Es un hábito de los políticos españoles acusar a jueces y fiscales de prevaricar ante cualquier resolución molesta para sus intereses
Ilustración: Raúl Arias.
Últimamente no hay declaración de un dirigente político sobre actuaciones recientes de jueces o fiscales que no contenga un desacato, expreso o sugerido.
Cada vez que se lamentan de la judicialización de la política, debe
traducirse “que los malditos jueces no metan las narices en nuestro
negociado”.
Lo más grave a este respecto está sucediendo con el conflicto de Cataluña. Los discursos chocan entre sí, pero coinciden en el mal trato hacia la Justicia.
Lo más grave a este respecto está sucediendo con el conflicto de Cataluña. Los discursos chocan entre sí, pero coinciden en el mal trato hacia la Justicia.
Las críticas a Cunillera tras mostrarse "partidaria" del indulto a los políticos presos
EC
Los independentistas violentan todos los principios
que rigen un Estado de derecho. Exigen que el Gobierno domeñe al
Ministerio Fiscal a cambio de un voto en los Presupuestos, descartan de
antemano un juicio justo y amenazan con una segunda insurrección
ante cualquier sentencia que no sea absolutoria. En realidad, sería más
coherente en ellos rechazar sin más que una potencia extranjera como
España juzgue a ciudadanos de la gloriosa República Catalana.
En el otro campo también hay quienes deploran que los jueces intervengan ante hechos manifiestamente delictivos —como si pudieran hacer otra cosa—. El farisaico mensaje de que “los conflictos políticos se resuelven en la política y no en los juzgados” admite dos lecturas posibles:
O consideran que entre el 6 de septiembre y el 27 de octubre de 2017 nadie en Cataluña cometió delito alguno, y en tal caso deberían explicitarlo y argumentarlo; o reclaman que, por el hecho ser políticos los presuntos delincuentes, los jueces deberían haber hecho la vista gorda y permitir que ellos arreglen el estropicio negociando (lo que, por cierto, hasta ahora han sido incapaces de hacer).
Uno imagina que cuando se habla de que la solución tiene que producirse “en el marco de la ley”, ello incluye que el poder judicial haga el trabajo que la Constitución le atribuye. ¿O eso no forma parte de la ley?
Quizá lo más indignante en este momento sea la insidiosa especie, que antes provenía solo de fuerzas extraconstitucionales, según la cual los jueces se habrían convertido en el mayor obstáculo para solucionar el conflicto de Cataluña. Su actuación se presenta como una intrusión perturbadora que estaría impidiendo a nuestros bienamados líderes resolver amistosamente un conflicto que las togas han envenenado.
El Gobierno parece haber comprado ese discurso falsario, y no cesa de diseminarlo. Sánchez, Calvo, Borrell, Ábalos: todos segregan concertadamente la idea de que las decisiones judiciales son la causa de que el conflicto siga abierto en canal a pesar del providencial advenimiento de Sánchez con sus superpoderes desinflamatorios. Si el Supremo no se hubiera entrometido, esto lo solucionábamos en una merienda en Moncloa con Junqueras y Puigdetorra, junto a la fuente de Guiomar.
Es una intoxicación falsa y peligrosa, además de irresponsable. No fueron los jueces quienes provocaron la sublevación. Fue la insania de los dirigentes nacionalistas, ayudada por la ineptitud del Gobierno y de los partidos españoles. El embotamiento de Rajoy, los vaivenes de Sánchez, el aprovechamiento de Rivera para escalar en las encuestas, la insensatez de Iglesias, el calculado hermafroditismo político de Colau.
Iceta cometió el error de prometer indultos anticipados en plena campaña electoral. Ahora lo rescata Cunillera como “una cuestión de humanidad”. No, señora, antes y ahora decir eso desde el Gobierno es un dislate y una falta de respeto a quienes tienen la difícil misión de juzgar.
Los jueces están cumpliendo su obligación. Lo hizo el Tribunal Constitucional al invalidar las decisiones ilegales de los rebeldes que secuestraron la Generalitat, y lo hace el Tribunal Supremo al aplicar el Código Penal a una banda de (presuntos) delincuentes. Puede discutirse tal o cual resolución judicial, pero blanquear la propia incompetencia culpando a los jueces de la situación es una procacidad.
El
factor decisivo para frenar el golpe no fue el Gobierno ni los
partidos, sino la acción de la Justicia.
