Tras la aplicación del 155 y la acción judicial, el secesionismo se ha quedado sin líderes y sin estrategias, buscando una solución para los presos y huidos
El expresidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, en una conferencia que pronunció en el extranjero - EFE
El golpe de Estado que tuvo lugar hace un año en Cataluña no sólo no logró su objetivo de romper España, sino que hizo saltar por los aires las estructuras de la política catalana y truncó las vidas de sus principales protagonistas, hoy desterrados o encarcelados. Tras la aplicación del artículo 155 y de las pertinentes actuaciones judiciales, el independentismo se ha quedado sin líderes y sin estrategias, y aunque tanto Esquerra como lo que queda de Convergència continúan de cara a la turba pronunciando sus más encendidas proclamas, saben que han sido derrotados y buscan a la desesperada un pacto con el Estado mucho más basado en la solución personal para presos y fugados que en cualquier inexistente república catalana.
El fugado
Dio el golpe pero en lugar de defenderlo se fugó a Bélgica con algunos de sus consejeros, a pesar de que la consigna que como todavía como presidente dio, tras declarar la independencia el viernes 27 de octubre, fue que el lunes 29 todos volvieran con normalidad a sus despachos. Los que le obedecieron, y asumieron las consecuencias de lo que habían hecho, sienten que les engañó y les abandonó; sobre todo los que están en prisión preventiva, que entienden que el riesgo de fuga que el juez aprecia es debido a que, efectivamente, Puigdemont y algunos consejeros se fugaron.
Tiene libertad de movimientos por algunos países de Europa y el independentismo irredento le sigue viendo como a su héroe, pero es cada vez más irrelevante en la política catalana. Mantiene su discurso más beligerante para no parecer el que se rinde, pero los suyos buscan cualquier negociación con el Gobierno de Pedro Sánchez para que pueda regresar a España, tal como en los días fatídicos de septiembre intentó parar el golpe hasta en dos ocasiones (7 de se septiembre y 25 de octubre) pero cedió por el miedo a que los más excitados de los suyos le consideraran un traidor.
El cobarde
Oriol Junqueras sabía que la declaración de independencia no iba a ninguna parte, pero esperó a que Puigdemont «se rindiera» y convocara elecciones para comparecer como el independentista auténtico frente a «los cobardes de siempre de Convergència». Los líderes del PNV que aquellos días mediaron, infructuosamente, entre Generalitat y Gobierno, dijeron de él que se había comportado «como un cochero». Desde la cárcel ha asumido el papel del independentista bueno y conciliador, con mensajes de fraternidad sin duda encaminados a obtener, en algún momento, la gracia de un indulto. A Junqueras se le nota más que a Puigdemont, pero ambos saben que no tienen más remedio que negociar con el Estado su rendición, y que el mayor beneficio que van a obtener a cambio va a ser el perdón. Ante los consititucionalistas, Junqueras es el independentista menos malo, y ante los independentistas más encendidos, un traidor. Según todas las encuestas, si hoy hubiera elecciones al Parlament, Esquerra las ganaría. Incluso desde la cárcel, Junqueras mantiene el control de su partido y nadie se atreve a hacer nada distinto de lo que él dice.
Los agitadores agitados
Carme Forcadell, Jordi Turull y Josep Rull han sido tal vez los tres mayores agitadores que ha tenido el proceso independentista. La cárcel ha sido el destino de los tres, tras muchas advertencias desatendidas. Carme Forcadell, primero desde la ANC, dando a todos lecciones de pureza independentista, y luego como presidenta del Parlament, desafiando las expresas órdenes del Tribunal Constitucional, se convirtió en la cómplice necesaria del presidente de la Generalitat. De hecho, quien proclamó la independencia fue «su» Parlament. Su imagen más grotesca se produjo el 20 de septiembre, cuando lideró una manifestación frente a los juzgados de Barcelona donde estaban detenidos algunos de los cargos de la consejería de Economía. Tomó un micrófono e instó a la masa a no marcharse hasta que los detenidos fueran puestos en libertad. En cualquier democracia medianamente seria, la representante del poder legislativo gritando contra el poder judicial es el fin de la credibilidad del sistema. Hoy Forcadell no es nadie en la política catalana: no quiso que la volvieran a elegir presidenta del Parlament y renunció a su acta de diputada.
