisión incondicional”, ha dicho el ministro para matizar, a continuación, que debe respetarse la independencia del poder judicial. Como es obvio, nada más trascender las declaraciones de Borrell, el independentismo ha comenzado a difundirlas como prueba de lo que vienen diciendo, como demostración irrefutable del chantaje que están proponiendo.
Ocurrirá con las declaraciones de Borrell igual que con el auto de la Justicia alemana sobre la extradición de Puigdemont, que en el argumentario independentista ya se ha convertido en la demostración de que en Europa “ya se ha juzgado” el conflicto catalán y se ha sentenciado que no ha existido ningún delito. El ministro Borrell, que tanta experiencia tiene en política, debió ser el primero en adivinar el uso que iba a dar el independentismo a sus declaraciones, con lo que solo cabe pensar que también él ha acabado plegándose inconscientemente frente a la ‘inteligencia escolástica’.
Defiendes el independentismo y no lo sabes
Hasta vértigo produce repasar, un año después, lo que el mismo Borrell decía de Cataluña, de la gravedad de lo que allí había sucedido: “Un golpe de Estado sin tanques, que derriba un orden legítimo para imponer un ‘régimen neototalitario’ sin las mínimas garantías". ¿Cuáles deben ser las consecuencias de un ‘golpe de Estado’? ¿Debemos concederle importancia a un golpe de Estado o no? ¿Por qué acabamos creyéndonos las mentiras 'indepes'?
Quizá, como se decía antes, todo comienza en el lenguaje, en la jerga tramposa y grosera del independentismo que acaba convirtiéndose, desposeída de toda gravedad, en expresiones cotidianas que se asumen inconscientemente. Pero como no podemos permitir que triunfe la mentira, tendremos que repetirnos una vez más la única realidad que hemos vivido todos y recuperar, otra vez, la angustia que sentimos hace ahora un año: Se saltaron la ley y el Estatuto de Cataluña. Declararon la independencia y proclamaron la república catalana. Celebraron un referéndum ilegal y burlaron las prohibiciones judiciales. Provocaron el caos en toda España y miles de empresas huyeron de Cataluña. En España no hay exiliados, pero sí cinco o seis presuntos delincuentes que se han fugado. Tampoco hay presos políticos, y la prueba es que Quim Torra está en un despacho oficial. Ninguno de ellos ha sido juzgado aún, ni en Europa ni en España. Cuando lo sean, si son condenados, serán delincuentes políticos. Punto. Todo lo demás es mentira repetida.
JAVIER CARABALLO Vía EL CONFIDENCIAL
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