Y sigue siendo así. Torra reconoce que lo único que le disuade de encabezar una nueva insurrección es el temor a verse ante un juez que lo envíe a prisión. No tienen miedo a Sánchez, a Casado o a Rivera, se lo tienen al Supremo. No injurian al Gobierno anterior ni al actual, sino al Rey. Ellos saben muy bien quién los paró cuando ya paladeaban el éxito.
Es un infortunio que el Gobierno de Sánchez haya quebrado la cohesión de los partidos constitucionales por preservar los votos independentistas que le dan la vida. Pero aún peor sería que, además, provocara una fractura entre los poderes del Estado.
Otro ejemplo: los especuladores de la regeneración han puesto de moda el tema de los aforamientos. Es cierto que, como excepción procesal, no parece razonable que se apliquen a un cuarto de millón de ciudadanos. Habría que revisar caso por caso y delito por delito; en unos estará justificado y en otros no, y quizás en la mayoría perdió el sentido que tuvo en el pasado.
Pero en el reino de la brocha gorda, los matices son un estorbo. Asistimos a una campaña demagógica que presenta cualquier modalidad de aforamiento como un privilegio (presuponiendo que el tribunal superior siempre será benévolo con el poderoso) y lo equipara a impunidad. Se denuncia entre aspavientos como una licencia para delinquir de la que únicamente disfrutarían los adversarios políticos.
Un fiscal del Tribunal Supremo emite un escrito recomendando el archivo del llamado caso Casado. Unos lo celebran y otros lo denigran, pero todos dan por hecho que los magistrados seguirán sumisamente ese criterio por venir de quien viene.
El Partido Popular lo vende falazmente como si quedara convalidado, no solo jurídica sino moralmente, el máster 'fake' de su líder. Lo cierto es que el fiscal solo ha emitido la opinión técnica de que los hechos conocidos no encajan en el tipo penal de la prevaricación, y el de cohecho, que sería aplicable al caso, habría prescrito. No entra, porque no es su función, en la valoración ética de la forma turbia en que el joven Casado obtuvo el famoso máster. La Justicia se ocupa de los delitos, no de las golferías; el veredicto sobre estas corresponde a la sociedad.
Por su parte, los partidos contrariados descalifican tanto al fiscal como al propio tribunal, que aún no ha dicho una palabra al respecto. Según Ciudadanos, sin el escudo del aforamiento, Casado ya estaría en el trullo. Según el eminente jurisconsulto Echenique, el fiscal y los magistrados del Supremo son simples esbirros del PP.
Es un hábito de los políticos españoles acusar a jueces y fiscales de prevaricar ante cualquier resolución molesta para sus intereses. Habría que ver su reacción si los órganos de la Justicia se lanzaran a valorar sus decisiones políticas con la misma insolencia, oportunismo y falta de rigor con que ellos pontifican sobre autos y sentencias.
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
En el otro campo también hay quienes deploran que los jueces intervengan ante hechos manifiestamente delictivos —como si pudieran hacer otra cosa—. El farisaico mensaje de que “los conflictos políticos se resuelven en la política y no en los juzgados” admite dos lecturas posibles:
O consideran que entre el 6 de septiembre y el 27 de octubre de 2017 nadie en Cataluña cometió delito alguno, y en tal caso deberían explicitarlo y argumentarlo; o reclaman que, por el hecho ser políticos los presuntos delincuentes, los jueces deberían haber hecho la vista gorda y permitir que ellos arreglen el estropicio negociando (lo que, por cierto, hasta ahora han sido incapaces de hacer).
Sánchez,
Calvo, Borrell, Ábalos: todos segregan la idea de que las decisiones
judiciales son la causa de que el conflicto siga abierto en canal
Uno imagina que cuando se habla de que la solución tiene que producirse “en el marco de la ley”, ello incluye que el poder judicial haga el trabajo que la Constitución le atribuye. ¿O eso no forma parte de la ley?
Quizá lo más indignante en este momento sea la insidiosa especie, que antes provenía solo de fuerzas extraconstitucionales, según la cual los jueces se habrían convertido en el mayor obstáculo para solucionar el conflicto de Cataluña. Su actuación se presenta como una intrusión perturbadora que estaría impidiendo a nuestros bienamados líderes resolver amistosamente un conflicto que las togas han envenenado.
