El Día de la Felicidad de la ONU es una iniciativa fallida. Yo propongo que se cambie por el Día de la Felicidad política, es decir, de las condiciones objetivas de la felicidad
Hoy es el Día Internacional de la Felicidad, establecido por la ONU en 2012. La felicidad se ha puesto de moda. George Bernard Shaw decía malévolamente: “No he leído 'Juana de Arco' de Schiller,
pero por el tono con que la gente me habla de ella, creo que no la
leeré nunca”. Algo así me empieza a pasar con la felicidad. El reino de
Bután, la ONU, Coca-Cola, la psicología positiva y los libros de autoayuda la proponen o la aseguran. Richard Davidson, de la Universidad de Wisconsin, dice que ha analizado el cerebro del “hombre más feliz del mundo”, el monje budista Matthieu Ricard.
Tenemos varios índices de felicidad: el índice de Felicidad Nacional Bruta, el índice del Planeta feliz, el índice de felicidad subjetiva, el 'ranking' de la ONU, el índice de tu vida mejor, el índice de la Dignidad. El hartazgo puede estar cerca. Cuando alguien se acerca a la escuela y dice: “Yo ante todo lo que quiero es que mi hijo sea feliz”, nos deja estupefactos por la vaguedad del objetivo.
¿Deberá ser también bueno, por ejemplo, estudiar matemáticas aunque no le gusten? El famoso psicólogo Martín Seligman, que puso de moda la palabra con su libro 'La auténtica felicidad', la ha repudiado, harto de los excesos que se cometen en su nombre, y sustituido por un término más humilde -'wellbeing', bienestar- y por otro más vago- 'flourishing', florecimiento personal. La felicidad fue un profundo tema de meditación para los filósofos clásicos, que la relacionaban con la perfección. Ahora se ha vuelto un barato reclamo comercial.
A pesar de todo lo anterior, creo que la palabra felicidad debe mantenerse si se la desescombra de morralla y se la define bien. Para ello, es necesario distinguir dos tipos de felicidad, la subjetiva y la objetiva. La felicidad subjetiva es un estado emocional agradable, intenso, que desearíamos que durara siempre, y en el que no echamos nada en falta de manera imperiosa. En cambio, la felicidad objetiva es una situación en que nos gustaría vivir siempre, porque protege y facilita nuestras expectativas privadas de felicidad. La felicidad subjetiva puede concebirse de muchas maneras; unos la pondrán en el triunfo, otros en el amor, otros en la aventura, otros en la serenidad.
El penetrante Stuart Mill escribió: “El cerdo aspira a una felicidad de cerdo”. Se supone que el hombre excelente la pondrá en algo excelente. En cambio, en la felicidad objetiva podemos estar de acuerdo todos. Uno de sus más bellos nombres es justicia, otro podría ser respeto a la dignidad personal. Los judíos presos en un campo de concentración se lamentarían de la pérdida de la felicidad objetiva de la que disfrutaban en la República de Weimar, cuando se respetaban todavía sus derechos. Eso no quiere decir que entonces todos fueran subjetivamente felices: unos sufrirían por enfermedades, por desamor, por la muerte de seres queridos, o simplemente, por decepción y aburrimiento. Aristóteles distinguió estos dos niveles de felicidad. De la felicidad privada se encargaba la ética; de la felicidad social, la política. Y consideraba que esta era la más importante.
El índice de la Felicidad de la ONU me parece frívolo. No es de recibo que México, Qatar o Arabia Saudí tengan mejor índice de felicidad que España, por ejemplo. La percepción subjetiva de la felicidad es engañosa porque es una experiencia diferencial. Se basa en la diferencia entre lo que se espera y lo que se consigue. Si no espero nada, es más fácil ser feliz.
En cambio, me parece serio el índice de Desarrollo Humano de la ONU, basado en la obra de Mahbub ul Haq y Amartya Sen, porque es un intento de medir la felicidad objetiva de un nación. Deberíamos prolongar esta línea de investigación. Todas los relativismos derivan de centrarse en la felicidad subjetiva, en la que tal vez nunca nos pongamos de acuerdo. No ocurre lo mismo con la felicidad objetiva, por eso, podemos construir una ética universal. Hacia ella se encamina la humanidad, cuando actúa inteligentemente.
En 'La lucha por la dignidad', la profesora De la Válgoma y yo enunciamos una ley del progreso ético de la humanidad, que dice así: “Todas las sociedades, cuando se liberan de cinco obstáculos –la pobreza extrema, la ignorancia, el dogmatismo, el miedo, y el odio al vecino- convergen hacia unos principios éticos universales: el reconocimiento de derechos individuales, la participación en el poder político, el rechazo a discriminaciones no justificadas, las garantías procesales, y las políticas de ayuda”. Sigo pensando que es una ley válida.
La felicidad objetiva, la felicidad política, abre el campo de juego en el que cada ciudadano está en buenas condiciones para elaborar su proyecto privado de felicidad, que deberá cumplir los requisitos de ser compatible con el de los demás, y colaborar al establecimiento de la felicidad objetiva de la que todos nos beneficiamos.