Fue una hermosa fábula constatar cómo pasó de furibunda agitadora de la ANC a encarnar, como presidenta del Parlament, todos los miedos y defectos que tanto había reprochado a los demás, y cómo finalmente hizo lo que no quería hacer por miedo a que la turba le llamara traidora, una turba que hoy vive alegremente sus vidas, sin haber pagado el precio de nada, mientras ella está en la cárcel. Turull y Rull, que siempre han destacado mucho más por su catalanismo que por su talento, se convirtieron en el tramo final del proceso en sus principales agitadores. Son los que –entre otros– acusaron a Puigdemont de traidor cuando quiso convocar elecciones. Están suspendidos como diputados en el Parlament.
Gratis total
La CUP ha sido la que más ha exigido y la que menos ha hecho. Nadie está imputado ni perseguido por delitos que pasen de la desobediencia. La fuga de Anna Gabriel fue una decisión personal –sin ningún horizonte judicial complicado que la justificara– que del modo más grotesco subraya el cinismo de una formación básicamente integrada por «señoritos de nacimiento, por mala conciencia escritores de poesía social», que han vivido siempre de dar lecciones a los demás al único y exclusivo precio personal del gratis total.
La fractura insalvable
Este año, lejos de propiciar una reconciliación entre Esquerra y los restos de Convergència, ha significado su mayor distancia y resentimiento. Esquerra le reprocha a Puigdemont haber engañado a Junqueras fugándose sin avisar, y haber cometido fraude electoral prometiendo que regresaría a España si ganaba. Convergència cree que Junqueras es un cobarde que sólo busca ser presidente de la Generalitat y que si pudiera volvería a pactar un tripartito con los socialistas. Probablemente todo sea verdad, además de que la prisión preventiva de los encarcelados se justifica por los que se fugaron. Tal vez el cambio más significativo que este proceso independentista ha generado en la política catalana sea que ERC se ha vuelto la opción pactista y moderada, y el partido que fundó Jordi Pujol es el que llama a las barricadas. En cualquier caso, son estrategias de una inevitable negociación con el Estado: pero no para matizar su derrota, sino para que la compasión resuelva sus situaciones personales.
La calle sin rumbo
Con sus líderes de entonces en la cárcel, las organizaciones callejeras, Òmnium y ANC, intentan mantener viva la llama, pero con mucha menos fuerza y francamente decepcionadas tanto con el presidente de la Generalitat, Quim Torra, como con Esquerra. Elisenda Paluzie, al frente de la ANC, parece más ambiciosa y llama cada día a la ruptura y a la desobediencia, pero lo hace como lo hacía Carme Forcadell cuando ocupó su cargo, con la alegría de saber que no le pasará nada. Es poco probable que, como se dice, pinche la manifestación de la Diada. El griterío perdura, y el ansia, aunque también es cierto que sin rumbo cierto y cada vez menos esperanza.
Dos metáforas
La primera metáfora es trágica. La encarna Quim Forn, que lleva ya muchos más días en la cárcel de los que vivió como conseller. Forn es un buen hombre, de un gran corazón, y por patriotismo y por ingenuidad aceptó el cargo que le propuso David Madí –uno de los más incisivos ideólogos de la estrategia independentista– y el resultado es que Madí continúa viviendo la mar de bien dando todo tipo de consejos –políticos y empresariales– a sus distinguidos clientes, mientras su amigo –¡su soldado!– Quim se pudre en la cárcel. El independentismo catalán en general, y sobre todo su fracaso, no podría explicarse sin estos grandes doctores en los riesgos que tienen que asumir los demás.
Pero la metáfora definitiva del independentismo e incluso del catalanismo es Lluís Llach, que lleva décadas escribiendo hermosísimas canciones para defender las ideas menos inteligentes. Ha cantado en contra de la OTAN y a favor de Winnie Mandela, a favor de Allende y de Palestina, contra los Juegos Olímpicos y contra los Estados Unidos. Con estas ideas, a nadie ha de poderle extrañar la más estrepitosa derrota no sólo del independentismo, sino de la sociedad catalana. Sin embargo en algo acertó y fue con el Viatge a Ítaca como relato de la lucha de Cataluña por su libertad. El poema de Constantino Kavafis en que se basa la pieza musical de Llach advierte de que lo importante no es llegar, sino viajar. Llach, que lleva toda la vida viajando como soldado de todo y sin haber sufrido por nada –otro egregio apologeta del gratis total– continúa explicando a los políticos lo que tienen que hacer como si este fracaso no fuera su fracaso o como si fuera yo quien ha dejado de cantar.
SALVADOR SOSTRES Vía ABC
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