La crisis de régimen que asola este país caído de canto en el reparto de
parabienes y desgracias se debe a la mediocridad de los políticos
circundantes, y a su nefasto asalto de la educación
Jorge Vilches
Sé que hay mucho orgullo entre las ingenierías y algunas
otras carreras técnicas, pero las dos profesiones de las que depende un
país son la política y la educación. Cuando Maquiavelo quiso congraciarse con los Médici no escribió “El ingeniero”; ni siquiera dudó Rousseau cuando, para dolor de su maestro Diderot, vertió a la luz “Del contrato social”: hizo descansar la tarea de engendrar la nueva sociedad en políticos y educadores. Es más; aquel ginebrino redondeó el asunto con “Emilio, o de la educación”.
La crisis de régimen que asola este país caído de canto
en el reparto de parabienes y desgracias se debe a la mediocridad de los
políticos circundantes, y a su nefasto asalto de la educación.
Ahora
algunos ven con estupor que se trata de vasos comunicantes, que
aquellos que engolaban la voz para hablar de escuela pública, de
democratizar las aulas, de preñarlas de valores para que parieran
ciudadanos, son los mismos que alimentaban un kraken.
Sí; un monstruo deformado, inflado de banalidad y presunción, de olvido
y desprecio, de manipulación y pérdida de tiempo, que ha salido a la
superficie para devorarlos. El problema es que en ese barco atacado por
el kraken vamos todos.
Sánchez, como máximo responsable del sistema e imagen internacional de nuestro país después del rey, debería deshacer las dudas sobre su persona
La historia de la España contemporánea jamás había dado
un momento como éste, donde presidentes, ministros y diputados están
bajo la sospecha más que fundada de que inflaron sus currículum, de que los llenaron de mentiras y exageraciones. Y, lo que es peor, que se acusan mutuamente en un juego tan infantil como vergonzoso.
Emilio Gentile, un historiador italiano, se preguntaba hace poco por los males de la democracia occidental. La respuesta era sencilla: la desafección, la desconfianza y la ansiedad se han extendido por unos sistemas en los que las élites políticas no funcionan. Hoy, decía con razón, no es que cualquiera pueda acceder a un cargo público, algo legítimo desde que Jefferson
se partiera la cara en las Trece Colonias, sino que ascienden a lo más
alto sin pasar los dos filtros de una sociedad avanzada: el mérito y la capacidad.
De
este modo, las instituciones representativas desvirtúan su naturaleza,
cifrada en el debate elevado, la gestión eficaz y la fiscalización
profesional. Al contrario: acaban convertidas en teatros, en unos platós
más de la sociedad del espectáculo. Lo vimos en las negociaciones
infructuosas para formar gobierno en 2016,
cuando los partidos tradicionales, esos que deberían estar más
concienciados del valor de la estabilidad, que tendrían que asumir la
responsabilidad de ser depositarios de la soberanía desde hace décadas
para tragar quina democrática y hacer gobierno, se negaron a pactar
entre ellos para dejar al otro al socaire mafioso de los pequeños
grupos.
Ocurrió lo mismo con los partidos nuevos, siempre atentos a denostar al “malvado bipartidismo” en beneficio propio aun a costa del mismo sistema. Todavía se recuerda la absurda moción de censura que presentó Pablo Iglesias solo para apropiarse del protagonismo de la izquierda; y no causan menos rubor los bandazos de Ciudadanos a golpe de encuesta de opinión.
Jamás habíamos vivido un momento como este, donde presidentes, ministros y diputados están bajo la sospecha más que fundada de que inflaron sus currículum
Esos políticos, durante años, pensaron que la educación era una línea en
un folio, una frase tras el nombre y el DNI, un campo de batalla donde
dilucidar quién se quedaba con las nuevas generaciones. Solo les
importaba aparentar, tapar su desconocimiento e inexperiencia con
titulaciones falsas o que nada valen, como se está demostrando.
Pedro Sánchez es uno más de esos, con su tesis esquiva,
fantasmagórica, a modo de libro misterioso, inencontrable, del que solo
se conocen fragmentos como si fuera “Las nueve puertas del reino de las
sombras”, aquel volumen demoníaco que buscaba Corso, el personaje de Pérez Reverte en “El club Dumas”.
El hombre que hoy planea quedarse en el gobierno de España hasta el año 2030
se sacó el título de Doctor deprisa y corriendo, con esas formas que
muchos que somos profesionales de la educación hemos visto en los malos alumnos.
Pasado el trago, no recuerdan nada. En una tesis, como en una carrera
académica, se muestra el carácter, la capacidad, la inteligencia y la
integridad de una persona. Cuando todo esto falla, la mediocridad se adueña del alma de las instituciones.
No
es un tema baladí. El presidente del Gobierno, como máximo responsable
del sistema, imagen internacional de nuestro país después del rey,
debería deshacer las dudas sobre su persona.
Es la única manera de salir del atasco y de paliar la desafección. Es
preciso que se adelante a los medios, saque la tesis y diga la verdad.
De no ser así, cabe aquello que Churchill espetó a Chamberlain: “Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra… elegisteis el deshonor, y ahora tendréis la guerra”.
JORGE VILCHES Vía VOZ PÓPULI
No hay comentarios:
Publicar un comentario