El Gobierno parece haber comprado ese discurso falsario, y no cesa de diseminarlo. Sánchez, Calvo, Borrell, Ábalos: todos segregan concertadamente la idea de que las decisiones judiciales son la causa de que el conflicto siga abierto en canal a pesar del providencial advenimiento de Sánchez con sus superpoderes desinflamatorios. Si el Supremo no se hubiera entrometido, esto lo solucionábamos en una merienda en Moncloa con Junqueras y Puigdetorra, junto a la fuente de Guiomar.
Es una intoxicación falsa y peligrosa, además de irresponsable. No fueron los jueces quienes provocaron la sublevación. Fue la insania de los dirigentes nacionalistas, ayudada por la ineptitud del Gobierno y de los partidos españoles. El embotamiento de Rajoy, los vaivenes de Sánchez, el aprovechamiento de Rivera para escalar en las encuestas, la insensatez de Iglesias, el calculado hermafroditismo político de Colau.
Iceta cometió el error de prometer indultos anticipados en plena campaña electoral. Ahora lo rescata Cunillera como “una cuestión de humanidad”. No, señora, antes y ahora decir eso desde el Gobierno es un dislate y una falta de respeto a quienes tienen la difícil misión de juzgar.
Los jueces están cumpliendo su obligación. Lo hizo el Tribunal Constitucional al invalidar las decisiones ilegales de los rebeldes que secuestraron la Generalitat, y lo hace el Tribunal Supremo al aplicar el Código Penal a una banda de (presuntos) delincuentes. Puede discutirse tal o cual resolución judicial, pero blanquear la propia incompetencia culpando a los jueces de la situación es una procacidad.
Asistimos a una campaña demagógica que presenta cualquier modalidad de aforamiento como un privilegio y lo equipara a impunidad
Y sigue siendo así. Torra reconoce que lo único que le disuade de encabezar una nueva insurrección es el temor a verse ante un juez que lo envíe a prisión. No tienen miedo a Sánchez, a Casado o a Rivera, se lo tienen al Supremo. No injurian al Gobierno anterior ni al actual, sino al Rey. Ellos saben muy bien quién los paró cuando ya paladeaban el éxito.
Es un infortunio que el Gobierno de Sánchez haya quebrado la cohesión de los partidos constitucionales por preservar los votos independentistas que le dan la vida. Pero aún peor sería que, además, provocara una fractura entre los poderes del Estado.
Otro ejemplo: los especuladores de la regeneración han puesto de moda el tema de los aforamientos. Es cierto que, como excepción procesal, no parece razonable que se apliquen a un cuarto de millón de ciudadanos. Habría que revisar caso por caso y delito por delito; en unos estará justificado y en otros no, y quizás en la mayoría perdió el sentido que tuvo en el pasado.
Pero en el reino de la brocha gorda, los matices son un estorbo. Asistimos a una campaña demagógica que presenta cualquier modalidad de aforamiento como un privilegio (presuponiendo que el tribunal superior siempre será benévolo con el poderoso) y lo equipara a impunidad. Se denuncia entre aspavientos como una licencia para delinquir de la que únicamente disfrutarían los adversarios políticos.
Un fiscal del Tribunal Supremo emite un escrito recomendando el archivo del llamado caso Casado. Unos lo celebran y otros lo denigran, pero todos dan por hecho que los magistrados seguirán sumisamente ese criterio por venir de quien viene.
El Partido Popular lo vende falazmente como si quedara convalidado, no solo jurídica sino moralmente, el máster 'fake' de su líder. Lo cierto es que el fiscal solo ha emitido la opinión técnica de que los hechos conocidos no encajan en el tipo penal de la prevaricación, y el de cohecho, que sería aplicable al caso, habría prescrito. No entra, porque no es su función, en la valoración ética de la forma turbia en que el joven Casado obtuvo el famoso máster. La Justicia se ocupa de los delitos, no de las golferías; el veredicto sobre estas corresponde a la sociedad.
Por su parte, los partidos contrariados descalifican tanto al fiscal como al propio tribunal, que aún no ha dicho una palabra al respecto. Según Ciudadanos, sin el escudo del aforamiento, Casado ya estaría en el trullo. Según el eminente jurisconsulto Echenique, el fiscal y los magistrados del Supremo son simples esbirros del PP.
Es un hábito de los políticos españoles acusar a jueces y fiscales de prevaricar ante cualquier resolución molesta para sus intereses. Habría que ver su reacción si los órganos de la Justicia se lanzaran a valorar sus decisiones políticas con la misma insolencia, oportunismo y falta de rigor con que ellos pontifican sobre autos y sentencias.
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
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