Tras cien años de construcción nacional, el
catalanismo político ha tomado los esquemas de las religiones históricas
para aumentar su eficacia. Veamos cómo:
1. El culto reglado y obligatorio
El culto del catalanismo político impuesto desde la época de Pujol
se fundamenta en símbolos, rituales, conceptos y clérigos. Ha sido un
proceso de cuarenta años en los que la bandera de la estrella, las
performances de estilo nacionalsocialista y el lenguaje para describir su victimismo han estado en manos de organizaciones de estilo clerical como Òmnium y ANC,
bien alimentadas por la Generalitat. Ambas han movilizado a los
creyentes con hábitos bicolor y lazos, salmodias, procesiones, fechas de
guardar y santos laicos que venerar.
La Generalitat y su entramado institucional han
creado así, en expresión de Voegelin, una religión política obligatoria y
omnicomprensiva mediante leyes y subvenciones, a la que los catalanes
deben someterse o arriesgarse a la muerte civil. Quien
no acepta el dogma y el culto independentista no tiene cabida porque es,
como escribió Rousseau en referencia al catecismo civil, un
“insociable”, un ser incapaz de “inmolar… su vida a su deber”.
2. Es una cosmovisión
En estas décadas, el catalanismo político ha culminado una Weltanschauung;
es decir, una cosmovisión consistente en un conjunto de creencias
fundado en la fe nacionalista, que permite explicar la existencia de
todo y que dirige el comportamiento. Esa Weltanschauung se
transmite por la lengua, y especialmente por la sangre. Es una cuestión
biológica que, a su entender, otorga un raciocinio natural distinto que
debe estar en consonancia con una cosmovisión y, por supuesto, una forma
de gobierno.
Torra, entre otros, siguiendo la estela de Sampere i Miquel, Batista i Roca, o Pompeu Gener, usa el lenguaje biologicista
como argumento político, y hace descansar en esa “naturaleza” la
comprensión del problema catalán o el deseo de independencia. Por eso no
es suficiente para Inés Arrimadas, nacida “en el exterior”, el tener un catalán excelente: le falla la sangre.
También esto explica que las listas electorales de los partidos
secesionistas hayan evolucionado desde 1977 hasta contener casi en
exclusiva apellidos catalanes.
3. El Paraíso en la Tierra
No me refiero a la consideración del “oasis catalán”,
aquella expresión del periodista Manuel Brunet para contrastar a esa
región con el resto de España. El catalanismo político asumió el mito
palingenésico relativo a la muerte y resurrección de la nación.
¿Qué significa? Que la nación catalana existió siempre, pero un poder
exterior la llevó a la decadencia y la ruina, a la muerte en vida. Ese
sujeto colectivo, esa unidad de destino en lo universal que es la
nación, solo espera que llegue el salvador, el movimiento nacional, y
que la resucite. Y como todo nacionalismo, al decir de Kedourie, la
resurrección es tener su Estado propio.
En términos religiosos es la Parusía, la llegada
del fin de los tiempos, el cumplimiento del Reino de Dios en la Tierra;
esto es, de la República catalana. Porque ese advenimiento, dicen, es un
imperativo histórico que colmará de felicidad a la
comunidad hilando sangre, lengua y cosmovisión únicas. El ejemplo son
las imágenes del público, el 27 de octubre pasado, durante la
retransmisión de los ocho segundos republicanos, en las que los indepes
pasaron del cielo al infierno.
4. El martirologio del pueblo elegido
El catalanismo político ha generado en estas décadas relatos tramposos
sobre la Historia de España y de Europa, con falsos héroes,
acontecimientos y reinos imaginarios, o formas de gobierno que nunca
hubo -Torra no es el 130º presidente de la Generalitat porque ésta no
existió como tal en la Edad Media-. No es una tergiversación nueva, sino
que la inició a mediados del XIX un archivero barcelonés Próspero de
Bofarull i Mascaró, quien manipuló los legajos medievales del Archivo de
Aragón para hacerlos coincidir con su cuento nacionalista.
A partir de ahí se inventó la Historia: un reino
catalano-aragonés; la catalanidad de Cervantes, Santa Teresa, Colón o
Leonardo da Vinci; la tergiversación de la Guerra de Sucesión como de
“Secesión” y
todas sus mentiras -
aquí lo conté para
El Español-, o la Guerra Civil concebida como un ataque de España a Cataluña.
Inventaron héroes y heroicidades como santos y milagros que dieran ejemplo de la Weltanschauung
y del imperativo histórico. En eso se ha convertido la Diada, en una
ceremonia fundada en medias verdades históricas, en honor a un personaje
cuya vida ha sido falseada, símbolo de su religión política. Por eso el
11-S son abucheados los “no creyentes” o los que ponen en duda el mito.
5. Evangelización, o cómo funciona TV3 y demás
Miroslav Horch explicó muy bien cómo se crea, extiende y consolida un nacionalismo. Primero es una élite cultural, una intelligentsia, quien crea entre la gente el interés por una lengua, cultura e historia de una nacionalidad que presentan como “oprimida”
(finales del XIX). Luego forman un movimiento político fundado en
corresponder esa “identidad nacional” con el “autogobierno” (hasta la
creación de la Mancomunidad en 1914). Finalmente llegan
a las instituciones, que utilizan para convertir el nacionalismo en el
credo único que justifica su dominio exclusivo (Segunda República y Estado de las Autonomías).
Este último paso necesita de una “evangelización”, una labor de
propaganda continua y profunda para la transmisión de la “buena nueva”: cosmovisión, cultos, símbolos y
mártires
(Puigdemont, los huidos y los golpistas presos). Es necesario
adoctrinar a las nuevas generaciones, que escribió el socialista Max
Adler, para ganar el futuro y traer la utopía. Y eso solo se hace desde
la
educación y los medios de comunicación. ¿Sorprende entonces
la labor de TV3 y el resto de subvencionados?
6. Una comunidad moral
Ya escribió Durkheim que lo estrafalario del nacionalismo convertido en religión política es que son naciones que se rinden culto a sí mismas.
Al sustituir a Dios por la Patria, usando palabras de Prat de la Riva,
los independentistas hacen de la nación un ser superior, por encima de
los individuos, que exige devoción, sacrificio y lucha. El caso del
nacionalismo vasco ha sido más doloroso en esto.
Esa sacralización de la nación, al decir de Emilio
Gentile, se fundamenta en una moral, como en cualquier religión, que
permite al creyente distinguir la bondad y el servicio a la comunidad,
de la maldad y el “egoísmo”. De ahí el doble rasero: está bien bolsas de basura amarillas,
pero mal el retirarlas. El motivo es que ven lo primero como un acto
litúrgico de la religión sustitutiva, y el segundo un sacrilegio. Por
esta razón, también, creen legítima y justa la intimidación, el silencio
o la discriminación de los “no creyentes”.
Conclusión
Sin vínculo con lo trascendental, sino como mero
instrumento, el catalanismo político se ha convertido en una religión
sustitutiva. Pese a toda la pátina de modernidad, ese movimiento oligárquico llegó tarde
al romanticismo, y luego al nacionalismo. Y en su mundo anacrónico y
medieval, de parque temático, adoptan las formas de una religión para
llevar flores a un hombre que no murió, en una fecha que no se rindió,
para rememorar una guerra que no fue así.
JORGE VILCHES*** Vía EL ESPAÑOL
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del
Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad
Complutense.
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