La buena noticia es que la UE, al fin, se ha politizado; la mala, que si no actuamos en consecuencia, acabaremos perdiéndola
/DIEGO MIR
Europa vuelve a ser un campo de batalla, aunque no lo sea,
felizmente, por una guerra que la transforme en un paisaje lunar, como
en aquellos tiempos no tan lejanos en los que, según describía Vonnegut,
Dresde dejó de parecerse a una Florencia sobre el Elba. Lo que nos
jugamos en esta otra contienda, como dijo Tsipras este martes en
Estrasburgo, es de “carácter existencial”, pues sucede que, una vez rota
su promesa de prosperidad, la idea de Europa ha pasado a ser un
significante vacío a la espera de ser rellenado de sentido. La disputa
es, de nuevo, sobre su identidad, y me temo que ya no basta con defender
a Europa. El dilema no consiste en Europa sí o no. Se trata de saber
qué Europa queremos.
Cuando
Farage y los suyos abandonen de una vez el barco, el Europarlamento
dejará de contar con fuerzas políticas que solo quieren marcharse. La
batalla se producirá entonces por la influencia dentro de la Unión y por
el modelo que se quiera imponer. Se equivocan quienes piensan que la UE
está en decadencia: jamás la batalla política se presentó en un marco
tan europeo. Y es en esa clave donde hay que interpretar las palabras de
Orbán del verano pasado: “Hace 27 años pensamos que Europa era nuestro
futuro. Hoy, somos el futuro de Europa”. Recordaba con ellas que, lejana
ya la caída del muro de Berlín, el conflicto político se articula ahora
en términos identitarios, y de ahí surge su abyecta bandera: “Europa
para los europeos”.
No se trata, por supuesto, de la Europa cosmopolita y liberal de Macron, o de la humanista e intrépida tierra de Odiseo a la que apelaba Tsipras; su Europa es aquella que antepone los valores cristianos a los derechos individuales; la que, al parecer, permite también la imposición del libre mercado sin incluir en la ecuación la libertad política para Hungría o Polonia. Esa es la enorme importancia de la votación del miércoles en el PE.
La pugna por la identidad se libra encarnizadamente en el seno del Partido Popular Europeo. Las próximas elecciones pueden colocar a la extrema derecha como segundo grupo del Europarlamento, incluso con Orbán a la cabeza, y ya verán cómo las viejas batallas entre Juncker y Schulz nos parecerán entonces amables duelos dialécticos, apenas una disputa sobre matices entre bienintencionados caballeros. Ahora más que nunca estamos ante la confrontación de modelos antagónicos: uno que, con sus diferencias, incluye el liberalismo de Macron, la democracia cristiana de Merkel y la socialdemocracia; y el otro, los grupos de ultraderecha dispuestos al asalto definitivo de la fortaleza. La buena noticia es que Europa, al fin, se ha politizado; la mala, que, si no actuamos en consecuencia, acabaremos perdiéndola.
MÀRIAM MARTÍNEZ-BASCUÑÁN Vía EL PAÍS
@MariamMartinezB
No se trata, por supuesto, de la Europa cosmopolita y liberal de Macron, o de la humanista e intrépida tierra de Odiseo a la que apelaba Tsipras; su Europa es aquella que antepone los valores cristianos a los derechos individuales; la que, al parecer, permite también la imposición del libre mercado sin incluir en la ecuación la libertad política para Hungría o Polonia. Esa es la enorme importancia de la votación del miércoles en el PE.
La pugna por la identidad se libra encarnizadamente en el seno del Partido Popular Europeo. Las próximas elecciones pueden colocar a la extrema derecha como segundo grupo del Europarlamento, incluso con Orbán a la cabeza, y ya verán cómo las viejas batallas entre Juncker y Schulz nos parecerán entonces amables duelos dialécticos, apenas una disputa sobre matices entre bienintencionados caballeros. Ahora más que nunca estamos ante la confrontación de modelos antagónicos: uno que, con sus diferencias, incluye el liberalismo de Macron, la democracia cristiana de Merkel y la socialdemocracia; y el otro, los grupos de ultraderecha dispuestos al asalto definitivo de la fortaleza. La buena noticia es que Europa, al fin, se ha politizado; la mala, que, si no actuamos en consecuencia, acabaremos perdiéndola.
MÀRIAM MARTÍNEZ-BASCUÑÁN Vía EL PAÍS
@MariamMartinezB
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