Por todo esto, me parece que el Día de la Felicidad de la ONU es una iniciativa fallida por confundir demasiadas cosas. Por eso, propongo que se lo cambie por el Día de la Felicidad política, es decir, de las condiciones objetivas de la felicidad, que es requisito para todas las demás.
JOSÉ ANTONIO MARINA Vía EL CONFIDENCIAL
Tenemos varios índices de felicidad: el índice de Felicidad Nacional Bruta, el índice del Planeta feliz, el índice de felicidad subjetiva, el 'ranking' de la ONU, el índice de tu vida mejor, el índice de la Dignidad. El hartazgo puede estar cerca. Cuando alguien se acerca a la escuela y dice: “Yo ante todo lo que quiero es que mi hijo sea feliz”, nos deja estupefactos por la vaguedad del objetivo.
La
palabra felicidad debe mantenerse si se la define bien. Para ello, es
necesario distinguir dos tipos de felicidad, la subjetiva y la objetiva
¿Deberá ser también bueno, por ejemplo, estudiar matemáticas aunque no le gusten? El famoso psicólogo Martín Seligman, que puso de moda la palabra con su libro 'La auténtica felicidad', la ha repudiado, harto de los excesos que se cometen en su nombre, y sustituido por un término más humilde -'wellbeing', bienestar- y por otro más vago- 'flourishing', florecimiento personal. La felicidad fue un profundo tema de meditación para los filósofos clásicos, que la relacionaban con la perfección. Ahora se ha vuelto un barato reclamo comercial.
A pesar de todo lo anterior, creo que la palabra felicidad debe mantenerse si se la desescombra de morralla y se la define bien. Para ello, es necesario distinguir dos tipos de felicidad, la subjetiva y la objetiva. La felicidad subjetiva es un estado emocional agradable, intenso, que desearíamos que durara siempre, y en el que no echamos nada en falta de manera imperiosa. En cambio, la felicidad objetiva es una situación en que nos gustaría vivir siempre, porque protege y facilita nuestras expectativas privadas de felicidad. La felicidad subjetiva puede concebirse de muchas maneras; unos la pondrán en el triunfo, otros en el amor, otros en la aventura, otros en la serenidad.
El penetrante Stuart Mill escribió: “El cerdo aspira a una felicidad de cerdo”. Se supone que el hombre excelente la pondrá en algo excelente. En cambio, en la felicidad objetiva podemos estar de acuerdo todos. Uno de sus más bellos nombres es justicia, otro podría ser respeto a la dignidad personal. Los judíos presos en un campo de concentración se lamentarían de la pérdida de la felicidad objetiva de la que disfrutaban en la República de Weimar, cuando se respetaban todavía sus derechos. Eso no quiere decir que entonces todos fueran subjetivamente felices: unos sufrirían por enfermedades, por desamor, por la muerte de seres queridos, o simplemente, por decepción y aburrimiento. Aristóteles distinguió estos dos niveles de felicidad. De la felicidad privada se encargaba la ética; de la felicidad social, la política. Y consideraba que esta era la más importante.
Proyectos privados de felicidad
El índice de la Felicidad de la ONU me parece frívolo. No es de recibo que México, Qatar o Arabia Saudí tengan mejor índice de felicidad que España, por ejemplo. La percepción subjetiva de la felicidad es engañosa porque es una experiencia diferencial. Se basa en la diferencia entre lo que se espera y lo que se consigue. Si no espero nada, es más fácil ser feliz.
En cambio, me parece serio el índice de Desarrollo Humano de la ONU, basado en la obra de Mahbub ul Haq y Amartya Sen, porque es un intento de medir la felicidad objetiva de un nación. Deberíamos prolongar esta línea de investigación. Todas los relativismos derivan de centrarse en la felicidad subjetiva, en la que tal vez nunca nos pongamos de acuerdo. No ocurre lo mismo con la felicidad objetiva, por eso, podemos construir una ética universal. Hacia ella se encamina la humanidad, cuando actúa inteligentemente.
El
reconocimiento de derechos, la participación en política, el rechazo a
discriminaciones, las garantías procesales y las políticas de ayuda son
las 5 claves
En 'La lucha por la dignidad', la profesora De la Válgoma y yo enunciamos una ley del progreso ético de la humanidad, que dice así: “Todas las sociedades, cuando se liberan de cinco obstáculos –la pobreza extrema, la ignorancia, el dogmatismo, el miedo, y el odio al vecino- convergen hacia unos principios éticos universales: el reconocimiento de derechos individuales, la participación en el poder político, el rechazo a discriminaciones no justificadas, las garantías procesales, y las políticas de ayuda”. Sigo pensando que es una ley válida.
La felicidad objetiva, la felicidad política, abre el campo de juego en el que cada ciudadano está en buenas condiciones para elaborar su proyecto privado de felicidad, que deberá cumplir los requisitos de ser compatible con el de los demás, y colaborar al establecimiento de la felicidad objetiva de la que todos nos beneficiamos.
Por todo esto, me parece que el Día de la Felicidad de la ONU es una iniciativa fallida por confundir demasiadas cosas. Por eso, propongo que se lo cambie por el Día de la Felicidad política, es decir, de las condiciones objetivas de la felicidad, que es requisito para todas las demás.
JOSÉ ANTONIO MARINA Vía EL CONFIDENCIAL
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